No lograba dormir. La noche prometía ser otra más de tantas, largas y sin sentido, en las que el sueño desaparecía, para volver impuntual y caprichoso cuando menos lo necesitaba; justo con la claridad del día. A veces pensaba que se debía al calor tedioso, que no cejaba ni luego de bien entrada la noche; y otras a la lenta digestión de la comida, por la conveniente mala costumbre de esperar a la cena para matar todo el hambre del día. Lo cierto era que desde hacía ya algún tiempo, incluso años, despertaba a aquel insomnio absurdo sobre las tres de las madrugada, que de tanto odiarlo había terminado por convertirse en una cruel y desagradable costumbre. No era la cena, ni era el calor, ni las ansias de volar lo que la despertaba cada madrugada a añorar el sueño perdido.
A su lado dormía plácidamente su marido. Roncaba suavemente mientras ella lo imaginaba en paz, satisfecho tras el amor mal terminado y aprisa de la noche anterior. Evitaba moverse en la cama para no despertarlo de su sueño perfecto, pero no dejaba de reconocer que sentía cierta envidia por su habilidad de dormir a piernas suelta, desde el momento en que cerraba los ojos hasta que sonaba el reloj despertador a las seis de la mañana. Él era un hombre bueno, que había traído paz y estabilidad a su vida y le había regalado además un par de hijos maravillosos que ella adoraba; sin embargo apreciaba a su marido pero en realidad detestaba su compañía, porque aquella paz estable y conveniente que nunca llegó a convertirse en amor, había terminado en aburrida monotonía que rondaba a sus anchas por la casa, contaminándolo todo con su afición de aura. La había visto disfrazarse de cansancio en la cama, llenándolos de excusas para que el sexo de diez minutos solo fuera de último recurso cuando no les quedara ninguna otra manera de evitarlo sin que alguien fuera a resultar herido. O también desojando de entusiasmo al beso de las despedidas, que se daban a prisa antes de salir al trabajo. Ya no se bañaban juntos con la excusa de ahorrar el agua, ni se escapaban al cine porque sus padres estaban demasiado viejos para ocuparse de los niños. Cuando salían juntos con los niños, ni se tomaban de las manos como habían hecho antes, para poder caminar más a prisa y llegar con apuros a ninguna parte.Y evitaban coger vacaciones al mismo tiempo, no solo porque no tenían a donde ir sino para pasarse el día a solas, disfrutando de la amplitud del mismo apartamento que también le acomodaba a un soltero. Vivian amarrados a la compañía por conveniencia o quizas por costumbre o cobardía. O quizas todas esas cosas a la vez, porque si bien es dificil romper con todo y largarse a la libertad de ser uno mismo, tambien es dificil aceptar que uno estuvo equivocado cuando apostó por aquella agonía disfrazada de felicidad que todos sus conocidos de entonces se confundían al describir como amor. Si alguno le dijo que estar casado era dificil, ella lo escuchó sin admitirlo y terminó cuajando su sueño de ser esposa, pensando que su relación sería la excepción de aquella regla en la que todos habían fallado por falta de paciencia.
¿Y que otra solución tenía?-, se preguntó a si misma inconforme, - Era quedarse soltera, con o sin hijos, o casarse con alguien al menos por la compañía, se dijo en silencio. Sacó una pierna y un brazo de la cama y los dejó caer al vacio para aliviar el calor infinito. El ventilador soplaba todo el aire que lograba empujar con sus paletas de aluminio y su motor de lavadora Eurika, pero estaba al otro lado de la cama y ella dormía detrás de la montaña del cuerpo de su esposo a donde todo lo que le llegaba del ventilador era su ruido furioso de cyclón y un viento de nube que le pasaba por encima sin tocarla, contaminado a veces con los vapores de su marido, que tardaban una eternidad en salirse de su nariz. Con los ojos abiertos a la oscuridad, inundados por la ceguera de la madrugada, que los hacía completamente inservibles, le servían si acaso, para mirarse las ganas de dormir que no le faltaban y que cada vez que cerraba sus párpados, debajo del pellejo que cubrían sus ojos encendidos, estaba ella despierta, conciente, siguiendo a segundos el castigo que le duraba cada minuto en cada hora eterna de la madrugada hasta el amanecer.
La única luz de sus pesadillas era la sombra de luz de algún carro al pasar, que aparecía con un destello inofensivo por detrás del escaparate e iban creciendo por la pared hasta encaramarse en el techo y volverse un monstruo de luz que lo iluminaba todo en un instante de relámpago, para desaparecer con el mismo sigilo por el otro extremo de la cama, dejándolo todo en la misma oscuridad absoluta de antes. Otro tanto sucedía con el silencio, que era casi perfecto; interrumpido solo a veces por el andar callejero de algún trasnochado al pasar frente a la casa, pero que se desvanecía pocos segundos después tras el eco indiferente de los mismos pasos que lo habían traido por la acera. Lo único que acompañaba al silencio toda la noche, eran el vaivén de la respiración de sus dos hijos, quienes junto a los ronquidos suaves de su marido, formaban una serenata descompasada de filarmónica sorda en fa menor, tocada a tres narices, en la que ella había terminado por encontrar cierta belleza.
Por su ritmo ella había aprendido a identificar cuando alguno de ellos tenía algún problema, estaba ansioso, enfermo o enamorado. La más constante de todos en el concierto de la madrugada era su hija, que mantenía el compas de su padre durante toda la noche sin alterar una nota, no importaba el calor que estuviera haciendo o la época del año. Su marido era el director de la orquesta, llevando el ritmo con una secuencia de maestro, solo disturbada cuando la vecinita del apartamento de al lado regresaba de la beca con su saya azul demasiado corta, su chancleteo arrebatador en el pasillo y su alegría de fugitiva. En esas noches el hombre se adelantaba, se atrasaba, se doblaba y se venía, haciendo del concierto y de sus músicos un bochorno de ansiedad. Por suerte la vecina solo venía de pases los fines de semana y para el Martes él ya estaba otra vez acompazado y roncando suavement con un ritmo de virtuoso que normalmente le duraba por el resto de la semana.
Su hijo sin embargo, a medida que crecía, había ido dejando de seguirle el paso a la melodía al padre, al punto que llegaba a confundir a los demás durmientes, adelantándose, doblando el ritmo, atrazandose o simplemente olvidandose de respirar por varios minutos, asfixiando a todos los demás integrantes, que esperaban sofocados a que él diera finalmente su nota para continuar la pieza. Alguna vez incluso, al menos al principio, ella alcanzó a levantarse de la cama con la intención de bajar hasta la sala para asegurarse de que su hijo todavía estaba vivo, no lo fuera a suicidar su pasión de artista; pero solo bastaba el mínimo sonido de la escalera de la barbacóa al pisar el primer peldaño, para que él comenzara otra vez a respirar; y así ella le había salvado la vida muchas noches, hasta que dejó de preocuparse por sus pausas y aprendió con el tiempo que bastaba simplemente con levantar la chancleta del piso y dejarla caer para devolverle la respiración al hijo; con la ventaja adicional de que el ruido reiniciaba la serenata desde el principio y sincronizaba de vuelta a las tres narices, que seguían con su pieza magistral hasta bien entrada la alarma del reloj.
Ella había nacido en el mismo barrio hacía más o menos unos cuarenta años. Nunca tuvo grandes sueños ni pretendió ir a ningún otro lugar que no fuera a su casa y su trabajo. No tenía ninguna otra aspiración que la de tener un hogar, un marido y una familia, como hacían todos y como todos esperaban que ella hiciera lo mismo. Algún Dios había sin dudas escuchado sus plegarias, pero como casi siempre ocurre en esos casos, las había tomado demasiado al pie de la letra y aunque tenía todo lo que le había pedido, ni era feliz ni era aquello exactamente lo que ella había soñado. Tenía casa pero solo a medias. Vivían de agregados en el apartamento de sus suegros, en donde su hermano y su marido construyeron una barbacoa en la sala de puntal alto, mientras ella estaba embarazada de su primer hijo. La sala, una cocina, un baño y un cuarto donde dormían los viejos, eran todo el apartamento, originalmente diseñado para una pareja soltera, situado a pocas cuadras de donde ella misma había vivido toda su vida. El apartamento tenía tres balcones, uno de ellos con vista a la entrada de la bahía, desde donde se podía ver al Cristo de la Habana vendeciendo la ciudad, con su cara de santo y su antena de pararrallos en la cabeza, no se la fuera a reventar otra vez una tormenta del Caribe. Ese y el otro balcón del cuarto eran los más frescos de la casa. El tercer balcón era el de la sala, que lleno de trastos y tendederas, apenas si se le podían abrir las puertas o salir afuera. Su suegra tenía allí un cementerio de matas abandonadas que del color verde natural solo le quedaban las ganas, al otro lado había un tanque plástico de peces tropicales que nadie ni miraba ni atendía porque solo se les podían mirar el lomo desde arriba, anulando la belleza de sus colores. Escondida debajo de las macetas del balcón vivía Josefina, una jicotea de agua dulce que su madre le regaló cuando ella cumplió los nueve años. Cada fin de semana cuando salía al balcón a colgar la ropa, llamaba a Josefina por su nombre como si la jicotea la pudiera escuchar, pero cada vez esta salía hasta sus pies para beber el agua que chorreaba de las ropas. No tenía idea de lo vieja que era aquel animal y aunque muchas veces la supuso muerta, Josefina se las arreglaba para sorprenderla cada vez; bebiendo del agua de los aguaceros, alimentándose de arañas y cucarachas que acorralaba en las esquinas y escondiendose del sol tropical a la sombra húmeda de las plantas, sobreviviendo las expectativas de su defunción. En aquel balcón su marido había escrito en la pared la primera letra de su vida; una M que apenas si se podía ver en una silueta imprecisa, borrada con los años a la intemperie sobre la pared blanca. Tenía colgada en la pared al lado de la puerta una jaula de pájaros vacía, de cuando descubrió al quinto intento que los gorriones no sobreviven en cautiverio, ni eran por esa noble razón su animal favorito. Allí llevaba él a las visitas para enseñarles sus peces moribundos en el tanque de aguas verdes, que tenía que alumbrar con una linterna para comprobar que igual no quedaba ninguno vivo; el hueco en la baranda por el que casi se cae a la calle a los cinco años y que todavía tenía traumatizado al barrio, que se agrupó por horas debajo del balcón, pensando que lo iban a poder agarrar como una pelota en el aire; y finalmente su primera letra del abecedario en la pared, que todos apreciaban sorprendidos pero que nadie distinguía con acierto, pero que él se las mostraba con orgullo, para luego explicarles su vocación de genio que aprendió a escribir solito la letra M a los tres años.
De adolescentes ellos se habían visto un par de veces en el barrio porque ella pasaba por deltante de aquel edificio cada dia, camino a la secundaria. Nunca sintió nada especial por aquel gordito tímido que se tropezó un par de veces en la acera con su uniforme amarillo; y él por su parte le había pedido al destino que no fuera aquella flaca, sin pista y con dientes de durofrio su suerte final. Luego cuando ella se fue al Pre en el campo, no se vieron por años, hasta que en una marcha combatiente coincidieron en el mismo camión que los traía de vuelta a la casa, sorprendidos de que ambos se apearon en el mismo sitio e iban juntos por el mismo camino; hasta que en la puerta de su edificio ella calló en la cuenta de quien era aquel gordito, ahora tan simpático, de lo que él se agarró para invitarla uno de estos dias al cine. Ella le había aceptado la invitación porque tenían una amiga en común que trabajaba con él en la imprenta donde se producían los libros de textos para la batalla del sexto grado; y fue allí mismo en aquella imprenta unos noches despues, en la que regresaban de pasear por el parque del Anfiteatro, que entre paquetes de libros de ciencias y matemáticas, enroscados con ropas sobre un rollo de papel virgen de 24 pulgadas de ancho y exaltados por el olor a la tinta china, que ordenaron juntos al hijo que ahora dormía en el catre, frente al balcón de Josefina.
Él era operario de linotipo en aquella imprenta desde que no terminó el décimo grado y lo agarró el servicio militar. Desde entonces se las daba de artista y curador de libros de textos para escuelas primarias; en realidad era un aprieta tornillos, vigilando las medias en la máquina para que la imagen impresa le quedara encuadernada en el libro. Ella por su parte se licenció en economía siendo aún muy joven y desde entonces trabajaba en el departamento de contabilidad de una empresa importante, detrás de una mesa repleta de papeles, informes, regulaciones y facturas mal pagadas o por pagar. Se pasaba la mayor parte del tiempo redactando informes diarios, semanales, mensuales, trimestrales, semestrales, anuales y quinquenales para informar a alguno de allá arriba, de lo mál que le iba a la economía del pais. Lo que a ella más le molestaba era que al final del informe siempre había que agregar que la culpa de todo aquello era del bloqueo yanqui, pero que no había de que preocuparse, porque aquellos imperialistas canallas a los que no les tenemos ningún miedo, estaban destinados a desaparecer, como aseguró Lenin hacían cien años atras. Agarró la almohada y se la puso de un tirón en la cara, inconforme con ella misma por pasar aquellas horas preciadas, tratando de resolver los problemas sin sentidos del país. Ya sabía que no lograría reconciliar el sueño, ahora además espantado por la frustración de notar que su vida se le desvanecía en las manos llena de inutilidades, sin poder hacer o decir lo que pensaba. Toda la verdad de este país está escondida en un saco de costumbres, se dijo en silencio. De alguna manera yo no soy la única casada con el hombre equivocado, pensó debajo de la almohada pero aún con los ojos abiertos. Aquí hay un mal entendido histórico que ya nos dura sesenta y tantos años, se dijo con una expresión de Eureka. Es la fuerza de la costumbre la que nos mantiene a todos, hombres y mujeres por igual, casados con el mismo marido, anarquista, manipulador y dominante, se dijo asombrada de su revelación. Un marido que disponía de los ciudadanos como si se tratasen de su propia familia y aún peor; estar casada con él significaba además estar casada con el hermano, lo cual no era solo absurdo sino también aberrante. Terminó sus pensamientos con ganas de correr por el barrio desnuda, para gritarles a todos su última visión. Sin embargo solo se volvió sobre el hombro para seguir contemplando la oscuridad de su vida. No lo criticaba, ni a él ni al hermano, no solo porque no podía sino tambien porque la vida de ella misma había terminado por parecerse mucho a la misma bobería medieval con la que desde hacía mucho tiempo se pretendía administrar el país y se maravillaba de cuánto se parecía una historia a la otra, preguntándose en silencio hasta dónde había influido la vida política nacional en la vida íntima de aquella barbacoa. Pensó en levantarse de la cama y sentarse en algún lugar de la casa hasta que sonara el reloj, sin embargo no había lugar en aquel apartamento a donde ir sin molestar a los demás a aquellas horas de la noche, así que con mucho cuidado se volvió otra vez hacia la pared, como un prisionero que comparte el colchón con su compañero de celda.
Cada noche había calculado que no dormía más de tres o cuatro horas. Entre preparar comida para todos, fregar los platos, liimpiar el piso, prepararle los catres a los niños y tomarse un baño, subía finalmente a la barbacoa alrededor de las once de la noche, chorreando agua del pelo, muchas veces para descubrir que su marido ya se había quedado dormido sin haberle dado las buenas noches. A las seis sin embargo, era él quien la empujaba de la cama para que preparara el café, justo cuando ella estaba finalmente empezando a acurrucarse en los tiernos, recién abiertos, brazos de Morfeo. Se levantaba de la cama con un ojo abierto y el otro cerrado para evitar que el marido terminara por tirarla al suelo con sus empujones. Bajaba las escaleras a tientas, sin mirarlas, palpándo los escalones con sus manos para no resbalar al vacio de sus 55 grados de inclinación. Llegaba al baño por entre las camas de los hijos y apenas cerraba la puerta, el suegro comenzaba a hacer ruidos afuera para que ella supiera que él estaba esperando. Con su bata de casa estrujada y el pelo como una loca, preparaba el café en la cocina y alistaba el desayuno de los niños que ya estaban por despertar. El marido bajaba del altar haciendo miles de ruidos con las chancletas en los peldaños minusculos, que además chirriaban torcidos bajo el peso de sus cuerpo. Se aparecía en la cocina para recoger su tasa de café y para darle un beso de reconciliación por no haberla esperado despierto la noche anterior. A zancos, atravezaba la sala tropezaba con las camas de los hijos que terminaba por despertarse. Entonces ella alistaba a los niños para que el abuelo los llevara hasta la escuela, se enderezaba el vestido, se peinaba de memória sin espejo y salía corriendo a lidiar con la 27, para que no le pasaran la raya roja en el trabajo.
Si difícil era levantarse en las mañanas, mucho más difícil era sobrevivir las tardes en la oficina luego del almuerzo, deseando tirarse sobre un buró a dormir sin complejos por dos horas, hasta que se le pasara la bobería de la siesta. Fue en esas horas de agonía en que comenzó a experimentar con la técnica de dormir con los ojos abiertos. Cogía un papel y lo ponía delante como si lo estuviera leyendo y aunque mantenía los ojos abiertos, su vista se iba perdiendo rápidamente en el cansancio turbio del foco. Así había sobrevivido a sus insomnios con aquella habilidad de delfín, desarrollada durante meses y meses de necesidad y entrenamiento, perfeccionada de tal modo que incluso su boca dibujaba una amable sonrisa cuando alguien hablaba en la oficina, como si estuviera escuchando la conversación pero en realidad estaba completamente dormida. Toda una verdadera farsa para complacer al sueño, que la asaltaba inoportuno en medio del trabajo y la traicionaba en las noches, haciendo de ellas una tortura y de sus dias un añico de supervivencia. Si ese sueño fogoso de las tardes no me abandonara en mi cama, yo sería la persona más feliz del mundo, repetía molesta en la oscuridad de su cuarto. Tal parece que me he contagiado con un sueño chino, que tiene el horario completamente extraviado al otro lado del planeta. O quizás lo que tengo que hacer es almorzar a las tres de la mañana y dormir entonces la siesta de la oficina, se rió en silencio, pero incómoda al final, por la tontería de tanto tiempo perdido.
Fue en una de aquellas noches, que cayó en la cuenta de que si alguna vez quisiera terminar su relación matrimonial y largarse de aquella casa con sus dos hijos, simplemente no tendría a donde ir, pues ya no contaba con la casa de sus padres desde que su hermano no regresó de lo que debió de haber sido una misión internacionalista. El gobierno había confiscado el apartamento de sus padres como reprimenda; no como castigo para los que se fueron, sino para los que se quedaron; o mejor dicho, para los que no se podían ir. Si perder la casa fue indignante, la ausencia de su hermano era aún mucho peor, pues le creó un hueco emocional que no había logrado llenar desde su partida. Él era todo lo que le quedaba de familia y le echaba mucho de menos, sabiendo que no lo dejarían regresar ni de visita, al menos por un buen rato. Se alegraba si acaso porque en poco tiempo de llegar al Norte, él había logrado encontrar un trabajito, alquilar un apartamento y mandarles algún dinero, que ella le agradecía infinitamente porque era como único podían sobrevivir las carencias que sufría el país, en la moneda del país.
Serían como las cinco, calculó ella al ver aparecer las luces del dichoso carro que cada noche doblaba por la esquina a la misma hora, con su ruido infernal de carro sovietico. La luz blanca que inundó el cuarto la encontró casi desnuda, como una momia de soldado, recta en la cama, mirando la monotonía del techo imperturbable, que iba mudando su piel de pintura en lascas finas, torcidas hacia el suelo por la gravedad de lo barato. Trató de cubrir su cuerpo con la sábana, pero él dormía sobre ella y le sería imposible sacarla de allí. Él había engordado muchísimo a medida que se acercaba a sus cincuenta y el bastidor del pin pan pun se hundía con su peso, formando un hueco gravitacional en la cama del que ella tenía que vivir escapando, como si fuera una cometa. Él se había dejado crecer el bigote reglamentario, tan de moda entre los que se identificaban con la maldad del gobierno, y mantenía su pelo corto como un militar, que junto a su carácter falso y confundido, lo hacían parecer un verdadero agente del servicio de seguridad, de esos que la gente llamaban en la calle un chivatiente. En el barrio la gente se cuidaba de decir lo que pensaba delante de él para evitarse algún problema, y tenían razón. Él era de aquellos que se habían acomodado a la conveniencia de vivir alagando los ideales del experimento, pero que preferían a la misma vez ignorar sus resultados. No se perdía una Mesa Redonda, como si fueran insulina para la diabetes de su ceguera, se creía todo lo que le decían en el noticiero de las ocho como si realmente fuera cierto y en su trabajo era el secretario del sindicato, del núcleo del partido y en la cuadra el presidente del CDR, todo a la misma vez; pues nadie más quería ninguno de los tres puestos. Incluso su hija querida, más joven pero también más avispada, se había ganado un castigo por venir un día de la escuela, contando que ella pertenecía al grupo de chiquillos que tenían parientes en el extranjero. “Aquellos que no tienen familia en la yuma son considerados de segunda clase porque no tienen fulas”, había comentado delante de su padre, que obviamente no quiso entender el chiste.
Convencido no era la palabra, más bien el hombre estaba confundido, haciendo carrera y fama con su vacío intelectual y la necesidad y el hambre de los demás. A ella realmente no le importaba, porque así habían muchos que ni sabían de que carajo estaban hablando ni su significado. Se comían el puré que el gobierno astutamente les preparaba sin que tuvieran que masticarlo y se lo comían, pidiendo más de aquellos ideales que en el fondo estaban vacios. Ella lo miraba en silencio y le toleraba su ceguera porque al final las discusiones sobre aquella clase de temas terminaban siempre en que los americanos son malos y fidel es buenísimo; sentados a la mesa de la cena, alimentando sus argumentos lliteralmente con la comida que ella compraba, gracias al dinero que le mandaba su hermano del pais de los canallas. Y esas eran solo la mejor de las veces porque otras la discusión se salía de sus raices cuando su marido, acuartelado en lo tonto de su razonamiento y con la verdad quemandole la nariz, comenzaba a criticar a su hermano por traidor y oportunista, que se agarró de la primera para colgar su título e irse a vivir con el enemigo, cautivado por los cantos de sirena, después de haber sido tan amigos. Para ella, sin embargo, las sirenas no eran ni tan siquiera necesarias, porque lo otro era resignarse a pasar la vida oyéndole el cuento de por qué te aprieto, a quien te mantiene apretado en su puño como a un esclavo; sin embargo, oírlo hablar así de su hermano le dolía, y se había convertido en otro salvavidas más a tirar al agua, para tratar de mantener a flote aquella relación de náufragos.
Una leve sombra azul violeta comenzaba a aclarar el cielo cuando ella empezaba a disfrutar el cansancio de las cinco y media, pero decidió que ya no tenía sentido dejar que la conquistara el sueño y mejor que asumiera su día tal y como había comenzado, fajada con todos los bellos durmientes. Dedicó un par de minutos a pensar en qué se pondría para ir al trabajo y seleccionó mentalmente un vestido rojo que suponía colgado debajo de la escalera. Vivía, como muchos otros, la incertidumbre de los despidos que estaban por ser anunciados en los centros de trabajo. Del capitalismo solo estamos heredando lo malo, pensó. Por este camino pronto estaremos pagándole impuestos al mismo que nos paga los salarios. Yo solo espero que no nos manden a la agricultura, como hicieron con el chantaje del 93, se le escapó en un fastidio, a lo que el marido respondió con una soñolienta caricia en su pierna, como si hubiera escuchado lo que ella acababa de susurrar.
Se elevó por encima de su espalda y alcanzó a ver que el reloj despertador, que ya estaba por sonar la alarma. Se incorporó como pudo, apartandole la mano con delicadeza pero ya sin miedo a despertarlo. Se levantó de la cama y rastreó con los pies sus chancletas y caminó hacia la escalera casi en puntillas para que la madera no crujiera demasiado, adivinando en cada pisada las partes más firmes del tablado, como quien trata de escapar ileso de entre un campo de minas. Bajó las escaleras en cámara lenta y atravesó la sala por entre los catres de sus hijos, hasta que finalmente entró en el baño, con la urgencia de quien tiene una gran necesidad. Cerró tras de sí la puerta y se paró frente al espejo, que solo alcanzaba a reflejar a aquella hora su silueta oscura sobre la pared blanca del fondo. Tenía aún la mano sobre el chucho pero no se atrevía a encender la luz para no despertar a los viejos. Con la yema de uno de sus dedos buscaba las grietas en su piel, que como ríos habían nacido del borde de sus ojos, aún inservibles. Se acarició el rostro, suavemente al principio pero luego bruscamente, ajándolo, estrujándolo, como si quisiera arrancárselo y botarlo a la basura, pero no pudo, era parte de ella aunque no pudiera verlo. Bajó la cabeza y abrió la llave sin recordar que en las mañana casi nunca había agua. El día comenzaba con todas sus fuerzas justo cuando ella estaba deseando terminarlo. Una lágrima apareció rodando por su mejilla, para saltar como un suicida al vacío y resbalar por el sink reseco hasta perderse por el hueco del lavamanos. No sabía por qué lloraba pero se sentía como una flor hermosa, abandonada a la intemperie indiferente del tiempo. Estaba frente al espejo, sin rostro, sin detalles, era solo una silueta, una variable de persona sin identificación ni señas, con los ojos abierto pero sin poder mirar.
Retrocedió lentamente hasta el inodoro y se sentó sobre la tapa, en medio de la oscuridad y el silencio de su soledad, paciente a esperar a que por fin sonara la alarma, para continuar obediente con el teatro de su vida.
dc
[ probablemente escrito en el 2004 ]
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