La última cena
La mesa estaba colmada de platos con comidas humeantes y coloridas. Carnes, arroces, ensaladas, potajes de tres colores, del amarillo viejo del garbanzo, del caoba rancio del frijol colorado, del azabache irremediable del negro. Dos ensaladas en sus fuentes, una adornada con hojas de lechuga frescas, recién lavadas, sobre las que habían dispuestas rodajas de tomates rojos, cubiertos con anillos blancos de cebolla, la col picadita alrededor del borde del plato; todo brilloso por el aceite de oliva extra virgen que la hacían parecer una ensalada de charol, manchada por el ajo machacado, esparcido por encima como hojas blancas de otoño.
La otra ensalada era más exótica. Hecha de pepinos lasqueados en rodajas, pelados, raspados con un tenedor el los bordes para que parecieran de florecita, manchados en su blancura tierna del tinte de la remolacha, que él había hervido con el caldo de pollo para que se le afinara su tono dulce. En el centro, un aguacate cuidadosamente picado en cuadritos rectangulares perfectos, como lo hacía su madre, con el aliño del mojo encima, la zanahoria en lascas casi transparentes, el rábano rallado, la habichuela hervida entre los trozos del aguacate; una verdadera obra maestra. Había otra ensalada fría, de papas y coditos, blanca por su cubierta de mayonesa, que se empeñó en hacer hasta la crema desde los huevos y el aceite, usando la batidora. Saltaba por entre la pasta de la ensalada el lomo de las mazas de pollo naufragadas que le robó a la pechuga del fricasé ,que estaba justo al lado en otro plato. Los pedazos de papa y el pettipua verde, granitos de maní esparcidos sobre el manto de su exquisitez y los pedazos rectangulares de huevos hervidos, que se podían distinguir flotando en aquel mar blanco agitado pero a la vez detenido en el tiempo.
Casi al borde de la mesa había un plato hondo repleto de empellas de puerco doradas, inflamadas, recién freídas, con su olor típico de carne asada. Una pizza de jamón y queso ocupaba el centro de la mesa, lugar que ella se había ganado por su naturaleza redonda y sus colores vivos. Recordaba mirándola el trabajo que le había dado hacerle crecer la masa, por su falta de experiencia utilizando la levadura, pero ahora que estaba terminada parecía tan original como cualquiera de aquellas que recordaba comprando en las paladares del barrio cuando era niño.
Había comprado dos quesos y los dos con mucho sacrificio. El primero por caro y el segundo por exótico. Ahora habían en los mercados quesos de todos tipos pero también de todos los precios. Eran los alardes de abundancia y prosperidad de las puertas abiertas del país al mercado internacional, empeñados en convertir a la Habana en una copia atrevida del añorado Miami del Norte; una atrevimiento bien intencionado del nuevo gobierno democrático y republicano por borrar el pasado rancio de casi 70 años de hambre y necesidades, aunque también una pretensión estéril, incapaz de disfrazar la pobreza de millones, que ahora tenían las manos repletas hasta los bordes de la añorada libertad por la que habían peleado, pero que seguían tan pobres como siempre habían sido. Disfrutaban de las oportunidades sin límites de un capitalismo del tercer mundo, que no les daba ni la más mínima oportunidad de trabajo ni de derechos a los desafortunados.
Él vivía con un pie en aquel grupo de pobres desempleados y el otro en el aire, sin poder posarlo en la clase media baja de aquellos que conseguían empleo de cualquier cosa, aunque fuera temporal, para disponer de un salario medio y proveer a sus familias de una vida digna.
Luego que sus padres murieron como tantos otros en las protestas callejeras del 2024, que terminaron finalmente por tumbar el gobierno castrista cuando a los Americanos no les quedó otra alternativa que darle un ultimátum al régimen de la Habana, recibía una pensión mensual de cien pesos, aprobada por unanimidad en el nuevo Congreso de diputados del país. 50 pesos por cada persona que había muerto en las calles luchando contra el comunismo y cien para aquellos que sufrieron daños físicos irreparables y que ahora estaban físicamente limitados. El había perdido en aquellas protestas a sus dos padres.
Contaba también con la ayuda de un tío que lo mantenía con una pensión mensual que variaba cada mes, más por compasión con el sobrino huérfano que por aforo. Con esas ayudas, y la suerte de vivir en aquel apartamento que había sido de la familia desde los tiempos en que su bisabuelo lo terminó de pagar. Todos los demás gastos que tenía de electricidad, de agua o gas los pagaba con racionamientos y sacrificios; y el hambre, que era además constante, lo apaciguaba con la caridad de los vecinos, que a diario dejaban a la puerta de su apartamento lo que les sobraba de sus cenas, postres que sabían que le gustaban a él, frutas, galletas, confituras, latas de jugo y hasta botellas de alcohol, aunque él igual no bebía y ocasionalmente las vendía por las noches en el parque a los trasnochados por un extra de dinero.
Así que con mucho sacrificio se había inventado aquella cena opulenta y había insistido en comprar el queso Parmesano original que usaban las pizzas y los espaguetis, que por suerte había resuelto con un vecino cocinero que vendía en su casa todo lo que se robaba del hotel donde trabajaba de camarero, pero a la mita del precio. El otro queso le costó casi nada en comparación con el primero y sin embargo encontrarlo le había tomado semanas, hasta que preguntando en el barrio alguien le dio la pista. A dos cuadras de su casa vivía un taxista que sabía como conseguirlo. Era un queso de leche de vaca sin ninguna gracia y apenas sin ningún sabor, blanco y fofo, que cuando perdía el agua sabía más a yogurt que al sabor atrevido de los quesos amarillos de verdad, pero era el que él recordaba que traía su padre a la casa de regreso de Matanzas, por los tiempos de escaseces de la revolución comunista. El vecino le explicó que él también lo había comprado en el pasado en la Vía Blanca, cerca de Jibacoa. Los campesinos se paraban a la orilla de la carretera a venderlo desde hacía muchos años, sigilosos, escondidos de la policía entre los árboles porque para entonces todos los negocios privados los tenían catalogados de ilegales. Lo más interesante era que ahora, que lo podían vender legalmente en los mercados nadie se los compraba. Era solamente cuando lo vendían a la orilla de la carretera, a escondidas, que la gente paraba a comprar aquella torta de leche agria, más por la memoria del hambre pasada que por el sabor sobrio del queso. Así que todavía hoy lo vendían al borde la vía, pretendiendo estar escondidos entre los matorrales aunque realmente ya no había de quien esconderse, pero era parte del maquillaje ilegal que tenía asociado el negocio de vender queso agrio de leche en polvo rusa.
El queso le alcanzó apenas para terminar la pizza así que para los espaguetis lo mezclo con el de la Via Blanca y lo puso justo al lado, humeante, pintado de rojo por una versión muy similar a la salsa Vitanuova, que le fue imposible de encontrar en el mercado como la recordaba de antaño, pero que con la ayuda de la vecina, le imitaron el sabor moviendo el punto del bijol, del vinagre y la pimienta a una pasta de tomate americana, hasta que la lengua se les durmió a los dos, negándoseles a seguir probando versiones remendadas de aquella salsa mágica que años atrás él se tomaba directamente de la lata con el mismo fervor con que se chupaba la leche condensada Nela por el huequito abierto en el borde de la tapa con la punta del cuchillo de la cocina.
Había también una lasaña que había puesto en un extremo de la mesa porque no le había salido muy bien y comenzaba a perder el equilibrio en una de sus esquinas y amenazaba en caerse fuera del plato. Eran los efectos de la gravedad sobre sus 5 pisos de pasta y picadillo, resbalando sobre la lámina derretida que los separaba en cada nivel, que él había hecho desde la harina. Ese plato le había traído muchos problemas a la hora de ensamblarlo porque la mecánica de su estructura no era tan sencilla como seguir las instrucciones de una receta tradicional.
Había cocinado tanto arroz que tal pareciera que tendría invitados. Una cazuela de arroz blanco, una de arroz amarillo, hervido este con las sustancias del mismo pollo que estaba usando en diferentes platos; y otra de arroz congrí, que se empinaba mulato en el plato llano como una montaña caliente de piedras negras, brilloso, de grano largo y desgranado, con aroma a laurel y al amargo del ají de cachucha. Tenía una sopa de pollo sin pollo en una tasa de porcelana, con una ristra de fideos originales que encontró enrollados en el estante de la cocina. Había otra sopa de huesos y espinas de pescado que había terminado en un caldo turbio y grasiento, del mismo color de las espinas que tenía dentro, maquillado su sabor con una laja de limón para que no se perdiera el tono de lo que debió de ser el aroma del mar. La otra sopa mas oscura era de res, preparada con unas costillas que le compró al mismo camarero del hotel lujoso, cerca del Parque Central.
No eran muchas ni estaban muy gordas, por eso las hirvió para sacarles el caldo y luego con los rastrojos de carne que le quedaban enganchadas en el hueso las sacó para la carne con papas, que también estaba presente, y para el bultico pequeño de carne ripiada, que tenía en otro plato, con sus ajíes verdes y rojos, sus papas hervidas, su salsa marrón, mezclado todo con la cebolla y el ajo que hacían de aquel ripio una delicia de la cocina cubana.
Era una victoria de la escasez, un rompecabezas de la necesidad, un puzzle de sabores armados con la destreza de un relojero, que en todos sus colores y apariencia, había puesto a funcionar su imaginación y había armado aquel banquete hasta el último detalle, más por el placer de verlo listo y acabado, dando la hora de sus sabores más añorados, que por la cobardía de sentarse a devorarlo, que a cada segundo de mirarlo desde la cocina se le iba volviendo ajeno.
Había decidido que aquella sería su última cena, que después de aquel banquete que se había preparado se iba a morir de hambre si era necesario para perder peso, pero primero decidió regalarse aquella última delicia, que había soñado a medio dormir, perturbado por el hambre de varias semanas y qué luego fue creciendo en una lista de los platos imprescindible, deliciosos, que tenía desde hacía mucho atascados en su memoria. Estaba allí todo lo que le gustaba y no solo las delicias que extrañaba a diario de meterse en la boca, sino además los platos tradicionales de su infancia como la natilla de chocolate o la gelatina de fresa con platanitos maduros, que estaban todavía en el frío esperando el momento de mostrar su esplendor en la mesa. Estaban esperando también en sus pozuelos el arroz con leche, los buñuelos de coco, el pudín icónico con almíbar y dos bolas de helado de almendra y una cuña de cake, que pensaba combinar al estilo Turquino, como la recordaba, empinada en triángulo invicto en los tiempos del Coppelita de la Rampa.
El almuerzo estaba listo y él lo contemplaba parado en el marco de la puerta de la cocina mientras se limpiaba la grasa de las manos con un trapo, como un mecánico satisfecho con el sonido reposado del último motor recompuesto. Sin ninguna experiencia en la cocina mas allá del huevo frito y el arroz blanco en la arrocera, sé las había ingeniado para cocinar todo aquello con tal precisión; cocinando 5 platos a las vez, manteniendo tibios los otros que ya tenía listos, hirviendo vegetales, vigilando la presión de la olla, la temperatura del horno. La cocina solo tenía dos hornillas, así que unos días atrás mientras armaba su plan, se le ocurrió encender el horno roto de la cocina usando carbón que encontró a la venta en el mercado de los campesinos, para mantener tibios los platos ya terminados y aquellos que requerían fuego lento. Había sido una ejecución bien coordinada, de la que debería sentirse orgulloso, aunque había estado cocinando desde la tarde del día anterior y ahora comenzaba a sentir el abuso de la larga jornada en el cuerpo.
Salvando un sin numero de percances, había terminado los platos uno por uno, tal y como lo tenía planeado. Se tomó el trabajo de detallar en un papel cada paso de ejecución tan pormenorizada y lógicamente que luego fue simplemente seguirlo paso a paso, en proporciones y tiempo. Le había preguntado a su amigo el panadero por las técnicas de amasar y hacer crecer la harina. Su logística incluía hasta los minutos de cocción, la cantidad de agua tibia para los baños de maría, la cantidad de calderos, algunos de los cuales tubo que pedir prestado a la vecina, teniendo cuidado de no preguntarle demasiado para no delatar sus intenciones y evitar los invitados. Tenía calculados los platos y las fuentes, las libras de carne, las tazas de arroz, los puñados de frijoles, las hojas de laurel, las pizcas de comino y orégano, los granos de ajo, las cucharadas de sal, las cucharaditas de bijol, el polvo de la canela y por supuesto el costo de todo aquello. Y cuando comprendió de que no podría comprar todos los ingredientes que necesitaban ni toda la comida que pensaba prepararse, comenzó a hacer planes de contingencia, usando los mismo ingredientes una y otra vez en un plato y otro, compartiendo las carnes y racionando la harina para evitar tener que removerlos del menú.
Lo había previsto todo, todo sin olvidar un detalle, hasta que por fin llegó el día de probarse a sí mismo y bien que lo había hecho. La mesa estaba lista con todos los platos seleccionados, perfectos, deliciosos, dispuestos todos casi a la misma vez, como si fuera un restaurante. Miraba la mesa colmada desde la puerta de la cocina, aunque a sus espaldas aquello parecía un campo de batalla que necesitaría días para que volviera a ser lo que había sido una semana atrás.
Salió apresurado a darse un baño de emergencia mientras devoraba las últimas dos papas fritas que le quedaban en la cocina porque no agarró a aguantarse las ganas mientras las sacaba de la manteca y se las había ido comiendo sin darles el chance de que llegaran a la mesa. Se despojó con apuros de la ropa empapada en sudor y manchada de aceite y se dio un baño corto para que no se le enfriara el almuerzo. Alcanzó a acomodarse el pelo con dos tirones del peine y con el cuerpo todavía mojado se subió el short hasta la cintura, se calzó como pudo las chancletas y salió casi corriendo a sentarse a la mesa, en donde se amarró una servilleta de paño al cuello, agarró los utensilios con las mano y se detuvo el último instante. Solo para darse cuenta de que todo aquello en realidad no era más que otro truco de su cuerpo para que lo siguiera alimentando.
Pero era demasiado tarde y apenas aguantándose la desesperación, comenzó por los frijoles.
La revolución
Tenía ahora 28 años y pesaba casi 700 libras. Luego que murieron sus padres unos seis años atrás, se había sumido en la soledad casi absoluta de su apartamento. Vivía en el apartamento donde había nacido, en el segundo piso de un edificio viejo pero bien mantenido, sin elevador y con una escalera de cajón por donde apenas cabía. Luego que se quedó solo los vecinos al principio habían insistido en visitarlo de vez en cuando pero con el tiempo lo dejaron de hacer porque en las raras veces en que les abrió la puerta nunca se sintieron bienvenidos. La tristeza de la realidad de haber perdido a sus padres se diluyó pocos días después por las noticias de cambio en el país. Muchos habían perdido a familiares y conocidos aquella fatídica semana de protestas nacionales así que el dolor se había distribuido entre muchos y por esa razón era más fácil de comprender pero también más fácil de sobrellevar. A los pocos días vino todo lo demás. El fin de la revolución, la instauración del nuevo gobierno, las nuevas esperanzas, los nuevos políticos y las ilusiones de una nueva vida para todos. Él sin embargo siguió sumergido en su soledad porque el problema con su apariencia desmedida, la razón por la que casi nunca salía afuera, tenía poco que ver con lo que pasaba al otro lado de la puerta de su casa. Extrañaba la presencia de sus padres en aquel apartamento pequeño y los lloró solo y en silencio hasta que todo, afuera y adentro de su casa, volvió a la normalidad.
Luego de los dos primeros años de la nueva neo-revolución, luego de la apertura democrática del país y sus primeras elecciones libres en casi 80 años, todo cambió menos él. Luego que se quedó solo, decidido tirar la vida al abandono y no ocuparse más de su pero ni su apariencia. Una lucha que libraba desde que era un adolescente. A sus 13 años tenía el doble de su peso, para cuando tuvo 20 años ya había superado las 300 libras, para los 25 ya vivía solo y sin ningún problema pasó tan rápido por las 400 que lo vino a notar a las 450, una tarde en que se paró sobre la balanza para agarrar el cepillo de dientes del estante de arriba. A los 27 había trabó la aguja de la pesa al otro lado de la marca de las 500 y desde entonces la había ignorado por completo, empujándola con los pies debajo del estante del baño hasta que la perdió de vista.
Había sido desde siempre la burla de su escuela, la lástima de sus vecinos, la piedad de las maestras, el caso de estudio de sus doctores. Sus padres habían insistido siempre en ver su gordura con los ojos del amor. Las libras que iba acumulando bajo la piel su hijito adorable nunca las alcanzaron a mirar cómo el problema que luego se volvería para su vida social y su salud; sino que las endulzaban con la gracia del adolescente de buen comer y cuerpo de toro. Para cuando alguien se atrevió a decirles en la cara que su hijo lo que estaba era extremadamente obeso, apenas les quedaba alguna autoridad sobre él, así que se limitaron al consejo oportuno y a incitarlo a correr en el parque, lo que él hizo un par de veces para complacerlos, pero solo para luego zamparse media fuente de arroz con leche que le preparó su madre, para que compensara por las calorías perdidas.
El día en que salieron todos a la calle a protestar, artos de las mentiras y las escaseces, él había decidido quedarse en la casa como hacía siempre porque donde quiera que iba la gente lo miraba con asombro y hasta con repulsión. Su padre ya se había largado unos meses antes a vivir con una amante que había tenido de toda la vida y con la que quería vivir ahora a tiempo completo antes de que se pusiera demasiado viejo para tener un amor decente. Así que por aquellos días vivía solo con su madre, que estaba feliz de que por fin aquel pedazo de hombre que le había tocado por marido le hubiera devuelto su libertad. Sin embargo aquel día negro en el país, estaban los dos juntos en la misma protesta porque ambos trabajaban uno muy cerca del otro. El pueblo había comprendido que para eliminar aquel cáncer de sociedad que los oprimía hasta negarles el aire, había que asfixiarlo desde adentro y desde algunos meses antes muchos se habían negado a trabajar, sumergiendo al país en una huelga general secreta, en una protesta silenciosa a la que se habían ido sumando todos, uno imitando lo que hacía el de al lado y sin decir ni preguntar nada. Pretendían trabajar pero no terminaba nadan, no producían ni arreglaban nada, nada estaba en tiempo o mal hecho a propósito, ocultos además por la complicidad de sus jefes que estaban también artos.
Seis meses después no había comida, transporte, electricidad, ni tan siquiera agua, todos los lugares estaban sucios, incluso los hoteles de turistas. Nadie recogía la basura de las calles, las escuelas estaban abiertas pero no enseñaban, los hospitales solo aceptaban casos graves aunque no tenían ni medicina ni electricidad. Nadie decía nada y aguantaban y aguantaban hasta que el gobierno se volvió una fiera frente a tal desobediencia y multó, castigó, encarceló, asesinó, sin poder ponerle fin a aquella protesta fantasma.
Como último recurso habían acudido a las promesas. El general que fingía como presidente desde que él último monigote de la familia real se había largado del país en una lancha a vivir de las promesas de casa, protección y dinero que le hicieron los americanos, quienes pensaban que con ello terminarían con la dictadura. El general en su desesperación se atrevió a retar a los revolucionarios a que salieran a las calles a reunirse en las plazas, pensando que con ello terminaría la huelga. Y salieron todos pero no ha apoyar al sistema sino que se concentraron en las plazas de cada ciudad en silencio, sin aplaudir, sin hablar, apenas sin mirarse los unos a los otros. Se reunieron como almas sin vida, inertes, miles de ellos, sin escuchar, plantados sin decir nada por dos noches con sus días hasta que el ejercito los sacó a tiros, matando e hiriendo a muchos de ellos, lo que provocó en la Florida una protesta tan grande que no le quedó a los Americanos otro remedio que tomar cartas en el asunto, mostrando sus barcos de guerras en el horizonte y sus demandas al gobierno a abandonar del poder. Y al pobre general, sin soldados que mandar ni pueblo que lo siguiera, se escondió con su camarilla en la embajada de Corea del Norte en la Habana, de donde los sacaron unas semanas después y los deportaron a España para protegerles las vidas.
La noticia de que sus padres habían muerto la escuchó en el noticiero de la televisión dos días después del suceso, junto con un montón de otras más de edificios ardiendo, éxodo de gente robándose hasta los barcos mercantes y ejércitos de reclutas abandonando el servicio y huyendo de sus unidades. El país por aquellos días se había sumido en el caos, que no fue peor porque apenas quedaban voces que defendieran aquel negocio mafioso en que se había convertido la administración de la Isla.
El programa especial de la televisión que comenzó con el discurso del general en la plaza y que fue televisado a todo el país, no había parado desde aquel día, aunque había ido cambiando el tono a medida que iba ganando libertad para tener su propia opinión. Fue allí que leyeron el nombre de todos a los que habían identificado como fallecidos en las protestas y allí descubrió él que su padre no estaba preso, como sospechaba; y que su madre no esta escondida en las oficinas de su empresa, como tenía en las esperanzas. Su tío vino a acompañarlo aquella misma noche pero él se encerró en el cuarto porque no quería ser la lástima de los demás y allí estuvo hasta que el hambre lo sacó de su habitación tres días después, para encontrarse la mesa, el piso de la sala y el contador de la cocina colmados de comidas frías y panes tiesos que le habían traído los vecinos.
Las dietas
Siempre había sido de buen comer y le era completamente imposible aguantarse las ganas o hacer cualquier dieta que estuviera de modas por entonces. Las había probado casi todas. La de la Luna, con sus ciclos mensuales de ayuno que sobrevivió entre meriendas de emergencia y durofríos de limón de 10 centavos que compraba en el solar de la esquina cuando bajaba a votar la basura. Otra fue la dieta del Keto y su penitencia amarga, sin azúcar ni pan, sin espaguetis ni papas, que aguantó por dos días, amarrado por un tobillo a la pata de la cama para no escaparse a la cocina en medio de la noche. En los años que vivió con sus padres les pedía a los dos que no comieran en frente de él y hasta que lo encerraran en su cuarto con llave por fuera, para poder aguantarse el hambre, llorando sobre el suelo del cuarto en silencio por su falta de voluntad, con un orinal de plástico azul para no tener ni que usar el baño. Luego sobre las 6pm su padre le habría la puerta muerto de risa, para verlo salir sin respeto hasta la mesa servida y comerse de un zampazo toda la comida que se había ahorra durante el día.
Había probado la dieta macrobiótica, la de la zona, la dieta vegana, la del gato, la osa mayor, la osa menor, la musulmana, la del grito ¡Ahhhhhh!... Había fallado con todas, incluso con las que se inventó por sí mismo, como aquella que había llamado ¨la monotemática¨, comiendo solamente arroz blanco sin nada más que agua, al estilo chino, pegajoso, inodoro, sin sal ni aceite. Un arroz blanco empegostado que no sabía a nada pero que él se comía parado frente a la olla eléctrica con la espumadera plástica recién estuviera listo, e incluso antes; quemándose la lengua, echando humo por las orejas, pero comiéndoselo con verdadera devoción, porque no podía aguantarse el hambre que sentía para entonces. Cada día se comía tres de aquellas ollas de arroz, prometiéndose al final de cada una que era la última.
El encuentro
Si antes tenía la ayuda de sus maestros y familia para ayudarle en su empeño, desde que vivía solo había decidido dejar de pelear el hambre y comerse todo lo que apareciera a su alcance hasta que un día reventara o se muriera de una embolia mientras dormía, que era su más secreta esperanza para ponerle fin a aquella vida sin sentido. No podía trabajar porque no cabía en las sillas con brazos. En su casa se sentaba en el sofá, que había cedido hasta tocar el fondo con los muelles del cojín. Lo mismo había sucedido con la cama, que apenas lo sujetaba con sus patas macizas de caoba. El colchón estaba hueco en el medio por la falta de guata, que bajo la presión de sus glúteos y su vientre se había ido retirando hacia ambos lados, dejando los palos que lo sujetaban debajo completamente a la intemperie y que él cubría ahora con un salvavidas de hemorroides que había encontrado en el closet, cubierto por un par de toallas del baño.
Tampoco podía mover muy bien aquel cuerpo desmesurado. Sus brazos se le habían vuelto inútiles, sus manos apenas las podía cerrar o sujetar con ellas cualquier cosa. Sus piernas estaban separadas por la cantidad de carne que había crecido entre los dos muslos, lo que le impedía mantener un buen equilibrio o caminar en línea recta. Las movía como si estuviese caminando por dos canteros de un sembrado, pidiéndole permiso a una para desplazar la otra. No cabía por las puertas del ómnibus, ni tampoco en los asientos de adentro a menos que fueran dobles. Ni tan siquiera en los bancos del parques, ni en las máquinas de alquiler, ni en los zapatos o los pantalones, ni tampoco podía leer bien porque no podía meter el ancho de su cara por entre las patas de sus espejuelos. Todo eso sin mencionar la vergüenza que le quedaba de sexo debajo de la vejiga. Apenas un prepucio encogido que no le servía de nada, ni para orinar, porque el pellejo que lo cubría regaba el líquido maloliente por todas partes como una regadera, chorreándole el orine por las piernas, bajándole por los pies hasta el piso en vez de salir disparado y recto dentro del inodoro, en donde se sentaba sin asiento, porque parado no podía alcanzar el rabo con sus manos.
Por todo eso evitaba salir. Solo lo hacía a la consulta del médico o cuando no le quedaba nada más que comer. Siempre esperaba hasta tarde en la noche para sacar la basura o para caminar por el parque de la avenida. Era la hora en que habían menos personas afuera y la escalera estaba desierta a esas horas. Cuando él estaba usando las escaleras nadie más podía usarlas. Él cabía pero solo apenas entre el pasamanos de un lado y la pared del otro Y si se ponía de lado era la misma historia. Apenas quedaba espacio libre para pasar en frente de él. Su barriga hinchada, desplomada sobre sus piernas ocupaba todo el espacio sobrante hasta el otro lado, lo que dejaba espacio solamente para que pasaran niños valientes. Por eso, encontrarse a alguien en la escalera era lo más bochornoso del mundo para él. Los vecinos lo veían venir y daban la media vuelta, y bajaban o subían hasta el otro piso para dejarlo pasar, y él les pasaba por delante cinco minutos después sin alcanzar a mirarles la cara, ignorándolos para sobrevivir la vergüenza aunque muchas veces alcanzaba a darles las gracias. Todos ya habían probado a compartir el espacio de la escalera con él, y en donde normalmente se pasaban dos personas sin problemas, con él era demasiado estrecho y a veces imposible. A eso además había que sumar, que subiendo o bajando, lo hacía tan despacio por la cantidad de energías que le demandaba, que normalmente venía empapado en sudor y oliendo a ejercicios.
Una noche ya pasadas las 12 decidió bajar a botar la basura porque la jaba que tenía en la cocina llevaba tres días llena de sobras y no podía demorarse un día mas para sacarla. Además, llevaba casi una semana escondido en su casa. Abril estaba ya caluroso pero el aire fresco de alguna tormenta por llegar hacía que el clima de la ciudad se volviera en aquella noche un poco más soportable que el vapor de costumbre. Con la jaba en una mano bajó lentamente las escaleras hasta la entrada del edificio, seguro de que no encontraría a nadie a aquellas horas. Un aire batiente del sur convertía el silencio de la ciudad en un pueblo desconocido. Pensó en sentarse en la orilla de la acera a disfrutar el fresco, pero miró el contén como si estuviera a cientos de millas de sus posibilidades de llegar hasta allá abajo. Listo para volver a su escondite, tomó un último aliento, abrió la puerta del edificio y entró mientras pensaba otra vez en el fastidio de la escalera.
No hizo más que empezar a subir la primera ronda hasta el primer caño, a mitad de camino entre la planta bajo y el primer piso y la sintió venir. Ella venía con prisa, volando sobre los escalones, que resbalaban bajo sus zapatos a un ritmo bien acompasado. Había ido a estudiar para un examen de medicina con su amiga de la escuela y entre una cosa y otra, estudios, chismes y la última serie de Youtube, se le había hecho demasiado tarde para un Domingo en la noche.
Él pensó primero que era el chiquillo del tercer piso bajando apresurado para salir a jugar, pero luego se dio cuenta que era más de la media noche. Tenía toda una estrategia diseñada para aquellas situaciones inevitables. Cuando sentía venir a alguien, lo primero que hacía era detenerse. Bajaba la cabeza para evitar el contacto con la otra persona y esperaba con la vista en el piso pacientemente hasta que el otro decidiera qué era lo que prefería hacer. Si la otra persona se volvía, él seguía subiendo o bajando hasta llegar al siguiente piso, pero si en el peor de los casos la otra persona insistía en pasar, entonces se comprimía contra la pared todo lo que le era posible, exhalando hasta la última gota de aire que le quedara suelta adentro, lo que acompañaba con la mejor de una sonrisa tímida pero evitando cualquier comunicación, son sus ojos en la nada, como si estuviera ciego, como si le fuera a doler después.
Cuando ella lo encontró en medio del camino, justo luego del último descanso antes de salir a la calle, se quedó paralizada sin saber qué hacer. Los vecinos ya estaban acostumbrados a aquella situación pero para ella aquel obstáculo en el camino era algo inesperado. Él se había detenido como ya tenía por costumbre y puso en práctica su código silencioso, un protocolo previamente establecido entre todos los que lo conocían. Pero cinco largos segundos después ella no reaccionaba. Seguía parada delante de él, tres escalones hacia arriba, sin moverse ni decir ni una palabra, mirándolo asombrada, preguntándose sin quererlo como alguien podría vivir dentro de aquel cuerpo de elefante.
La escalera, que se empinaba hasta el quinto piso, tenía algunas secciones que estaban en penumbras entre dos luces distantes, pero en general estaba bien iluminada todo el camino y aquel tramo en donde estaban parados no era la excepción, había luz suficiente para poder ver con toda claridad que estaban trabados y que a menos que uno de los dos hiciera algo, lo estarían toda la noche.
Sin atreverse a levantar la visa para no encontrarse con la mueca de reproche de la otra persona, él seguía parado en la escalera, tratando de comprender por los movimientos de la otra persona cual sería su próxima jugada, pero ella seguía sin decir nada, con una mano en la pared y la otra en la baranda como si pretendiera saltarle por encima, tratando de encontrarle una solución a su prisa. Sin saber que hacer él fue subiendo la cabeza hasta que los zapatos de ella aparecieron por debajo de sus cejas y calló en la cuenta de que no le parecía haber visto aquellos zapatos nunca antes.
La hora, el silencio y la curiosidad le hicieron seguir recorriendo sus piernas hasta la falda de su vestido, los contornos de su cintura, el lazo ceñido escondido detrás de sus libros, sus pechos vírgenes y finalmente la cara mas dulce que jamás se hubiera imaginado a aquellas horas, que al chocarles los ojos y a pesar del apuro, cambió de tormento a la mejor de las sonrisas; que involuntariamente se le fue convirtió a ella en compasión, también porque él alcanzó a sonreírle también y ella sintió lástima por aquel muchacho que vivía prisionero dentro de aquel cuerpo monstruoso, que la miraba de detrás de la tristeza, como disculpándose de existir.
Ella dio el primer paso y él inmediatamente comprendió su jugada. Sé pasaron sin rosarse. Él se apartó como pudo, empujando la pared con su espalda y abriendo los brazos como un vencido, encogiendo sin lograrlo el estómago de bolsa, que se sujetaba con el cinto para que no se le fuera a derramar sobre los pantalones. Ella no dijo nada, con su sonrisa cortes, se escurrió por el pequeño espacio que quedaba delante de él, entre su cuerpo y la baranda de metal, sin apenas rosarlo. Pasó ligera, como un instante, suficiente para que lo deleitara la brisa que levantaba la cola de su pelo, el aroma de un perfume de colonia suave que él no logró identificar y sobre todo su cara, sus mejillas centelleantes y su boca dulce, que le pasó apenas unos centímetros de su cara sudorosa y desaliñada por el esfuerzo de vencer el impuesto extra que la gravedad le imponía a los obesos.
Como mismo había llegado la vio desaparecer escaleras abajo, con su vestido hinchado por el aire como si fuera un paracaídas, su pelo danzando de un lado al otro y sus manos en el aire, aguantando un par de libros en equilibrio mientras los escalones sonaban bajo sus pies a la misma velocidad que el corazón que dejaba detrás. Habían estado tan cerca y a la vez tan lejos… Le hacía tanta falta a uno de ellos el regalo de tener consigo una criatura como aquella, que no podía evitar estafar cualquier minúsculo deseo que la otra parte pudiera tener por el otro. Era todo él contemplando deslumbrado y por primera vez aquel hueco que tenía en el alma, cubierto con mentiras; profundo, insalvable, pero tan necesario.
No fue hasta que se cerró la puerta del edificio que volvió a la realidad de su escalera. Sin saber que era aquel vacío que sentía en el pecho, terminó por acomodarse en el caño donde ella había estado parada hacía unos instantes, para registrarse el alma en busca de alguna esperanza que todavía pudiera rescatarlo. Estuvo sentado allí por dos horas, sin atreverse a mover, sin querer llegar a ninguna parte, sin atreverse a respirar, sin poder subir, sin saber bajar, incapaz de volar, pero soñando con aquello que le faltaba tanto y que justo le había pasado por al lado.
- ¿En qué momento de mi vida me quede sin esperanzas ?, se preguntaba en silencio.
Le pasaron por encima dos de sus vecinos sin que él alcanzara a importarle. Uno de ellos, una camarera llamada Luisa que siempre regresaba del trabajo pasadas las doce. Venía cansada y le preguntó casi sin ganas si se sentía bien. Él le respondió que sí, sin querer envolverse demasiado. Entonces ella le pasó el fondillo por la cara y le saltó sobre una pierna, para continuar subiendo a su apartamento.
El otro fue Fariñas, un viejo cascarrabias vestido de miliciano que voluntariamente cada noche hacía la guardia del comité, sentado en el escalón de la puerta de la zona, sin querer admitir que los comunistas se habían ido todos al carajo y que ya no habían ni ideales ni chivatones que defender. Lo que había sido el local de la Zona años atrás, resultó ser el apartamento de unos viejos gusanos, que no hizo más que llegar el comunismo a la Isla se largaron a vivir al norte, y ahora la hija de ellos le alquilaba el espacio a unos Chinos que vendían todo tipo de boberías las 24 horas del día. Fariñas, como si estuviera defendiendo la dignidad perdida, pasaba la noche en el escaño, anotando en una planilla los nombres de cualquier que entrara a la tienda, aunque la gente se reían de él o le daban un nombre inventado. Enamorado de su revolución, no perdía el chance de decirle a cualquier que Fidel había sido un santo y hasta te cantaba automáticamente el Himno Nacional si lo saludabas como a un soldado.
Al pasarle por encima sin muchos cuidados le dijo - Gracias a Fidel estas todavía vivo, así que empínate -, luego de ajustarse sus espejuelos de pasta para poder ver quién era aquel que estaba sentado en la escalera.
Con ninguno de los dos levantó la vista del piso ni le importó estar en el camino. Seguía pensando en ella y en lo lejos que estaba de encontrar a alguien como aquella muchacha que lo pudiera amar. Por primera vez se sintió perdido, sin futuro. Hasta aquella noche todo su propósito en la vida había sido complacer a su estómago voraz y pasar el tiempo arrepintiéndose de aquella cosa en que se había convertido. Nunca consideró que le hiciera falta el amor o buscar compañía, en su estrategia de supervivencia. Nunca sintió que le faltaba alguien, de hecho le sobraba gente a su alrededor. Se consideraba inmune al cariño, alérgico a la compañía, y ahora allí en la escalera, de repente y en una noche ordinaria como cualquier otra, había comprendido de un tirón que estaba solo y además perdido, olvidado y probablemente insalvable. Miró escaleras abajo y cada vez la veía volar con su vestido inflado, indiferente, corriendo a algún lugar, huyendo de él. Miraba escaleras arriba y la veía venir como nunca la vio, apurada, con sus piernas veloces y sus tenis blancos, hasta que la encontró parada frente a él. Y la miraba, una y otra vez pasar delante, rozándolo con sus manos, su cara tan cerca de su cara, su olor a violeta cada vez que cerraba los ojos sentado en la escalera.
Le tomó un par de horas pero al final se paró como pudo y regresó a su apartamento, oliendo en el camino cada escalón como un perro, a ver si lograba descubrir de donde había salido aquel ángel de la escalera, pero en la puerta de su casa decidió entrar al apartamento porque igual le había perdido el rastro a su perfume. Ella era seguramente la amiga de la flaca del tercer piso, aquella muchacha estirada de cabello negro y rizo, que siempre lo miraba con asco, como para que él no fuera ni a atreverse a hablarle. Su madre le regalaba de vez en cuando alguna golosina que le traía a la puerta de su casa, pero él sospechaba que era más para tener algo bueno que contarle a los vecinos que por su buen corazón.
Hundido en el sofá, en medio de la penumbra de la noche, descubrió por primera vez que no tenía apetito. Le quedaba sobre la mesa las sobras de la cena que había salvado para el hambre de la media noche, pero la miró sin ninguna intención de comérselo. Aquello que sentía era peor que el hambre, era un desconsuelo, un desahucio que no sabía cómo resolver.
- Al menos para el hambre tengo comida -, pensó.
Se paró del sofá con las luces del día porque se estaba asfixiando, no solo por el calor sino también porque se sentía atrapado. Recordó una botella de ron que tenía a medio tomar en algún lugar del cuarto. Alguien se la había regalado por uno de sus cumpleaños pero había sido tanto tiempo atrás que ni recordaba quién ni en donde estaba. Con un giro bien perfeccionado, sacó su cuerpo del hueco del cojín hasta quedar en cuatro patas sobre el piso. De allí se volteó otra vez y se fue incorporando sobre sus pies hasta que finalmente estaba parado en un equilibrio dudoso. Camino a su cuarto encontró su guitarra recostada al montón de libros que tenía sobre el piso al lado de la puerta del baño. De pasarle por al lado cada día se le había vuelto nada más que un obstáculo de tantos que habían en todas partes. Le acarició las cuerdas con un dedo como si fuera la piel de un perro y ella le respondió fielmente con la mejor de sus seis notas desafinas, perdonándole instantáneamente todos sus olvidos, con esa gracia que tienen los objetos de despabilarse sin recordar nada.
Los libros eran casi todos autobiografías, asuntos políticos, económicos, apenas si tenía alguna novela o ficción. Los había ido acaparando con los años desde que era un estudiando en la secundaria. La montaña de colores se alzaba sobre la pared sin orden ni sentido, subiendo y bajando en columnas de diferentes tamaños, como si la misma naturaleza los hubiera puesto allí con el vaivén caprichoso y lento de la coincidencia.
- Si me hubiera leído al menos la mitad de ellos hoy sería un sabio -, se dijo con pesar; como quien asume la fatalidad del tiempo perdido.
Poniéndole cuidadosa atención a sus títulos, trató de distinguir alguno de entre el montón de lomos asombrados que se encogían sorprendidos detrás del polvo, pero tal pareciera que aquellos libros ni tan siquiera fuesen suyos, porque apenas si alcanzaba a reconocer a alguno en particular. Recordaba aquellos días en que le interesaba el acontecer mundial, las relaciones internacionales, recordaba sin demasiados detalles las discusiones con sus amigos y los profesores de la escuela sobre temas importantes del periódico y hasta su ambición de estudiar periodismo o historia; sin embargo la comida y el peso de su cuerpo se le fueron volviendo sus mayores obstinaciones y al no poder vencerlos ni ignorarlos, los había dejado reinar en sus días sin competencia, sin razones y sin excusas, como un borracho hace con el alcohol o un adicto con su droga favorita.
La botella de ron no estaba en dónde la imaginaba y casi de casualidad la encontró en el cuarto de sus padres, a donde no entraba nunca. Estaba olvidada sobre la cómoda de su madre, como si fuera otro de los pomos de perfume que habían quedado sin uso luego que ella murió. La cama de sus padres estaba justo frente a la cómoda, sobre la cual había un espejo largo, alto, ancho, donde cabía cómodamente toda su obesidad de una vez.
Se sentó a los pies de la cama y sin atreverse a encontrarse en el espejo, ignoró todo lo que pudo la sombra enorme que lo llenaba. Evitaba los espejos con el mismo esmero con que evitaba las balanzas, para no enterarse de su peso real ni de su apariencia; porque no había nada que pudiera hacer acerca de su aspecto, su talla o su peso, que solo lo hacían sentir mal e inútil.
Era solamente cuando visitaba el doctor del policlínico que no le quedaba más remedio que chequear sus medidas, pero el doctor siempre le pedía, evitando muy profesionalmente que se le escapara algún rastro de desaprobación en el rostro, que bajara hasta el sótano del policlínico para que se pesara en la balanza de mantenimiento, que era la única que podía subir hasta la media Tonelada. Nunca dejaba que el electricista del policlínico, que era en donde estaba la balanza en el sótano, le dijera cuando había marcado. Mantenía su vista alejada del brazo de la pesa y cuando este terminaba, le pedía casi en súplicas que se lo anotara en un papel para llevárselo de vuelta al doctor, y el papel le iba quemando la mano todo el camino en el elevador hasta el tercer piso, que luego abría con trabajo frente a la enfermera y ella, ya acostumbrada a aquella situación, lo tomaba con la punta de sus uñas y le decía que esperara afuera su turno. Luego ella tiraba el papel en la basura y llamaba a mantenimiento para que le dijeran el peso, porque el papel estaba siempre empapado de sudor, con la tinta desparramada y completamente ilegible. Él no lo sabía pero estaba por encima de las 700 libras.
Tomar alcohol no era para él como con la comida, y además el médico se lo tenía estrictamente prohibido para evitar que le siguiera sumando libras a su talla y daños a sus órganos. Quizás por eso aquella botella se había quedado en aquel cuarto sin que nadie la molestara ni le echara de menos, aunque no recordara como había ido a parar allí. La destapó sin trabajo, observando a la Giraldilla entre sus dedos, que le recordó otra vez a la muchacha de aquella noche en la escalera, que para ahora había casi olvidado, entretenido en re-descubrirse a sí mismo.
Con la botella en la mano, le contempló una vez más la etiqueta como si se tratara de una medicina desabrida pero necesaria. Se la acercó a la nariz para estar seguro que aquel líquido oscuro de adentro todavía estaba en buen estado y finalmente, aguantando la respiración para evitar el sabor abrasivo del alcohol, se la empinó en un trago largo que le bajó hasta las entrañas, cocinándolo por dentro al pasar. Le supo a escarmiento el estupor del líquido bajándole por el esófago pero alcanzó a darse otro trago para evitar el desconcierto que le había causado el primero y luego otro que le fue mas placentero que los dos primeros y luego otro, hasta que mirarse en el espejo se le fue haciendo mas fácil y comenzó por entre las luces que llegaban de afuera a distinguir los rasgos olvidados de sí mismo.
La cómoda estaba como todo lo demás, cubierta de un manto de polvo que de amontonarse lo volvía todo vetusto. La cama todavía tenía la sobrecama con que su madre la cubrió la última vez. Perdidos bajo el polvo estaban sus aretes, su cepillo con los pelos enmarañados en sus dientes, un par de ganchos torcidos, un lápiz de ceja marrón, una cajita de música de cuerda que muchos años atrás ella le tocaba a él para que se durmiera en su cuna. Todo estaba como siempre estuvo, como él involuntariamente lo había ignorado por años, como si aquella habitación no existiera.
Se empinó otro trago y el alcohol lo fue lentamente convenciendo de que tenía que encontrarse con él mismo si quería cambiar su vida, sin embargo y a la misma vez se fue dando cuenta que no le servía de nada encontrarse con quien realmente era si con la ayuda del alcohol dejaba de importarle. Le pareció irónico que no lo estuviera haciendo ni por él, si no por aquella muchacha de cola de caballo de la escalera a quien ni tan siquiera conocía. Miró el contenido de la botella a ver si le quedaba suficiente para saltar al otro lado de sus miedos y cuando comprobó que tenía suficiente, fue detallando en la vidriera al espejo de su vida, que lo miraba de vuelta con la misma paciencia con que miran a los clientes los cantineros de un bar.
A un cuarto de terminar la botella eran casi las cuatro de la mañana. Era usual para él pasarse la noche despierto porque igual en el día no tenía nada más que hacer y no dormir en la noche lo ayudaba a soportar el aburrimiento diario del día siguiente. Muchas veces en las tardes lo despertaba el vecino de al lado, que de vez en cuando le tocaba a la puerta cuando volvía del trabajo para saber si estaba bien, o vivo. La mayoría de las veces se pasaba la noche en el balcón cogiendo el fresco de la madrugada, mirando cualquier cosa en la internet de su teléfono. Algunas veces, en la misma salida a botar la basura, se iba a caminar al parque en la madrugada; aunque luego que muy pocos tenían trabajo se había destapado una hola de bandoleros nocturnos que por un teléfono celular te podían serruchar el cuello.
Para cuando comenzaron a salir las primeras claridades del día ya estaba completamente borracho. Había abierto una de las gavetas y con un brazo había empujado adentro todas las mierdas que estaban encima de la cómoda, como si hubiese comenzado a limpiar de memorias su pasado. Se miró en el espejo por primera vez en años. Se miró en detalles las marcas de su irresponsabilidad, su falta de control, buscando en la imagen las causas de aquella pesadilla de la que no sabía cómo despertar. Tropezando, encendió la luz del cuarto para verse en todos sus detalles. Sé miró las manos obesas, los brazos gigantescos; se quitó la ropa y se subió en la cama para verse todo el cuerpo. Las marcas de sus muslos negros de rasparse el uno al otro al caminar, su abdomen deformado, los salvavidas de su cintura, sus pechos hinchados de la mujer que no era, y hasta trató de burlarse de sí mismo haciendo poses de físico-culturista si no hubiera sido porque la cama no alcanzó a soportar un instante más la presión de su peso y el bastidor de cuerdas de acero cedió, reventándolas en el centro, haciendo que el colchón se hundiera, tragándoselo con el, como un animal enorme que lo quisiera devorar vivo. Con la botella todavía en la mano, se la empinó una última vez mirando el techo encendido allá arriba, inalcanzable, sin poder llorar pero sin poder entender su vida, hasta que el ron le remendó las razones y se quedó dormido como un naufrago, hundido en aquel hueco, agotado de lo largo del camino sin porvenir.
La Resaca
Doce horas después despertó, sorprendido de lo confortable que había estado la cama aquella noche. Estaba gris, cubierto de todo el polvo que se le había posado encima mientras dormía al salpicar de la cubierta cuando se quebró la cama, cayendo sobre él mientras dormía. No hizo más que moverse y comenzó a estornudar el polvo revuelto en su nariz. Tal parecía que había estado tirado allí por cientos de años. Con la botella vacía todavía agarrada de su mano, recordaba que había estado tomando la noche anterior pero no recordaba qué había sucedido con la cama ni porqué estaba en cueros. Todo estaba mojado porque se había terminado por orinar de tantas horas acostado. Con mucho trabajo se fue resbalando del hueco encharcado hasta que se dio la vuelta y se salió del colchón y calló en el piso, produciendo otro estruendo enorme. Sentía una resaca que apenas lo dejaba mantenerse en pie, pero a cuatro patas alcanzó a llegar hasta el baño, en donde estuvo sentado la taza por casi otra media hora.
Luego que vomitó una última vez el agua que le quedaba adentro del ron de la noche anterior, estaba débil, sentando en el piso del baño, mareado, con el estómago asqueado, sin fuerzas para nada más, hasta que terminó por acomodarse vencido sobre el piso sin saber que hacer para cambiar su vida pero decidido a intentarlo.
( el inicio de la dieta )
Aquella misma tarde utilizó los desabríos de su estómago para comenzar otro estilo de vida. Se bañó lo mejor que pudo, se afeitó y se dispuso a leerse el primer libro del montón. Luego que se preparó una merienda muy simple de yogurt y 2 galletas de chocolate. Caída la noche comenzó por recoger el reguero de basura que tenía en su apartamento y planeó sin saber cuando limpiar el cuarto de sus padres sin saber tampoco que haría con el. Sentado de vuelta en el sofá, miraba su computadora mientras se aguantaba para no seguir comiendo. Se entretenía haciendo planes de cuántas libras pensaba perder en cada semana y cuánto tiempo le tomaría. Sería como un año, dedujo, dispuesto a intentarlo una vez más pero sin estar seguro de si lo conseguiría. Una mujer gritó afuera de su balcón y se le ocurrió que quizás un día volvería a ver a aquella muchacha afuera, pidiendo la llave de la puerta para entrar. Se asomó sin esperanzas y en efecto no era ella. Probablemente nunca más la volvería a ver, pensó rastreando la calle con la vista. - Incluso si tuviera el chance no me servía de nada que ella me volviera a ver así -, se dijo en silencio.
- Me aguantaré un año - , se dijo decidido, - para terminar con mi soledad. Pensaba en esconderse de todos hasta que pierda peso y luego los sorprenderé con su nuevo aspecto y mi nueva vida. - Bajaré de peso, haré ejercicios, me buscaré un trabajo, nuevos amigos, quizás hasta regrese a la escuela -, se decía a sí mismo. Incluso se le ocurrió alquilar el cuarto de sus padres, no solo por el dinero sino también por la compañía.
Calló en la cuenta de que si lograba perder todo el peso que le sobraba, para entonces le sobraría también mucho pellejo que se tendría que cortar, pero no dejó que eso le preocupara ahora mismo. Lo consultaría con el doctor en el momento adecuado, a ver cuánto costaban ese tipo de operaciones estéticas. Sabía de lo difícil que le era hacer dietas, porque como ahora mismo, luego que la resaca había ido cediendo, comenzaba a sentir un hambre que apenas le dejaba pensar.
Pasó dos días sin comer nada, o casi el mínimo. Una tortilla de un huevo, una tostada y una limonada con poca azúcar eran su dieta diaria, todo un récord para sus estándares habituales. Cada vez que pensaba meterse algo en la boca que no estuviera en dieta la muchacha de la escalera se lo impedía con su sonrisa, como si fuera su ángel de la guarda. Sin admitirlo, se pasaba la noche con su atención puesta en la puerta del edificio, pensando que desde el balcón podría volver a verla entrar o salir y hacerse de esa manera una idea de su itinerario. Podría ser que estuviera equivocado y aquella muchacha tuviera alguna otra relación con su edificio y quizás hasta lo visitaba frecuentemente.
Se leía los libros sin apenas mirarlos, usándolos como un pasatiempo para mantener entretenidas a sus ansias. Aprendió a armar con los ojos cerrado un cubo de Rubik que encontró en una gaveta, con los pasos explicados por él mismo años atrás, en un papel amarrado al cubo con una liga. Cuando no leía probó a tocar la guitarra acostada sobre sus piernas, como si fuera una cítara china. Se entretuvo zurciendo un par de pantalones que había reventado al tratar de doblarse. Con la guata del colchón roto de sus padres intentó rellenar el hueco del suyo, pero fue una tarea imposible porque el contenido del colchón se seguía rodando cada noche con su peso y amanecía cada día hundido en medio del hueco como una bisagra a medio cerrar mientras toda la guata se escurría cobarde hacia las esquinas del colchón, formando montañas a su alrededor. Incluso comenzó a escribir un diario de como se proponía cambiar el rumbo de su vida, pero casi nunca tenía la valentía de terminarle las sentencias aunque la mayoría de las veces supiera lo que quería decir; pero la vergüenza casi nunca lo dejaba contarse las verdades a sí mismo. Y así resistió una semana y media, vigilando cada noche desde el balcón a la muchacha de la escalera, pensando si alguna vez alcanzaría acaso a saber el nombre de aquella por quién se sometía otra vez a dietas criminales que nunca le habían funcionado, pero sobre todo comprometido consigo mismo a bajar de peso y a darle un vuelco a su vida.
A inicios de la tercera semana el hambre amenazaba con sepultar sus planes de una nueva vida bajo los escombros de su flaqueza. Aquella mañana había soñado con comidas, con platos exquisitos de las cosas que más le gustaban. Se había imaginado sumergido hasta el cuello en una sauna de frijoles negros como aquellos que le preparaba su madre. Se imaginó dorándose al sol, acostado sobre el arroz amarillo con pollo de la vecina de abajo, que por demás nunca tuvo nada de especial pero era uno de los platos más añorados de su infancia. Volteó la cabeza en la almohada y se encontró dando brincos por el aire, saltando como en un colchón sobre la natilla firme de la vecina del cuarto piso que había recogido el día anterior de enfrente de la puerta; y terminó por abrir asustado los ojos, pensando que se hundía lentamente y sin remedio dentro de un mar de gelatina de fresa, hasta que despertó con un apetito que le hizo saltar de la cama.
Tenía tanta hambre que por primera vez podía empujarse los costados de la barriga con un dedo y sentir la punta de las costillas debajo. Trató de llegar hasta el baño pero se sentía débil, distraído. Su estómago no estaba feliz con su decisión de irlo vaciando lentamente y se lo estaba dejando saber. Aquella era una sensación distinta, era un hambre vacía, inusual, enfermiza. El hambre se le había convertido aquella mañana en preocupación.
Parado frente al espejo del baño se encontró con la misma cara redonda de aquella primera noche en la cómoda de su mamá. Había perdido para entonces diez libras y aunque no era mucho ni lo podía sentir, un pantalón corto, de los pocos que le servían, se le había rodado de la cintura la noche anterior luego que terminó de bañarse, y aquel pequeño detalle le dibujó una primera sonrisa en el rostro, aunque una buena parte del milagro fue porque estaba roto en la pretina por los excesos a que lo había sometido anteriormente. La costura de atrás había cedido a la presión de su abdomen, pero de cualquier manera estaba midiendo sus progresos a como vinieran.
Su primera consulta de obesidad luego del encuentro con la muchacha había sido justo 4 días después, demasiado cerca de aquel día para notar ningún cambio, y si bien el médico notó que no había subido de peso tampoco había tenido tiempo para perder cualquier cantidad que la pesa de mantenimiento pudiera notar. Esforzado por cambiar su vida se atrevió a pedirle a su doctor que lo ayudara a conseguir un trabajo en el policlínico, que luego de varios días se convirtió, con la ayuda del esposo de otro paciente del doctor, en una oportunidad de panadero nocturno.
Al principio le pareció perfecta por la hora inusual y el trabajo adentro de la panadería, pero luego la declinó porque la administradora del lugar insistía en mirarlo con los ojos del asco, como lo miraban casi todos a través de sus propios ojos. Él por su parte, caminaba por la panadería escuchando sus instrucciones, sudando frio y agarrándose de las mesas para no saltarle encima al pan recién horneado sobre las bandejas de los estantes, una de sus comidas favoritas. Al final y sintiendo que no podría aguantarse oliendo aquellas delicias doradas todas las noches, declino la oferta de trabajo.
Trató de trabajar en una imprenta, que ocupaba el espacio del garaje en un edifico de apartamentos no muy lejos de la casa, pero él simplemente no cabía en aquel lugar. Al segundo día de estar allí, estaba tratando de alcanzar un pedazo de cartón que se había caído entre dos linotipos y se trabó de tal manera entre las dos máquinas que tuvieron que mover una de ellas con una carretilla para poder zafarle la cintura, sumergida como plastilina entre los tornillos de las máquinas. El encargado de la imprenta rascándose la cabeza le explicó que aquel lugar no era ideal para él y que lo llamaría en cuanto tuviera otra oportunidad en otra de las instalaciones, pero jamás lo hizo.
Muchas de las noches de desaliento en que no sabía que más hacer con su aburrimiento, se subía a la azotea a distraer su apetito y a tomar el aire fresco que llegaba de la bahía. Sentado en el muro se preguntaba si alguna vez podría tener una vida como aquellos de allá abajo, si alguna vez podría volver a caminar entre ellos sin que los demás se apartaran de su camino o se burlaran de él. Se imaginaba de la mano con una muchacha que lo quería y que disfrutaba de su compañía y de su apariencia. Veía al bus doblando la esquina y al taxi arribando para recoger a alguien y recordaba la última vez que pidió un taxi en la aplicación de su teléfono, que el taxista al verlo siguió de largo y al doblar la esquina canceló la carrera. Miraba las estrellas nítidas entre el manto negro del cielo y cada una le recordaba la cara de aquella muchacha que lo tenía pensando en el futuro y haciendo dietas, preguntándose con la vista perdida entre los edificios de la ciudad en donde podría vivir ella.
Ya en la cuarta semana se había mal leído los mejores libros de su colección personal. El imperio Romano se había fracturado en pedazos hasta desaparecer por su propia avaricia, el Otomano había cedido a las presiones de la guerra mundial, el comunismo se había instaurado en Europa de la mano de Stalin, los Judíos se habían mudado a Israel, incluso su isla se preparaba de muy buen gusto para recibir inocente al socialismo embaucador y él seguía perdido de hambre en su apartamento como una fiera domada por el amor, olvidado en una jaula de aquella ciudad que no lo admitía como suyo. La muchacha de la escalera era la única que lo mantenía a raya cada día, como si lo estuviera vigilando para saber si realmente él se la merecía.
Se cuestionaba cada cosa que se ponía en la boca, cada media patata que se cocinaba, el cuarto de zanahoria, el huevo diario, el arroz que más de muchas veces botó en la basura a medio lavar, para evitar llenarse de excusas y comérselo. Algunas veces en sus salidas nocturnas encontraba en la puerta de su apartamento postres y comidas que los vecinos le dejaban en jabas de nylon amarradas al pórtico o simplemente en el piso. Casi nunca tocaban la puerta para ahorrarle el bochorno de las gracias, Sin embargo cada vez que recogía el plato o el contenedor con la comida, lo probaba con el dedo para saber quién se lo había enviado y lo guardaba inmediatamente en el refrigerador para evitar la tentación de devorarlo al instante. Por el sabor de cada plato podía identificar a su emisario y no falló ni una sola vez. Era cierto que cada vecino se especializaba en algún tipo de dulce o comida que sabían que a él le gustaban; pero con las albóndigas o los frijoles o los arroces por ejemplo, que a veces venían de diferentes cocinas pero él solo tenía que probarlos para saber quién lo había cocinado. ¡Incluso con el arroz blanco!. Cada vecino tenía su punto de sal o a veces una cucharada más de azúcar en el potaje o preferencia por la canela, el anís, la pimienta o el tipo de aceite. Siempre descubría al emisario sin ningún problema.
Había sido él quien unos meses antes del encuentro con la muchacha se ganó la admiración de los vecinos porque la vieja del 4 le traía semanalmente Atol de boniato, una bebida que él detestaba pero que jamás le dejó saber. La vieja del 4 vivía sola y jamás la habían visto salir a hacer los mandados, ni tan siquiera vestirse con ninguna otra cosa que su mugrienta bata de casa, con flores desteñidas y tirantes largos, que dejaban ver más que lo que la vista deseara encontrar. Los vecinos se preguntaban si cosechaba los boniatos en su balcón o si salía a comprarlos de madrugada a algún mercado clandestino. Los Atoles venían sin fallar cada Lunes en la mañana, que era cuando ella preparaba la olla para todo el resto de la semana porque era todo lo que comía. Ella siempre le reservaba una tasa para él y los Lunes luego de la siesta le subía la taza hasta la puerta y se la dejaba cubierta con un plato en el suelo.
Pues a la primera semana que faltaron los Atoles en su puerta se alegró, pensando que alguien le había dicho a la vieja que realmente no le gustaba aquel puré dulce con sabor a pobreza. Pero a la segunda semana se tomó el trabajo de ir a tocarle la puerta a la vieja para saber si estaba bien y en efecto, los bomberos la encontraron postrada en su cama sin poder moverse, envuelta en sus desechos malolientes pero aún con vida.
A la cuarta semana estaba literalmente desesperado. Tenía el refrigerador lleno de comidas que le habían traído los vecinos y para evitar la tentación no se atrevía ni a mirarlas, aunque algunas habían estado allí por días y semanas. A la tercera semana, cada vez que habría la puerta del frío para sacar algo se quedaba mirando adentro la comida tiesa en sus platos y contenedores. A la cuarta semana antes de irse a la cama, se arrodillaba en el piso de la cocina en frente de la comida con la puerta del frio abierta y las manos atrás como en un museo, esmerándose en atrapar los olores de la comida vieja, que igual ya no olían a nada, porque a esa hora era cuando más le apretaba el hambre y se postraba delante del aparato a sudar su fiebre y a llorar su miseria.
Se acostaba de mal humor, pensando que todo aquello era un sacrificio en vano, una tortura cruel a sus ansias de comer, que esta vez comenzaban a matarlo no solo mental sino además físicamente. Su estómago se había ido vaciando y le regalaba una sensación totalmente desconocida, que le causaba un dolor como de gastritis, además de una presión desconocida a un costado de que algo andaba mal en su barriga. Era su hígado comenzando a reponerse de los abusos de tantos años, pero eso tampoco lo sabía. Los pies se le empezaron a hinchar cuando los riñones dejaron de estar comprimidos bajo la presión de otros órganos y comenzaron finalmente a filtrar su orina en medio de la infección que los contaminaba. La piel se le empezaba a marchitar al ir perdiendo grasa y los pellejos de los brazos perdían la consistencia que en el pasado él había confundido convenientemente con estar fornido. Pero no podía apreciar aquellos pequeños detalles porque estaba como un lobo enjaulado, dudando de si estaba haciendo lo correcto o simplemente torturando a su cuerpo por una vida tan distante como inalcanzable.
Si hubiera tenido una balanza que funcionara se hubiese dado cuenta de que estaba lentamente perdiendo peso, pero como lucía mas o menos igual en el espejo, no pensaba que aquel sacrificio intolerable de limitar su porción diaria de comida a casi nada estuviera funcionando para él. Una madrugada en que terminaba de merendarse la miseria de la dieta diaria; un pedazo de pan, ensalada de lechugas, dos huevos y media papa, se dio media vuelta del fregadero y se paró frente al refrigerador dispuesto a renunciar. Le abrió la puerta y llegó a agarrar un pozuelo que tenía natilla de vainilla con las manos. La miraba fijamente, con el sabor de la almíbar negra del azúcar que le cubría en la boca, un dulzor áspero por la soberbia del fuego que le daba a aquel plato un sabor tan inolvidable. Levantó lentamente el nilón transparente que lo cubría, tratando de convencerse a meterle el dedo solo para probarlo. Y con el dedo hundido en la crema fría y la boca chorreándole almíbar por los costados, lo retiró y puso el plato de vuelta en el frío y cerró la puerta. Por un instante de sal se convenció de que nada le importaba en el mundo más que aquella natilla y estaba a punto de volver a abrirlo, cuando recordó a la gente caminando por las calles, los libros de un futuro que estaba esperando por él, el momento fresco en que aquella muchacha se resbaló a dos centímetros de su cara con su sonrisa y su olor a esperanza…
Salió de la cocina venciendo una gravedad vertical que lo atraía hacia adentro, mucho más fuerte que todo el esfuerzo que ponía en sus pies para moverlos sobre el piso. Se acostó en la cama en un último suspiro y se volvió sobre su lado izquierdo para evitar la presión que sentía al derecho de su vientre. Si seguían los dolores iba a visitar al médico y si lo hubiera hecho habría notado que su plan estaba funcionando, pero empeñado en que esta vez no se iba a dar por vencido, se quedó dormido soñando con caminar por las calles sin ser visto y tener un montón de amigos y un trabajo que le cambiara la vida.
Y sobrevivió aquella otra noche de milagros, pero a la tarde siguiente despertó encogido en la cama, soñando que era una rata enorme, colada en la nevera por el hueco del motor, muerta de frio y sin poder ver nada en la oscuridad de adentro, saltando de plato en plato, destapando las cubiertas con el hocico, retándose a descubrir quién había enviado cada plato. El frío que sentía en el alma lo despertó, porque en realidad estaba sudando. El dolor en la espalda lo dejaba apenas moverse. Había dormido toda la noche de un lado y por estar sumergido en el hueco del colchón, había estado torcido por horas.
Se fue estirando hasta que la realidad lo sacó del refrigerador y con trabajo volvió ser quién era. Se miró desde la almohada y la vista se le perdió como siempre en la colina de su vientre enorme. Sorprendentemente notó que no sentía tanta hambre como la noche anterior, pero comprendió que había estado tan cerca de romper su dieta que tenía que tomar medidas más drásticas o el hambre de su insulina lo iba a traicionar. Se le ocurrió que tendría que ponerle llave al frío para evitar las tentaciones. Recordó que la puerta del balcón tenía una cerradura de candado, de aquellos tiempos en que la necesidad los convirtió a todos en ladrones. Con un destornillador de su padre la sacó con sus tornillos de la madera de la puerta y con trabajo la instaló en la puerta metálica del refrigerador. Los tornillos no pasaban de la superficie de metal de aquella máquina cerrera pero con un clavo y un martillo logró abrirle huecos en la puerta, por donde enroscó los tornillos tirafondo con el mismo desasosiego que si estuviera atornillándolos encima de su boca. Una vez instalado el candado se le ocurrió un plan sencillo pero original. Se mandaría a sí mismo la llave en una carta. De esa manera no tendría manera de abrir el frio en al menos una semana. Siendo jueves, se dispuso a salir a la oficina del correo antes de que todos regresaran del trabajo y así lo hizo. De camino a la oficina se le ocurrió una idea incluso más espléndida. Mandaría la llave a una dirección inventada al otro costado del país, con lo que tardaría en regresar al menos dos o tres semanas. Es fácil ponerse metas cuando no se tiene hambre.
De la oficina del correo se disponía a regresar a su casa, sin embargo se sentía ligero, incluso optimista, feliz de su empeño por cambiar su vida y su abnegación. El día estaba soleado y no había casi nadie en la calle, así que se atrevió a desviarse y atravesar el parque de la avenida antes de regresar a su vida de ermitaño.
Paseaba por la acera del parque tratando de ignorar a un vendedor de helados y granizados que le insistía sin pudor en el dulzor de sus productos. Pero había dejado el teléfono en la casa y no tenía suficiente dinero en el bolsillo, lo cual lo salvó de reincidir. Pero no había sobrevivido su última tentación cuando en el camino se le apareció un chiquillo con un granizado en la mano, amarillo, frío, delicioso, con hielito frapé; e involuntariamente, como si fuera una broma, se lo tumbó de las manos con un empujón de último minuto, agarrando en el aire cualquier trozo de hielo que se hubiese atrevido a pasar cerca de sus manos. Se chupaba el hielo con verdadera devoción, notando que la mayoría del contenido del cucurucho estaba todavía a salvo en el suelo pero dentro del papel. Lo levantó lentamente mientras le sonría al chiquillo, que lo miraba con cara de asombro, perplejo, sin entender que estaba sucediendo, antes de salir corriendo no fuera que se lo comiera vivo a él también.
Vertió el sirope con el hielo en su boca sin perder un segundo, sentado en el suelo, con verdadera desesperación, mojando la yema de sus dedos en el charco que quedó sobre el concreto de la acera, sin importarle que alguien lo podría estar mirando, sin el fastidio de que lo estuviera recogiendo del suelo. Cuando ya no quedaba nada más que la mancha, le pasaba la lengua a las gotas de jugo que quedaban dentro del papel del cucurucho hasta que no quedaba nada más que chupar y solo entonces despertó a lo que estaba haciendo, como se despierta al recuerdo de una borrachera despreciable.
Con una sonrisa ridícula se levantó del piso y siguió caminando sin mirar alrededor, contando las pisadas hasta la esquina del parque en donde por fin se perdería de vista.
El bochorno y el azúcar le habían despertado el apetito. Camino a la casa miraba como un lobo a un hombre que llevaba en una jaba dos libras de pan. Lo seguía involuntariamente, pensando en arrebatárselas y salir corriendo pero el señor se dio cuenta y sin entender que pasaba se las agarró contra el pecho con los dos brazos y cruzó la calle. A una cuadra de su casa pasó frente a la vitrina de un café en donde estaban inocentes diferentes confituras y un par de Croissants, y el cristal desaparecía delante de sus manos, que se tiraban incontrolables a agarrar la presa, como un autónomo, como si hubiera perdido el control de sus acciones. Estaba drogado de ansiedad, hueco de necesidad de comer. Si hubiera sido de noche se habría cargado el cristal sin pensarlo dos veces.
Entró por la puerta de su edificio hecho una bestia. Subió las escaleras a una velocidad que ni el corazón ni sus pulmones podían sostener. Tuvo que detenerse dos veces para recuperar el aliento en los escaños y otra vez porque el olor de algo muy sabroso, como a galletas horneadas, salía por la ventana de una las cocinas del primer piso, y para cuando Mirna le pegó el grito, se encontró encaramado en la reja de la ventana, que se iba torciendo lentamente al peso excesivo de su cuerpo en los barrotes.
Unos instantes después estaba sentado en el suelo de su cocina, con el refrigerador abierto, la cerradura arrancada a martillazos y su dieta destruida. Se había comido la mitad de toda la comida que había adentro, sin importarle lo vieja o lo fría que estuviera. Se la había comido con tal desespero que no alcanzó a probarla. Se empinaba el contenido de los platos y los contenedores en la boca sin apenas saber que era lo que se estaba comiendo. Mezclo postres con carnes y arroces con sopas, unos tras otros, tratando de llenar el espacio que con mucho trabajo había ido creando por semanas dentro de sí.
Al final estaba llorando de pena consigo mismo, con la boca todavía llena, cubierto el piso de plásticos vacíos y platos sucios. Lamiéndose los dedos porque no tuvo tiempo ni a agarrar una cuchara.
Abochornado consigo mismo se sentó en el sofá sin saber que hacer. Estaba vencido, sin remedios, inflado nuevamente de comida y nuevamente al comienzo de su dieta. Se puso a mirar YouTube en su teléfono, tratando de olvidar todo lo que había hecho con su día que había empezado perfecto. Miraba por encima de la pantalla el refrigerador con la puerta abierta y todos los plásticos en el piso. La máquina del aparato saltaba constantemente al no poder alcanzar la temperatura que se suponía, gimiendo su desesperación por dos largas horas, hasta que él se conmovió con su dolor senil y al final la compasión por aquel aparato decrépito lo hizo pararse y empujar la puerta de una patada hasta que quedó sellada.
Luego fue el silencio. Se recordaba una y otra vez en la acera del parque embarrado de granizado a la vista de todos y no comprendía porqué la Tierra no se había abierto allí mismo y se lo había tragado. Había estado persiguiendo al hombre con la jaba del pan por dos cuadras, con intenciones de asesinarlo para robarle las flautas. Cerraba los ojos y una y otra vez veía la expresión en la cara Mirna, la señora del primer piso cuando lo descubrió colgado en la reja de su ventana, intentando robarle las galletas de la cocina, colando uno de sus brazos por la ventana. - Soy un monstruo -, se dijo. - Estoy destinado a comer hasta reventar -, y se acostó sobre le piso de la sala hasta que se quedó dormido en el alivio de su estomago repleto de comida y su memoria de bochornos.
Estuvo tirado allí por varias horas hasta que la rigidez del piso de losa lo hizo despertar. Era la media noche y no tenía encendida ni una sola luz. Como en una resaca, recordaba a pedazos lo que había sucedido, confundido con la penumbra en sus ojos y la hora inusual. Se sentó con trabajo, recostando la espalda al sofá. Todavía tenía el teléfono en sus manos, que al moverlo encendió su pantalla, mostrándole un video a medio terminar de como hacer dietas. Pero ya sabía que no podía. No solo por su falta de voluntad para aguantarse el apetito sino también porque cuando tenía hambre perdía el control de sí y se volvía agresivo, sin límites.
Se miraba la panza que lucía como un saco inflado de aire. Se rosó una pierna con lástima, como un problema obvio al que no le encontraba solución. Se sentía como aquella noche en que se tropezó con la muchacha, hundido dentro de un cuerpo que lo mantenía prisionero, bajo aquella armadura de grasa y pellejos, dentro que aquella almohada viva que era su celda, que no podía ni intentar dejar de alimentar porque le controlaba las ganas, su personalidad y su futuro.
Como para burlarse de el, se puso el teléfono encendido debajo del fondillo y se tiró un peo largo que venía anunciándose desde hacía un buen rato. Un peo sonoro y consolador, con olor a podrido, que luego que terminó de escaparse en vapores, lo dejó regocijado, como son las ganas satisfechas. Dejó el teléfono comprimido contra el suelo como si fuera culpable de venderle recetas de ayunos que no podía cumplir. Se vio reflejada su silueta en la pantalla del televisor y se le ocurrió pensar que hubiese podido ser artista, como en aquellos teatros en los que participaba en la escuela primaria. Torció el cuello a la derecha y volvió a contemplar la sombra del montón de libros multicolor, ahora muchos de ellos leídos en otra columna desordenados, que lo hacía sentir menos inservible. Miró la guitarra colmada de polvo, volteó la cabeza hasta la mesa y le pareció ver a sus padres tomando el desayuno, en medio de la oscuridad. Su madre de pie en la puerta de la cocina con al taza en la mano, tratando de leer a distancia las noticias en la pantalla que sujetaba el padre entre las manos, sentado en la mesa. Y finalmente se perdió en el vacío de sus ojos sin ver nada, como si todo hubiera terminado, como si no quedara nada mas por hacer.
Le costó trabajo pero se levantó del suelo y se fue a la cama, en donde pensaba matarse de hambre sin salir de su cuarto, olvidando su teléfono en el suelo, que igual jamás sonaba porque las pocas llamadas que llegaban las tenía todas ignoradas.
A la mañana siguiente ya era de tarde en el día de afuera. Encontró en la cocina todos los desperdicios del día anterior. Sin darse un chance al bochorno agarró una jaba de nilón y lo fue metiendo todo dentro, incluso los platos y los contenedores que no eran de él. Pensó que cuando vinieran a reclamárselos ya estaría muerto. Abrió el frio y sacó toda la comida que tenía dentro y lo fue botando todo sin apenas mirarlo. Dejó el frio limpio y también el congelador. No dejó ni las carnes ni los huevos, solo el agua en una jarra y una cubeta de hielo vacía. Recogió del piso la cerradura y el candado sin llave y los tiró también en la jaba. De allí se le ocurrió que haría lo mismo con todo lo demás. Limpiaría los estantes y el closet de todo lo que se pudiera comer, no dejaría nada. Encontró la mitad de una barra de chocolate envuelta en su paquete, galletas con mordidas y devueltas en sus latas. Africanas originales, un paquete de caramelos de leche, otro de rompequija, compotas para niño, bolsas de gelatina de diferentes sabores. Encontró manzanas podridas en un cartucho, miel de abeja hecha sirope dentro de su botella, latas de leche condensada, de vaca, jugos de frutas, botellas de Spray a medio tomar.
Lo fue tirando todo dentro de la jaba como un soldado, sin darse tiempo a pensar, incluso la sal y el azúcar, todo. En el closet encontró las conservas que había preparado su madre en pomos de cristal. Pepinos en vinagre, salsas picantes, pimientos en aceite, albaricoques en almíbar, y también una basta colección de sus especies de cocinar. Habían vegetales en la cocina que le pareció un desperdicio botarlos porque estaban todavía frescos. Entonces fue que se le ocurrió comerse todo aquello y entonces morirse de hambre.
Sacó de la jaba la mitad de un pollo que acababa de botar y lo tiró dentro de una cazuela, había un pedazo grande de cerdo que había sacado del congelador con la que se podría hacer un buen estofado. Unos pescaditos en una bolsa que no recordaba haber comprado, calamares que ni sabía que tenía. Encontró contenedores con frijoles y chícharos en el closet, arroces en sus bolsas, latas de carne, de atún, sardinas, tronchos. Para cuando la cocina estaba limpia, tenía la mesa llena de comida y una libreta de recetas de su madre, que había encontrado encima del refrigerador.
La curiosidad le hizo ojear las recetas, siguiendo el trazo apurado de la caligrafía de su madre, con letras de puntas afiladas y caídas de laderas curvas. Habían platos que no comía desde hacía mucho tiempo, platos deliciosos de su juventud, favoritos como el arroz a la chorrera, gelatina con platanitos, garbanzo frito, tamales en su hoja, aquellos frijoles que tanto le gustaban con las ruedas de cebolla flotándoles encima del potaje negro. Contando sus ingredientes fue seleccionando recetas que al final se fueron extendiendo más allá de su presupuesto. Con una lata de harina que encontró se le ocurrió hacer pizza, con la pasta espaguetis, con la carne un fricasé, con la azúcar postres y con los vegetales y la lechuga una ensalada. Buscando en la Internet se le fueron complicando los platos, las especies de la madre ya no le eran suficientes, el hambre se le había vuelto inaguantable y terminó sacando un par de contenedores de la basura y comiéndose un plato de arroz con leche y un arroz con pollo que cocinaba el viejo que vivía en la azotea, del que todos decían que era maricón aunque estaba casado y con hijos.
Un mes después estaba tan gordo como cuando encontró a la muchacha. Tenía para entonces una lista de platos que quería cocinar bien definida. Habían algunos que no se atrevió a intentar, como los calamares con su cristal o los tamales que había que moler.
Por lo demás estaba listo. Tan listo que no tenía dudas de lo que quería hacer y como hacerlo. Lo tenía todo medido, separado, pelado, congelado, contado, pesado. Separó cada receta en sus partes y las coordinó todo en una línea de tiempo para poder cocinarlas todas a la vez. Lo embullaba lo difícil, lo imposible; tener que averiguar con los vecinos por ingredientes que no conocía, por como cocinar ciertos platos. Para la lasaña todo el mundo le dijo que tendría que preguntarle a Mirna porque había trabajado de cocinera en un restaurante antes de retirarse y aunque lo demoró todo lo que pudo, no le quedó más remedio que ir a pedirle y pedirle ayuda. Aprovechó la ocasión para pedirle disculpas por el incidente en su ventana, con los barrotes de la reja todavía jorobados, envueltos ahora con alambre de púa que en el espaviento de la situación su esposo le había enrollado alrededor, no fuera que se volviera a repetir la escena del murciélago, como todos lo llamaban ahora a él a sus espaldas.
No le importaba. Vivía como quien sabe que iba a morir pronto así que el futuro le importaba lo mismo que lo que no existe y el pasado eran memorias que ya no le pesaban, pues renunciaba a seguirlas cargando en el lomo. Salía a la calle en medio del día a resolver sus ingredientes, a hacer compras, a encargar el queso específico que recordaba. En el mercado habían aprendido a pedirle su tarjeta de pagos antes de que llegara a la caja porque no cabía en el carril, pero no le importaba. Se sacaba la tarjeta del bolsillo y se la acercaba a la cajera con la mejor de sus sonrisas. La gente lo miraba y el los miraba de vuelta y eran ellos ahora los que bajaban la vista o volteaban la cabezas abochornados. Estaba feliz por primera vez en mucho tiempo porque había decidido matarse de hambre. La muerte le alumbraba un camino desconocido e infinito y sin embargo lleno de esperanzas y promesas.
El día en que su última cena estuvo lista, la miró sentado en la mesa, sabiendo que aquello no era otra cosa que otro ardid de su cuerpo para que lo siguiera alimentando. La idea lo hizo sentir mal por un segundo, pero al instante siguiente no le importó porque igual se lo iba a comer todo. Todo hasta que reventara. Quizás ese remedio era más satisfactorio y expedito que la muerte lenta de alimentarse de sí mismo hasta el final, con sus dolores, sus ansias y el aburrimiento de la espera.
Se lo comió todo hasta chuparse los dedos, los platos, las fuentes, se bebió el aliño de las ensaladas, le pasó la lengua al pozuelo de los frijoles. Luego fue a la cocina, abrió el frio llenó la mesa de postres y luego se raspó las cazuelas con una cuchara hasta que no les quedó nada, ni la raspa. Se tomó la mitad de la cerveza que había utilizado para el arroz amarillo a la chorrera y con una cuchara se comió el daiquirí que hizo con el contenido de la media botella de Spray. Miró por una última vez dentro del refrigerador para estar seguro de que no quedaba nada. A medida que había ido cocinando iba también botando todo lo que encontraba en los estantes que no necesitaba, de manera que no quedaba nada comestible en la cocina luego de aquel día. Salió de la cocina sin apenas poder caminar, con el vientre inflado como si se hubiera tragado un globo aerostático o como si se le hubiera disparado adentro la bolsa de aire de un auto. Tumbó los libros al piso de rosarlos al pasar, le pasó por encima a la guitarra de una zancada muy peligrosa y llegó a la cama, en donde se tiró de una vez como siempre quiso hacer, quebrándola en tres partes hasta que el colchón calló al suelo y allí se quedó, boca arriba mirando el techo, hundido en su hueco a morirse de hambre una última vez.
Dos días después la vecina de al lado le pasó por debajo de la puerta un sobre con un letrero estampado en rojo que decía ¨Destinatario desconocido¨ y le tocó en la puerta para dejarle saber pero nadie respondió.
Diego Cobián
China ( Dec-22 )
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