Yo y el planeta blanco y negro
Es un planeta pequeño, así que a nadie se le podría juzgar de inocente por ignorar sus fronteras. Solo cuando se sabe que vivimos como hacendados, se entiende que hemos dividido nuestra casa en haciendas y fincas, donde todo lo que importa es mi subsistencia, sin pensar que sin ayudarnos unos a otros, no vamos a ninguna parte.
Hoy es el aniversario de aquel 11 de septiembre, que fue para mí una noticia lejana y que nunca pensé, tendría una repercusión personal en mi vida, 20 años después, que no son nada.
Todavía me acuerdo, con mis botas de guerrillero y el ron comunista burbujeándome en el estómago, despidiéndome de mis amigos de siempre en el aeropuerto. Entré en aquel avión sin apenas saber lo que estaba haciendo ni adonde iba. Solo les puedo contar, so pena de sobrevivir esta noche, que era el año 2001 y era Noviembre. Acababa de pasar un ciclón por la Habana, que amenazó con cambiarme los planes, pero tal parece que estaba escrito. Vi, como en un sueño y por última vez, entre vientos y rejas de un patio, a la persona que más amaba y me despedí de los queridos sin decirles que no volvía.
Pasaron muchas cosas, descubrí a mucha gente. Dormí en un parque, en el banco de la orilla de una playa, que luego resultó ser un lago. Uno de los cinco lagos más grandes del planeta, pero aun así, un lago de aguas frescas y mansas, nada comparado con la personalidad de mi Caribe. Donde quiera que fui, estaba el fantasma americano como si ya no viviera en América. La única ley era la del dinero. Ni tanto así. Tuve la suerte, de chance, de acabar con mi escapada en Canadá. Un país que nunca me hizo sentir extranjero y a quien le debo mi segunda vida. Un país a donde, sin yo haber nunca sufrido una guerra ni saber que es la tortura, me recibió a vivir con mis huesos recién estrenados.
Yo no sabía nada de lo que pasaba en el mundo, y me tomó casi quince años para ponerme al tanto de lo complicado que eran las cosas aquí afuera. Aprendí que Canadá no era el país perfecto porque estaba gobernado por hombres y mujeres, que querían y aspiraban a lo mismo que todos los políticos de todas partes, poder y dinero. Me pregunto si alguna vez vamos a aprender por fin a administrarnos...
Me acuerdo que uno de los amigos, de esos a quienes le debemos la vida, me dijo lo mismo que le dijo a su verdadero hermano diez años después; vete hasta el puente del Arcoíris, el del Niagara Fall, y diles en la garita de la frontera que eres cubano y te vienes pa´ca, pa Miami. Nunca lo hice, por la simple razón de que no sabía cómo ir hasta la terminal ni como coger el bus. Por aquellos días Toronto era enorme e intimidating. No hablaba inglés y no sabía ni cómo pedir agua, más que nada por timidez, porque igual me hubieran ayudado. Pero no lo hice y no me arrepiento. Canadá no es USA, es en mi opinión mejor.
Uno tendría que llegar a un país que no habla tu idioma, que es completamente diferente a todo lo que has visto, donde no conoces a nadie y donde no sabes ni como decir gracias, para entender lo que es llegar de emigrante al Paraíso. Sin mencionar que las noches son frías. Frías como el hielo del alma.
Pero sobreviví, y a los canadienses les debo mi segunda vida. Me acuerdo que en la Habana vivía perdido. No es que yo haya sido el más espabilado de los chicos ni el más listo, incluso allá. Pues en Toronto vivía tres veces más perdido, hasta que me acostumbré a ser otro más, luego todo fue más fácil.
Y así anduve perdido, invisible, hasta que tuve un hijo.
¿Qué les puedo contar?. Mi hijo nunca ha sido cubano. Por más Elpidio Valdez que le enseñe en YouTube, siempre prefirió al Captain América del cable. Lo introduje a Tío Estiopa, a la Liebre, deja que te coja, al payaso Ferdinando, a Tusa Kutusa el animal feroz, y nada. Habla los tres Idiomas, su mamá es china aunque por supuesto, vivimos en Vancouver.
Mi hijo se considera blanco aunque no tiene en la sangre nada para probarlo. Nació diez años después del 11 de Septiembre del 2001. El mundo ha estado en guerra desde entonces, mientras él germinaba en su cuna, con la santa bendición de la paz inquebrantable de un supermercado.
Hoy, tan inocente como entonces, solo ha visto las torres gemelas en las películas antiguas. - Las películas de los 80 son para ellos el Charles Chaplin de mi generación -. Se ríe cuando le cuento que alguna vez hubo un mundo sin celulares, con teléfonos que tenías que rotar con el dedo para que funcionaran. Le digo que la Internet no ha existido desde siempre y no me lo cree. No tiene idea de lo que es una máquina de fax, las cartas de papel son una pérdida de tiempo, los cartones de Superman suck; lo mismo que yo pensaba de Flash Gordon, y Cuba es, como le enseñaron en la escuela, un país delgado en la geografía del Caribe, en donde a su maestra le gustaría pasar el invierno. El español, al igual que el mandarín, es como aprender a tocar piano; otra bobería que sus padres inventaron para mantenerlo alejado de la computadora.
Lo más importante, lo que más me alucina, es que no conoce de fronteras. Él es de esas generaciones a las que el planeta se les va quedando pequeño. Tiene un amigo de Israel, otra de Inglaterra, otro de Alemania, de California, uno de Hangzhou, de Perú, de la India, de Corea del Sur, y aunque pudiera sonar sofisticado, son simplemente sus compañeros de escuela y del barrio. Incluso cuando se van de vacaciones, juegan juntos online, por esa magia universal de las computadoras, y se llaman por Whatsup como si estuvieran al doblar de la esquina.
Su juventud es tan diferente a la mía que a veces no tengo idea de que aconsejarle. Yo me acuerdo de cuando la Habana Vieja era mi universo y no había nada más. La Catedral y su plaza eran enormes, con restaurantes prohibidos en donde mi hambre no era bienvenida. Siempre aspiré a tener un pasaporte para poder visitarlos. El Boulevard de San Rafael, al otro lado del Parque Central, era Europa. El edificio de Prado 20 era Miami. El Habana Libre era Nueva York.
Me acuerdo de los discos de acetato, aquellos discos negros, estruendosos, ruidosos, que tanto decían de ti cuando los llevabas bajo el brazo. De los casetes de audio que nunca tuve. Del boombox de los marineros mercantes. La librería de Obispo era si acaso mi Mall, una tienda de libros enorme. Me acuerdo, ese era mi mundo, y me acuerdo que más allá del muro del malecón solo habían tiburones y agua fría.
Ese no es el mundo de mi hijo. Y aunque le trato de explicar mi versión de aquel mundo, es como si mi cursor del prompt, parpadeante sobre la pantalla negra, estuviera obsoleto frente a la inmediatez de un ratón que se mueve a todas partes a la misma vez. Su música está online, sus películas son digitales, no se lee a Los tres gordinflones sino a Harry Potter y su magia. Anda con un teléfono en el bolsillo como si hubiera nacido con el y se pierde en el metro de la cuidad, igual que hacía yo a su edad en la ruta 24 de Lawton.
El mundo para él está divido en dos partes, y aunque al principio me confundí con los colores, no es racismo lo que determina las clases. El mundo para él es de dos grupos. Aquellos que se montaron en el tren del futuro y aquellos que se quedaron esperando en la estación a que pasara un tren más conservador. El vestuario y las costumbres solo son un problema para su generación si no te importa eventualmente burlarte de quién eres. Las fronteras para él son los colores graciosos del mapa, un inconveniente que resuelve con su pasaporte canadiense y su francés de escuela pública. Esos aviones en los que yo me monto aterrorizado son su tren eléctrico de Hershey y Matanzas está tan cerca y tan predecible que no tiene ningún apuro en visitarla.
Hace 20 años que aquellos criminales volaron las torres y hace 20 años que estamos matando culpables e inocentes en sus nombres. Me pregunto si mi hijo tendrá sus propias torres gemelas para marcar el momento en que el planeta dejo de ser multicolor, para volvérsele blanco y negro de un bombazo.
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