Cierto que sabía leer y hasta era buena en las matemáticas. Era una flor joven y hermosa que había germinado de su madre en la misma maceta donde había vivido toda su familia desde los tiempos en que El Dueño sembró en ella a sus abuelos. Aquellos viejitos de tallo encorvado y pétalos mustios, le habían contado que fueron trasplantados allí hacía más de medio siglo, cuando El Dueño, que parecía una persona genuina e interesado en sus vidas, porque incluso vestía de verde como muchos de ellos, les habló de una vida nueva, diferente. Les prometió que ya no estarían nunca más expuestos a las adversidades del tiempo y que no habrían más sequías. Les dijo que el agua y los nutrientes serían abundantes y compartidos entre todos por igual en aquello que el llamó El Jardín de la nueva sociedad.
Enamorados de aquella idea noble de justicia, vinieron los abuelos a vivir a una maceta situada frente a una ventana alta, con sus puertas abiertas al porvenir pero cubierta a la vez por una cortina gruesa, que dejaba pasar la luz de afuera pero bloqueaba completamente los rayos del sol. Y allí vivieron por muchos años hasta que se marchitaron de viejos, contando historias de su vida pasada en la pradera donde habían nacido. La tierra allá se tornaba árida a veces y la sed era tan larga como la espera por el próximo aguacero, le habían dicho a la flor los abuelos, que la vieron germinar hasta que estaba casi tan alta como su madre.
Allá en la pradera habían alacranes, gusanos, raros insectos nocturnos y yerba mala con la que había que pelear duro por un pedazo de tierra, le contaba el abuelo. La abuela por su parte le hablaba a menudo de la brisa de las tardes con su humedad del norte, que le traía tantos recuerdos de su juventud. Todo lo que dice el abuelo es cierto, - le dijo alguna vez -, pero este lugar es muy diferente, raro me atrevería a decir. Aquí no es lo mismo que allá afuera. Vivimos a la sombra, el viento no llega hasta aquí, ni del norte ni del sur. Las mariposas no nos visitan para contarnos lo que dicen abajo en la pradera, ni tampoco mis amigas las abejas, que tanto dulzor traían a mi vida. Y no podemos hablar con nadie por miedo a que nos falte el agua. Las demás plantas nos miran como si hubiéramos nacido culpables o como si estuviéramos haciendo algo malo. Es cierto que estamos vivos y protegidos de la sequía y los insectos, pero igual tenemos muchas cucarachas que desandan sin control por todas partes, y arañas que nos espían desde las esquinas como cámaras de seguridad y todo esta bien solo si haces y dices lo que le gusta al Dueño, lo cual es un soborno. Aquí la vida no nos toca hijita, - le decía la abuela mientras su madre escuchaba en silencio, con la vista puesta en la tierra -, mas bien nos pasa por delante como si maniquíes detrás de un vitrina.
Aquel discurso de la abuela lo había escuchado mas de una vez, pero ella nunca lo decía delante del abuelo, que con el tiempo se había ido cambiado el color rosado de sus pétalos a un rojo fuerte de sangre que lo hacía irreconocible para quien no lo hubiera conocido antes. La abuela decía que el abuelo lucía ridículo, cambiándose sus colores a propósito como si fuera a asistir a una fiesta de disfraces, decía entre risas. Es solo para hacerle la gracia al Dueño, decía, que prefiere las flores rojas a las de cualquier otro color. La abuela le recriminaba aquel acto de traición a la frescura del rosado del que ella se había enamorado alguna vez. No solo ha cambiado el color sino que también se amarra al tallo espinas como agujas que a veces me arañan hasta a mí, le decía con reproche. Dice que para defendernos de los alacranes y gusanos que viven al otro lado de la ventana, pero yo nunca he visto aquí ningún alacrán ni me parece que vallan a venir nunca, contaba.
El abuelo no le permitía a nadie que le criticara aquel nuevo color rojo que se había pintado sobre los pétalos rosados con los que había nacido. Decía cuando venía al tema y no lo podía evitar, que el color rojo absorbe mejor la claridad. - El rosado es muy pálido -, aclaraba como si se tratara de convencer a los demás. Y las espinas son para defender el cuarto de los agresores que están por venir algún día y que nos quieren robar nuestro proyecto floral, terminaba con el tallo encorvado por el peso de sus propias mentiras y el tono profundo en su voz de los culpables. Lo cierto era que el abuelo había olvidado su pasado y abandonado la razón, por conveniencia o por cobardía o por la conveniente cobardía de vivir inventándose excusas para no ver la realidad que tenía delante y le quemaba los ojos. Ojos cerrados, corazón olvidado, le decía a veces la abuela a su madre al final del reproche con que venía a contarle sobre lo diferente que se había vuelto su padre.
Y era cierto, no habían en la maceta insectos terribles que destrozaran sus pétalos o vinieran tras sus olores. Las malas hierbas allí no crecían, El Dueño las tenía confundidas con gusanos y eran arrancadas a diario entre chiflidos y turbas, cuando apenas comenzaban a mostrar sus malas intenciones. La sed también era cosa del pasado, porque si bien no era de todos los días, el agua, aunque a veces escasa y siempre condicional a la lealtad al Dueño, no faltaba por más de tres o cuatro días en el mejor de los casos y en fechas históricas nunca les falló que El Dueño enviara su regadera para celebrar las festividades y mantener por todo lo alto el ánimo revolucionario.
La tierra contenida en aquellas macetas por tanto tiempo se había vuelto improductiva. - En el siglo XXI el hambre no se apaciguaba con sales y vitaminas producidas en el suelo, sino con el esfuerzo de científicos abnegados que trabajaban sin descanso en nuevos experimentos gubernamentales, para saciar las necesidades de todas las plantas en el mundo -, como decía el dueño en una entrevista del periódico, en el periódico del El dueño. Incluso, agregaba el periódico, aquel año la producción de productos químicos para el tratamiento del suelo se iba a triplicar, no solo para el consumo nacional sino también para ser enviada gratis a las flores pobres de África y de América Latina.
Y así vivía ella, rodeada por los límites de su maceta y encerrada en la paz y el polvo de un cuarto que se había llenado de penumbras, para que no entraran en él las noticias sin cesura del exterior. La ventana, antes abierta al aire y la luz, estaba ahora siempre cubierta por una cortina gruesa que parecía de hierro. Sin embargo, a veces en las mañanas se colaban por sus rendijas unos atrevidos rayitos de sol que ella esperaba con impaciencia, porque encendían la frescura tierna de sus pétalos azules, que ella había aprendido de su madre a teñir con un rojo confuso, para ganar la simpatía de otras plantas. Mirar la vida de afuera a través de la ventana estaba totalmente prohibido y por más que ella se empinara en su tallo para observar aquel mundo infinito y lleno de colores del que tanto le hablaron sus abuelos, la ventana era muy alta y la cortina lo cubría todo. Nada hay de interesante en la exuberancia de nuestros vecinos, había escuchado decir a El Dueño en un discurso. Ellos están todos equivocados y destinados a desaparecer, recalcó en aquella ocasión.
Le debemos mucho a El Dueño y debemos respetar sus decisiones, le aconsejaba su madre cuando ella se quedaba mirando la claridad que se lucía por los bordes de la cortina. - Él nos alimenta, nos educa y nos protege y por eso debemos ser agradecidas y sentirnos identificadas con el proceso floral -, le decía con la esperanza de cambiar su atención para otro lado. Pero ella se quedaba imperturbable, soñando con aquel mundo claro y nítido que se ofrecía afuera por las rendijas de la cortina de hierro, porque igual a veces le parecía que su madre le repetía aquellas plegarias como para convencerse a sí misma.
Sin embargo, hubo ocasiones en que El Dueño estuvo ausente. A veces ocupado en agasajar a admiradores que venían de distantes jardines, mostrándoles con orgullo los niveles de salud y de educación de sus flores. Y otras tantas, reunido con su séquito en interminables sesiones nocturnas, para determinar la causa del crecimiento de tanta mala hierba de los últimos años. Una de aquellas veces en que El Dueño no estuvo físicamente presente, un viento huracanado logró empujar la cortina, corriéndola a un lado, dejando entrar de una vez al cuarto toda la claridad del día. Primero fue la ceguera del momento inicial, luego la sorpresa de una claridad que lo descubría todo. Las arañas políticas de El Dueño corrían a refugiarse a los rincones, dejando al descubierto siniestras redes de espionaje. Negras mariposas como brujas levantaban precipitadamente el vuelo, agobiadas por la claridad que les quemaba las malicias. Verdes comejenes uniformados sellaban archivos secretos y apagaban computadoras en medio de la premura, pensando que era la claridad del final. Diligentes moscones en guayabera se montaban apresurados en sus carros y desaparecían camino a Palacio. Habían llamadas de larga distancia preguntando si podían mandar los botes, flores saltando con sus macetas sobre balsas por la ventana, gritos, pancartas, gracias a la virgencita, otras que cargaban con una cruz, banderas desplegadas de los balcones. Todas, partes de una misma fiesta, que terminó en corredera cuando regresó apresuradamente El Dueño, rodeado por una organizada manifestación de cucarachas, y cerró de un tirón la ventana.
Entonces la penumbra fue apagándolo todo, desde carteles atrevidos hasta las protestas más sinceras. El cuarto regresaba a su orden ante la presencia invicta de El Dueño, que exigía sin demora un informe pormenorizado de lo que había sucedido en su ausencia. Aquel día, después que ya todos se habían calmado, ella se quedó mirando a su alrededor, buscando la complicidad de otras flores con quienes compartir la alegría que le quedó de aquella fiesta. Quería escapar, soltarlo todo, volar como la mariposa en los cuentos de los abuelos. Mojarse en el rocío húmedo de la mañana, dejar que el aire la empujara sobre los campos verdes, sobre los mares azules. Se sintió presa de aquel invernadero, náufraga en una ideología ajena, quería exigir que se abriera la ventana sin percatarse que aquel sentimiento era de una ingenuidad total. La penumbra ya había regresado y las flores que hacía unos instantes gritaban exaltadas desde sus macetas, yacían ahora como dormidas, contaminadas por un miedo histórico.
De aquellos recuerdos tejió sus suspiros, que cada día despertaban con las sombras de la luz. Y así pasó el tiempo y nacieron nuevas flores y luego las flores de aquellas otras flores, que sin otro candidato ni partido, eligieron al El Dueño para que siguiera adelante con su idea de crear la planta nueva, hasta un día en que él murió de calamidad natural, y como no pudo más regar sus flores se marchitaron todas.
dc
[ escrito hace un tiempito. La realidad de Cuba visto por una flor ]
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