el espejo mágico
El espejo mágico
Se paró por fin del buró lleno de papeles, dispuesto a ir al baño. Su secretaria había estado todo el día molestándolo con un sinnúmero de tareas, una tras otra, que no paraban de llover. Tenía un par de reuniones tarde en la noche y no eran ni las 3 y ya estaba realmente cansado. La responsabilidad lucía mucho más interesante aquella vez cuando la podía distinguir en el horizonte, lejana aun pero posible, añorada como un juguete nuevo, aquellos días en que buscaba distracción para que las horas pasaran y se hiciera realidad. Y ahora que tenía que ocuparse de todo y todos esperaban de él la magia de la estrategia, el encanto de la palabra precisa, la idea formidable; la responsabilidad del mando le volaba a veces por encima de sus canas y lo sofocaba.
Pasando por el cuarto que tenía al lado de su oficina, caminó hasta el baño y fue directo a orinar porque lo estaba aguantando desde hacía dos cafés atrás. El baño era mucho más amplio y limpio que en todas las oficinas que había tenido antes, pero era también más solitario. Era su baño personal y no lo tenía que compartir con nadie ni quería, era muy agradable tener un baño para uno mismo, limpio, adornado con flores, de luces brillantes y mármoles pulidos y toallas colgadas al lado de una ducha de cristal, en donde si quería se podía hasta dar un baño.
Orinó como si no lo fuera a hacer nunca más. Se cerró el servicio y al volverse, se sorprendió de encontrarse reflejado en el espejo como si fuera la primera vez que sucedía, pero en la imagen estaba más viejo y en su cara tenía una mueca de melancolía, con la vista perdida en la compasión, que lo miraba de vuelta con cara de pena y ojos de suplicio. Se acercó al cristal, intentando descifrar aquella imagen, preocupado de si aquel señor más viejo y arrugado del adobe era realmente su rostro. Pero por más que acercó la cara a la superficie, la imagen en él no se movía. Era el mismo cuerpo lejano que lo miraba parado en el baño desde atrás, mientras él jugaba con el espejo, tratando de encontrarse dentro de él.
Se volteó un par de veces, intrigado por el error en la perspectiva, pero no había nadie parado detrás. El baño entero estaba reflejado en aquel cristal inmaculado, en donde él había desaparecido con la transparencia de un vampiro y solo estaba aquel otro que se parecía mucho a él, pero con tres décadas de más, que lo miraba como un padre mira a su hijo cuando ya no le queda más que apelarle a su corazón, cuando ha perdido todas las esperanzas de salvarle el alma.
Con la vista fija en aquel señor, abrió la llave del agua pero no llegó a lavarse las manos, porque le asaltó la preocupación de que aquel espejo estaba seguramente comprometido con algún truco de los americanos, y pensó llamar a su seguridad personal para que lo ayudaran a resolver el misterio, pero el hombre en la imagen se parecía tanto a él que le preocupó que lo fueran a ver con aquella cara de santo. Salió del baño confundido, sin saber qué hacer ni a quién contárselo y se sentó de vuelta en su escritorio, mirando la puerta del baño con la luz encendida, que había olvidado apagar en su escapada.
Dos días después, luego de una larga reunión con los líderes de las FAR, entró por fin a su oficina luego de librarse de los últimos halagos en el pasillo y fue directo al baño antes de que se le fuera a explotar la vejiga. Había heredado de Fidel que los líderes no mean, no comen ni tampoco duermen. En su caso sin embargo, aquella marcha de extraterrestre lo estaba llevando al límite físico de sus posibilidades, porque si era verdad que para entonces había sido dirigente por muchos años, ahora todos los ojos de todo el mundo estaban centrados en la expectativa del nuevo comandante; ojos interrogantes y curiosos de qué era lo que Raúl había visto en aquel muchacho de personalidad perdida y carisma ausente.
- Hubiera sido mucho más efectivo como dirigente sindical -, le había escuchado decir a alguien, refiriéndose al asunto de su legitimidad, que tal parecía acompañarlo como un aura a cada lugar. - Necesitamos alguien con más chispas, un Lage, un Robaina -, mientras la conversación se volvía en las risas de una charla casual, al otro lado de la puerta del salón de reuniones.
Lo sabía. Hacía lo que podía para que no se le descalzaran las botas enormes que heredó de los Castros. Aquel día en por primera vez ya no estaban detrás del cristal de la urna, pulidas, inalcanzables, con su olor a la Sierra como siempre las había visto, sino tan cerca de su nariz que solo tenía que estirar otro par de mentiras para rozarles el betún con los dedos... . Pero no dijo que no. Era una oportunidad única, singular. Con Robertico, Lage y Felipe enterrados a la verja del camino, reparando los tres su lealtad bajo el peso insoportable de sus propias lozas, él había sido el elegido, y haberle dicho que no a aquella oferta que le había traído la vida hubiera sido un desperdicio.
Le había pasado lo mismo que aquella vez anterior, muchos años atrás, en que la posibilidad de ser dirigente se le posó en el hombro como un avestruz enorme. Era un avestruz pesada, desplumada, con ojos de zapo y garras de dinosaurio viejo, pero así y todo no se dejó asustar por la apariencia del ave y dijo que sí. Las dos veces lo deslumbró la importancia del cargo y la fama del título, aunque en el fondo de su alma aquel viejo del espejo le gritó las dos veces y muchas otras tantas, que no lo matara. Todo lo que aquel señor arrugado hubiera querido era morirse en alegrías como cualquier otro ingeniero, trabajando de 8 a cinco, alimentar una familia y criar cuatro nietos que llevaría a la escuela cada mañana, a la sombra confortable del incógnito.
Luego del último apretón de manos a la puerta de su oficina, abrió la puerta y fue directo al baño a evacuar sus necesidades. Estuvo parado frente a la taza por un buen rato, esperando con paciencia que la gravedad halara hasta la última gota porque nadie sabía cuándo tendría nuevamente el chance de volverse a ocupar de él mismo. Mientras orinaba se acordó del dichoso espejo, que tenía justo a sus espaldas, y ya se iba remordiendo la impaciencia cuando finalmente se volteó para descubrir con alivio que todo lo que se reflejaba en el cristal era su baño lujoso, con sus luces encendidas, las flores a un lado del lavamanos y él, arreglándose en el medio de la imagen la bragueta de sus pantalones.
Evaluó la imagen en detalles para estar seguro que esta vez no habían trucos y no los había. Pasó la vista por los bordes, en cada contorno de las paredes y las puertas y feliz comprobó que estaba todo como debería ser en un espejo, con la cara cansada y las ojeras prematuras con las que había llegado a la oficina aquella mañana, pero era él, tal y como se imaginaba. Se dispuso entonces a remangarse las mangas para lavarse las manos y se miró otra vez en el cristal, con su seriedad de dirigente sobre la que se pintaba una sonrisa pálida, que utilizaba desde hacía años pero que realmente no reconocía como suya. Era solo una herramienta que se encontró en el camino para estar a la par de las responsabilidades de iba adquiriendo, que demandaban cada vez mas, que dejara de ser el muchacho alegre que había sido y se convirtiera en un bicho, un cuadro del partido, asequible, sencillo, comprometido, pero a la misma vez medido, lleno de secretos, reservado en sus comentarios, superior a los simples de los que había que mantenerse a distancia para no embarrarse de verdades.
Aquella sonrisa la había usado por primera vez cuando devino líder de los estudiantes. El chance de ser jefe era demasiado importante para seguir siendo el chiquillo de hombre con el que había viajado desde los tiempos de la escuela hasta aquel momento de su vida. Ahora las circunstancias pintaban bien y era necesario tomar control de lo que pensaran los demás para ganar reputación. Así que, igual que todos los otros en su misma situación, se pintó la sonrisa clandestina de los dirigentes y se disfrazó con los pantalones verde olivos del máximo líder. Lo que no había caído en la cuenta hasta aquel momento en el baño, era que nunca la había utilizado delante del espejo para su evaluación personal, obviamente porque era una sonrisa para los demás, no para él.
Se quedó contemplándola por unos instantes pero ahora que pensaba en ella no le salía tan espontánea como siempre. Era un mueca sin trazo que no lograba acomodar en su boca. Dudando de si el espejo lo estaba otra vez engañando, la acomodó como pudo en su cara, para notar que que era una sonrisa cobarde, ilegítima y lo peor; que aunque intentó cambiarla un par de veces, ahora no se podía desprender de ella. La tenía atornillada en los labios como un arma de defensa, amarrada al brazo como el escudo de un soldado, impuesta en su personalidad como la sotana de un cura, calzada como unas botas ortopédicas. Era uno de esos hábitos que luego que te los cuelgas, aunque te deshagas de la vestidura, siempre te queda la marca del perchero alrededor de los hombros.
Mientras se enjabonaba las manos, ensayó un par de sonrisas en el cristal a ver si alguna otra le quedaba mejor. Intentó la de Ricardo Alarcón, abierta, despótica, hipócrita, con todos los dientes afuera como un tiburón parlamentario, pero le pareció demasiado chabacana para ser usada por el líder de una nación, además de la fuerza que acentuaba en sus cachetes regordos. Entonces se le ocurrió probar la de su otrora amigo Chávez, que aunque no era perfecta, le parecía mucha más sincera que la suya, aunque en aquel caso fuera por la ignorancia de su dueño, que la había logrado sostener inocente hasta su muerte.
Con la pila chorreando el agua, se miró en el espejo mientras ensayaba la sonrisa de Chávez en su cara. Lucía mejor que la que usaba ahora sin dudas y casi la hubiera probado en público si no hubiera sido porque se dio cuenta de que era muy tarde para cambiar de estilo. Además de que el problema no era de sonrisas si no que, amenos que usara la suya, - aquella sonrisa fresca de estudiante perdido, tímido, inocente, sin remordimientos -, cualquiera otra que alquilara no era la suya, sino la necesidad de pretender el personaje que no era.
Con dos o tres sonrisas marchitas sobre el mostrador, se secó las manos, se enderezó la corbata en el cuello, se estiró la camisa y salió apresurado, sin notar que en el espejo el señor se había quedado detrás de él, parado frente al lavabo, siguiéndolo con la vista mientras el se alejaba de sí mismo. Mirándolo como mira un padre al hijo que se va convencido a pelear una guerra innecesaria.
Luego de aquel día pasaron unas tres semanas antes de que volviera a su oficina. Estuvo de viaje por el exterior, representando a un país que nunca lo había elegido representante de nada; pero había regresado feliz porque a no ser por un par de percances inesperados, todo había salido como se lo habían planeado. Lentamente se iba sintiendo más confortable con el cargo y le iba tomando la riendas, entendiendo el trabajo y conociendo las verdaderas caras de a quiénes tenía a su alrededor. Aquella gente no eran su gente ni él se atrevía a confiarlos. Eran la gente de Raúl, que sin decírselo pero sin perderlo de vista, se aseguraban de que el elegido estuviera bien asesorado y además vigilado, en caso de que se le aflojaran las piernas y decidiera salirse del carril, como mismo ya había sucedido con otras estrellas prominentes de las nuevas generaciones, que de lejos parecían tan convencidos pero que con el tiempo demostraron ser tan flojitos como la mantequilla.
Él estaba claro de que aunque había logrado pasar esa barrera imaginaria, después de la cual eras parte de un grupo de personalidades muy selectas, que hablaban como comunistas pero vivían de las facilidades del capitalismo; al que sin atreverse a admitirlo le tenían terror porque podría fracturarles el negocio del poder. No solamente había él saltado aquella valla con increíble suerte y estilo, estaba meando ahora mismo en el baño del Fifo, hasta donde lo había llevado de la oreja el abuelo Raúl, a ver si por fin dejaba a alguien al mando que fuera capaz de dar la cara y podía disfrutar de su retiro y morirse en paz. Pero así y todo, habiendo sido elegido por el todo poderoso heredero de la comandancia, todos a su alrededor preferían a su jefe anterior porque todos ellos habían sido escogidos y entrenados al estilo legendario del líder histórico. Por eso le sonreían con amabilidad al nuevo presidente pero a sus espaldas se cuestionaban todo lo que él decía o hacía. Lo soportaban pero no lo admiraban porque para eso tendría que subirse a la Sierra y bajarla tirando tiros. Tendría que pensar como un estratega, leer las 27 horas que estaba despierto cada día y trabajar sin dormir toda la semana, cómo contaban las leyendas. A él no lo seguían, más bien lo empujaban con halagos y saludos, y él caminaba desconfiado delante del grupo lo mejor que podía pero sin el pedigrí de los Castros.
Desde su buró descubrió con asombro que la luz del baño estaba encendida aunque nadie había entrado por aquella puerta en todo el día. A la primera oportunidad que tuvo, le pidió a uno de sus ayudantes que apagara la luz y así lo hicieron, pero al cabo de unos pocos minutos la luz estaba otra vez encendida. Sin dejarse intimidar, recordando que era el presidente de un país y que no se tenía permitido sentir miedo ni perder el control, se paró de su silla y caminó hasta el baño con pasos decididos, listo para mostrarle a aquel bombillo, cuales luces se encendían o se apagaban en la Habana.
Sin entrar, desde la puerta, extendió su brazo y apagó la luz que dócil, dejó el baño en la oscuridad.
En el viaje reciente, mientras estaba sentado en el avión, había aprovechado para preguntarle al jefe de su seguridad si ellos habían notado algo extraño con el espejo de su baño, mientras este lo miraba de vuelta en silencio con su aspecto serio y su bigote recio, pensando que aquel muchacho ya estaba mostrando los síntomas de la presión del trabajo. Así que no insistió en su pregunta.
Volvió sobre sus pasos a su escritorio, mientras el baño se volvía a encender a sus espaldas en pleno desafío. Cuando lo notó, se levantó enfadado otra vez, indignado por la falta de respeto de aquella habitación a su personalidad, y dando pasos apurados entró al baño y se encontró otra vez su imagen añejada en el espejo, con la misma cara de reproche de la primera vez. Era una figura tan nítida y brillante, casi tridimensional, que más que un espejo parecía la imagen de un televisor. Era mismo viejo de antes, que lo miraba entre la decepción y la indignación, sin dudas esperando por una respuesta, mirándole a los ojos como un padre reprochándole al hijo que hubiera cambiado de bando, traicionando el futuro de su tierra por un poco de fama y dos o tres favores.
Se acercó tanto al cristal, tratando de descubrirle el secreto al adobe que alcanzó a rosarlo con su nariz. Se volteó desde la imagen, intentando descubrir el proyector de aquella imagen. Delineo el borde del espejo con los dedos por si descubría algún cable, algún indicio que le diera una pista de aquella imagen. No encontró nada, solo su imagen preocupada en el lado izquierdo del cristal y aquel otro señor que se parecía tanto a él, que casi no lo reconocía.
Pensó salir al pasillo a demandar que reemplazaran aquel maldito espejo, pero instantes después se compuso, justo en el marco de la puerta porque comprendió que si la imagen desaparecía lo tildarían loco.
Regresó en frente de la imagen y con un tono casi chabacano y de frente a frente le dijo.
- ¿Qué carajo es lo que me estás mirando ?, mientras se arreglaba la corbata, parado justo al lado de él mismo. Y continuó. - No me gusta tu expresión y no tengo nada de qué arrepentirme. Llegué hasta aquí por mis propios méritos, por mi convicción de revolucionario, de militante comunista -, le dijo al espejo que no lo perdía de vista. Luego de un silencio en el que ninguno de los dos se atrevió a moverse, le dijo al espejo.
- Este trabajo no es fácil, yo no lo escogí ni tampoco hubiera podido decir que no. Era una oportunidad única -, dijo seriamente, ocultando cualquier indicio de reproche.
La cara del viejo en el espejo no cambiaba su expresión. Lo miraba desde donde no hay nada más para juzgar; solo la verdad, solo el buen sentido, la valentía, el honor. Por eso lo miraba con toda la razón impregnada en sus ojos, que le habrían huecos a él en la cordura que tanto se esmeraba en sostener y lo dejaba desnudo frente a la frialdad del cristal.
Por primera vez se encontró consigo mismo, el silencio entre las dos imágenes podría haber acomodado varios mundos con sus caprichos, sí de distantes estaban sus dos vidas. Se atrevió, en una de aquellas pocas veces en qué se atrevía a ser franco consigo mismo, a cuestionar todo aquello en que estaba envuelto ahora. No le agradaba para nada la responsabilidad ni la atención. No sabía cómo manejarla ni le salía natural. Consideró que hubiera sido mucho más feliz si fuera aquel señor del espejo, con la libertad de pensar y opinar por sí mismo, haber salvado su sonrisa fresca, haber cultivado la franqueza limpia de los ojos de aquel otro en la imagen.
Se apoyaba con sus manos sobre el mármol del lavabo sin mover la vista del cristal, que sin apuros lo contemplaba de vuelta con un toque de lástima. - Debería sentirme más contento -, reflexionó. Sin embargo todo el andamiaje colateral de administrar un país lleno de inventos sociales, alianzas gubernamentales, convenios partidistas, promesas falsas, deudas impagables, coerción, chantaje y una economía política sin números ni lógica, lo complicaban todo a un nivel apenas sostenible. Se sorprendió pensando que todo sería mucho más fácil si en vez de empujar el rebaño de ovejas a donde no querían ir, en donde no tenían más futuro que el hambre y la pobreza, escuchara sus reclamos para hacerles la vida más fácil y más próspera, pero la sola idea de intentar cambiar de rumbo, con todos aquellos compañeros vigilándole cada paso, le produjo un escalofrío que le batió las piernas y le hizo recoger las manos de la superficie húmeda, no se fuera a electrocutar del pánico.
Sabía que todo aquello era un invento. Lo sabía desde que en la escuela se le quedaron muchas preguntas sin las debidas respuestas, muchos sentidos sin sentidos, historia trastocada, el futuro levitando en consignas y discursos. Había sido para entonces suficientemente inteligente para darse cuenta, su país era la nación del alarde y nada mas. Pero ser comunista tenía futuro en aquella nación en el que su lider había convertido a todos a su religión y estrategia. Les había hecho creer que ser comunista no era una opción política sino un medio de subsistencia. Y lo era, sobre todo si tienes grandes sueños por alcanzar y te quieres ahorrar los problemas de ser sincero. Mentir, pretender, aguantar, eran de hecho los únicos caminos para los cuadros como él, pero eso no eliminaba las dudas de adonde iban las cosas, administradas con puro capricho y sin respetar las fuerzas de la gravedad económica. Una fuerza que unos meses atrás bajo sus órdenes se le había manchado de sangre.
- Me he convertido en un dictador profesional -, se dijo en silencio, no fueran a grabarle los pensamientos.
Más que un gobierno, aquello era un negocio y él ya se había percatado. Cuando se decidía a compartir las verdades con su almohada sabía que lo habían seleccionado para aguantar el palo, a ver si finalmente un milagro bajaba y la revolución sobrevivía cinco años más, engañando y confundiendo hasta que los americanos reventaran por la implosión de su egoísmo, Putin termine de zanjar las divisiones de Europa con sus ataques, Iran y Corea armen sus bombas y China se convierta en el imperio asiático que nunca había sido. No quedaban principios porqué pelear ni dignidad que defender, todos sabían que aquello no iba a ninguna parte y menos ahora, que el hambre y el virus desandaban como la mala hierba por entre el sembrado marchito de la opinión pública.
El comunismo está por imponerse en el mundo -, le decían al oido aquellos que lo manipulaban, para que no se fuera a confundir con las noticias o sus deseos.
Se miró las manos mientras pensaba si el comandante alguna vez se había parado allí a reflexionar sobre el futuro o simplemente había empujado su suerte sin darse un momento a decidir el rumbo. El ajedrez estaba ahogado, no se podía mover una pieza o los cubanos de Miami se aprovecharían de ello para exigir el anhelado cambio, y no se podía apretar más la tuerca o su propio pueblo lo iba a sacar a patadas de la oficina.
Levantó la vista reflexiva hasta el cristal, buscando alguna respuesta en su propia imagen. Estaba ahora solo en aquel espejo gigante en donde se dibujaba detrás de él el baño embadurnado con sus luces brillantes y sus destellos de limpieza, pero solitario como el poder que tenía ahora en sus manos vacías.
En silencio se miró en el espejo una vez más, apagó la luz y volvió de vuelta a la fantasía de sus papeles.
El señor del baño nunca volvió a aparecer ni aquel día ni nunca más. Cada vez que entraba a su baño miraba el espejo con la esperanza secreta de que apareciera aquel pariente suyo para volverlo a saludar pero jamás volvió. Sabía ahora a qué había venido, a hacerlo encontrarse consigo mismo, a hacerlo reflexionar, a encontrarse con su verdad, como si desde otro futuro la vida que tenía reservada se le hubiera quedado esperando por vivirla, colmada de reproches por esta otra que él había tomado prestada por el placer del chance. Cada vez que se lavaba las manos se miraba en el espejo y adoraba por unos instantes la idea de ser el nuevo Gorbachov del Caribe, el Deng Xiaoping de su isla, el líder que todo el pueblo estaba esperando a que despertara en él. Que asumiera la oportunidad que tenía delante, que tomara control y rompiera con sus miedos, hasta reencontrarse con el señor del espejo otra vez en el futuro y compartir ambos la picardía de aquel atajo que él supo tornar en gloria.
Pero cada vez que terminó con el servicio se secó las manos y apagó la luz del baño a su salida y lo dejo en penumbras, no fuera que lo estuvieran vigilando a travez del cristal.
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