Para cuando cayó en la cuenta de que estaba soñando con el perro callejero del barrio, su mujer llevaba más de dos semanas yéndose a media noche a dormir en el cuarto de los niños, luego del primer brinco que él pegaba en la cama. Al principio ella pensó nada de aquellas pesadillas. Eran probablemente el resultado de la presión de su trabajo, se dijo colmada de paciencia, agarrándose del colchón para no caerse al piso. Pero luego de diez noches de él saltando en la cama, fajándose a gritos con sabrá Dios quien, lo sentó en la cama una mañana y le dijo que no estaba durmiendo bien, que tenía que tomárselo con calma o incluso ir al médico a ver si le daban unas pastillitas. Pero él pensaba que ella estaba exagerando porque él siempre había sido de muy buen dormir y además no lograba recordar que hubiese soñado nada la noche anterior, ni la anterior ni aquella otra anterior. Se levantaba en las mañanas con el timbre del reloj, tierno y refrescado, sin querer escuchar nada sobre la supuesta pesadilla que tuvo anoche.
Esa mañana sin embargo, mucho antes de que sonara el reloj, abrió los ojos de una vez y se levantó de un salto al percatarse de que el perro callejero de la cuadra, aquel poodle blanco de pelos largos y rizados, grises de la mugre y enrollados en nudos y pegatinas de pelos con engruños de basura, se le había subido sobre su cama, moviendo la cola y ladrándole con apuro, como si fuera la hora de que lo sacara a caminar. Incluso cuando ya estaba completamente despierto, recordaba el sueño con tanta nitidez que no podía creer que hubiera sido un sueño, y levantaba la sábana y la sobrecama, buscando el reguero que supuestamente el perro había dejado con sus patas sucias sobre la sabana blanca.
Había visto a aquel perro caminando por el barrio desde que era un niño. Lo recordaba en las mañanas yendo para la escuela con su abuela, y el perro les pasaba por al lado sin prestarles la menor atención, moviendo amistoso su cola pelada por la sarna de un lado al otro, llegando de regreso al barrio luego de pasar la noche en quien sabe que parrandas. Lo había visto muchas veces ya de adolescente, mientras hacía la cola en la lechería y el perro se tiraba sobre la acera de enfrente con su pelambre encronchada, rascándose las pulgas con una pata y mascando alguna cosa irreconocible con los dientes, mientras la gente le pasaba por arriba a zancadas para no pisarlo. Y ahora de adulto lo había visto muchas veces, bajo el banco de la parada de la guagua en el parque o caminando por la calle con su onda rastafari, sin reparar hasta ahora en que aquel perro lo había estado acompañando en su vida por los cuarenta y tantos años, que en tiempo de perros eran alrededor de unos 300 años de edad. Hasta ahora que descubrió que estaba soñando en el, no era más que otro perro callejero, que él olvidaba el instante siguiente después de perderlo de vista; porque era común ver por la calle perros y gatos vagabundos que al parecer vivían a sus anchas sin que les perturbaran para nada las personas con quienes se veían obligados a compartir la ciudad.
Conocedor de las leyes del tránsito, los vecinos habían notado en más de una ocasión que aquel perro se paraba en una esquina para dejar pasar los autos antes de cruzar la calle, esperaba por la luz roja en la avenida del puerto antes de cruzar al malecón o volteando la cabeza para cerciorarse de que no viniera ningún carro antes de lanzarse a atravesar Chacón en diagonal, siempre ocupado en sobrevivir la ciudad como mejor podía, sin molestar a nadie y sin que nadie encontrara motivos para molestarlo a él. Comía lo que encontraba en el camino y tomaba agua en donde la hubiera sin importarle el origen o su transparencia. Vivía sin extrañar el placer de tener un dueño que se ocupara de él, orgulloso de que nadie se hubiera atrevido jamás a ponerle una soga en su cuello; aunque esto ultimo fuera ciertamente por otras razones, contrarias a las que su orgullo de perro vagabundo le dejaba imaginar.
Desde que cayó en la cuenta de que el dichoso animal se le aparecía cada noche en sus sueños, subido sobre su colchón con todas sus mugres y su piel sarnosa, metido a veces entre sus piernas por debajo la sábana, que tiraba con su boca para despertarlo a ladridos sin importarle la hora, ni que esa no fuera su casa ni él su dueño, estaba empeñado en encontrar al perro para darle algún sentido a aquellos sueños o al menos encontrar el origen de la afinidad de aquel perro con él. No era que lo viera cada día ni tampoco en el mismo lugar, a veces lo encontraba justo debajo de su edificio meando el poste del teléfono, observando a los demás con su cara peluda y sus ojos inocentes de perro sin complejos; pero muchas otras veces lo encontraba restregándose la picazón contra la pared de la bodega del chino Santiago, a unas dos cuadras de la casa. Ni tampoco recordaba el tiempo que pasaba desde que lo perdía de vista hasta que se volvían a encontrar, lo que recapitulando le parecía que en algunos casos habían sido meses o incluso años sin verlo. No llevaba la cuenta de las veces que veía a aquel animal que pasaba por su vida sin apenas dejarle un recuerdo del que se pudiera agarrar, sin embargo sabía que lo había visto muchas veces y ahora que lo andaba buscando no lograba encontrarlo en ningún lugar.
En frente de la lechería, por ejemplo, en donde estuvo muchas veces tirado en la acera, pasó por allí tres veces en el mismo día y no lo encontró. Los puntos de leche, tan de moda por los años 80, con sus litros de cristal de 20 centavos y sus paqueticos de queso crema Nela, ahora ya no existían, y en el local en que alguna vez estuvo la cremería de su barrio estaba ahora un puesto de viandas en donde lo único que no habían eran viandas o vegetales. El joven bodeguero de ahora era un jabao de piel canela y ojos claros, que se pasaba el día en la acera, reclinado en su silla contra la pared para que la humedad de adentro no le fuera a fastidiar los pulmones, y en vez de papas o zanahorias lo mismo te cambiaba la pila del reloj digital, que te vendía una ducha brasileña con calentador incorporado; piezas de repuesto japonesas para las bicicletas chinas o cualquier material de construcción que uno anduviera buscando. Lo único que no había alcanzado a vender nunca para su completa frustración eran vegetales, porque aunque muchas veces le anunciaron que traerían sacos de papas y boniato, nunca le llevaron un rábano. Cuando él se acercó para preguntarle si alguna vez había visto por allí al perro sarnoso que andaba buscando, al jabao se le encendieron los faroles porque según le dijo, él era realmente un carnicero que había quedado desplazado con lo del periodo especial y que sin dudas estaba muy familiarizado con la desaparición y destajo de perros y gatos, con o sin dueño. - Te digo chico que ni la carne de res la supera para hacer albóndigas con soya -, le dijo el jabao, explorando la posibilidad de un negocio de izquierda. - El truco es que como tiene más consistencia, requiere más adobo y hay que cocinarla con vinagre -, le explicó, pensando que él estaba interesado en los filetes caninos. Pero no era la carne lo que él andaba buscando, sino al perro con sus sarnas, así que le dio las gracias por el consejo y salió rumbo al parque a ver si por allí tenía más suerte y todavía nadie lo hubiese convertido en albóndigas de soya. Pero nada, no lo encontró en ningún lugar, excepto en sus sueños de esa noche y de la noche siguiente, subido sobre su cama, sacudiendo la pelambre mojada sobre la cama porque afuera estaba lloviendo.
Unos días después, regresando del trabajo lo vio por la ventanilla de la guagua caminando sobre el muro del malecón, probablemente buscando desechos de pescados que la gente usaba como carnada para pescar, y aunque se lanzó en la próxima parada para salir a su acecho, para cuando regresó tras sus pasos al malecón ya el perro había desaparecido otra vez. Lo buscó por los arrecifes, por el muro de la bahía, incluso lo estuvo buscando dentro del agua pero no lo encontró. Pensando en qué hacer para mandar a aquel perro a la porra, subió caminando por la calle Prado, cuando se le ocurrió que esa noche en vez de quedarse lamentando el reguero de mierda sobre sus cama, que para entonces eran en sus sueños una mancha negra y maloliente que ocupaba todo el lado derecho de la cama hasta el colchón, en cuanto el perro saltara al piso, lo iba a perseguir para ver a donde lo llevaba en el sueño. Quizás esto le ayudaría a finalmente descifrar qué significaban aquellas pesadillas sin ton ni son de cada noche; y si aquello no era más que un pasatiempo de perro callejero y aburrido, sin nada que hacer por las noches que colarse en los sueños de los demás, pues el mismo lo iba a descuartizar con sus propias manos, aunque solo fuera en sueños; o mejor, se lo iba a llevar en una bolsa al jabao del la lechería para que se lo hiciera croquetas de carne. Y en esas andaba, preparando su estrategia para cazar al perro en sueños, cuando a la altura de Colón se le acercó una señora a venderle un apartamento - te queda pintao papito, es en Boyeros, un tercer piso pero bajito y con escaleras anchas que hasta puedes subir sin problemas la cama armada y el refrigerador Inpud - , le iba diciendo la señora mientras él esperaba por el tráfico para cruzar a la otra sección de la avenida. - Son solo 30 mil dólares muchacho, 50 más y te incluyo la mudanza, ¡una ganga!. Mira, se lo pides al mismo que te mando esos zapaticos tan lindos que igual allá afuera 30 mil fulas no son nada mijo, te los mandan al día siguiente. Y mira si necesitas una transferencia bancaria del Yuma, hablamos con Gustavito que ese muchacho tiene más conexiones que una cadeca y con mejores intereses que el Banco ese de las Américas. Piénsalo papito que es una oferta única y allí hasta te dejan tener animales. Los del apartamento de al lado tienen un puerco en el patio, dos gatos y un perro en el balcón. ¿Quieres la dirección?. Hay muchacho pero no seas tan serio, con esa cara de sonámbulo -, Y por fin pusieron la roja y cruzó la calle.
Esa noche, no hizo más que cerrar los ojos, se le apareció el perro en la cama con los mismos ladridos y con la misma urgencia, pero esta vez él lo tenía todo bien soñado. Después de las primeras dos patadas que le tiró por debajo de la sábana, se acordó de su plan y se levantó de un brinco, se calzó las chancletas y cuando el perro saltó al piso, él salió corriendo detrás del perro, que pasó por entre los barrotes del balcón al alero del edificio, caminándolo como un gato hasta que salió por el pasillo hasta las escaleras. Temiendo perderlo de vista, bajó tras el perro saltando los peldaños de dos en dos, aguantando las chancletas con el dedo gordo de los pies para que no se le resbalaran, y enredándose con las patas anchas de su piyamas entre las piernas, pero enardecido por las ganas de agarrar al cabrón animal por el cuello y llevárselo en una jaba a Salud Pública. - Esta noche no te salvas -, le gritaba corriendo por el pasillo de la entrada, - mañana por la mañana te van a echar a los leones del zoológico de la Habana - , y casi lo agarra al doblar la esquina del teléfono, cuando por alguna razón el perro se detuvo para cambiar de dirección. Se le escurrió por entre los dedos, corriendo calle abajo hasta entrar en el portón abierto de la casa de Esperanza, una vieja loca y solitaria que habían encontrado muerta semanas atrás, sentada en el sillón de la sala con el abanico todavía agarrado entre sus dedos y en la misma postura en que tomaba sus largas siestas, detrás de la reja alta de su ventana colonial. Recordaba bien la historia porque él mismo había visto a la policía en la calle el día en que el chino, el bodeguero que le traía a ella los mandados cada semana por una propina de 5 pesos extras, no alcanzó a despertarla para que le abriera la puerta.
Él estaba parado justo en la acera de frente con otros curiosos cuando sacaban en una camilla el cadáver minúsculo de lo que había sido aquella señora, cubierto con una sábana blanca como si fuera una momia antigua, con sus rodillas todavía encorvadas por la posición del sillón, lista para ser estudiada como una rareza de la historia revolucionaria. Decían que se había quedado sola cuando toda la familia se le fue para el norte luego de la nacionalización del 60, que ella se quedó detrás porque estaba enamorada de Jacinto, un mulato que él conoció ya de viejo, pero que incluso para entonces todavía llevaba sobre sus muchos años, el sombrero de paja amarilla sobre la tez blanca y la levita mustia de lo que alguna vez había sido un macho viril de sonrisa amplia y pies de casino, que lo mismo levantaba a las morenitas que empezaban a despuntar en el solar donde vivía, que a las señoritas más pálidas que encontrara extraviadas por el barrio; siempre y cuando estás quisieran probar la diferencia entre un mandadito rosadito y corto, escondido en su bultico peludo detrás de un calzoncillo atlético Taca o la mandaría carmelita oscuro que Jacinto heredó de sus ancestros africanos y que ahora le colgaba a entre las piernas por entre las patas del calzoncillo de piernas, como si fuera un trofeo folclórico. Contaban las malas lenguas, que enamorada de Jacinto y de su mandarria africana, la pálida Esperanza había decidido quedarse en la Habana a cuidar de aquella casa con una multitud de excusas revolucionarias que convencieron a su padre de que estaba totalmente perdida, y que también pusieron nervioso a Jacinto cuando ella le contó que se quedaba porque lo amaba sin desperdicio. Y la pasión les duró, pero fue solo por un tiempo, hasta que Jacinto la olvidó unos años después sin ninguna excusa que le pudiera decir mirándola a los ojos. Muchos años después, sola, desempleada y apenas sin dinero, negada a hacerle el juego geriátrico al médico de la familia, que caminaba por su casa como si aquella mansión fuera un museo, curioseando, tocando, explorando las fotos de las paredes, ella se había ganado la reputación de la loca Esperanza y había quedado olvidada detrás de su ventana - porque además de loca es también problemática -, regaba por el barrio Iluminada, una vieja comunista del comité de la cuadra.
Parado en el portal de la casa de Esperanza en medio de la noche, empujó suavemente el portón macizo y entró en la sala oscura, sabiendo que allí ya no vivía nadie, ni en la realidad ni en sus sueños. La puerta tenía un cartel del municipio de salud, advirtiendo que la casa estaba clausurada y que no era segura para ser habitada. Pensaron en apuntalarle los techos pero estaban en tan malas condiciones que era mas sencillo derrumbar la casa y hacer con el espacio otro huerto donde la gente pudiera cultivar sus propias verduras y acumular su propios desperdicios. El Poder Popular había sacado de la casa todos los muebles y cualquier otra cosa de valor, incluso las losas de las paredes y los mármoles de las columnas, las figuras de porcelana, el reloj de péndulo de la sala, los platos de China, los cubiertos de plata, las lámparas de el Encanto en los techos, incluso los aires acondicionados Admiral que ni tan siquiera funcionaban y eran mas que nada un tapón para cubrir sus huecos en las paredes. Las puertas de madera de los cuartos habían desaparecido, los vitrales del patio; solo habían dejado las paredes descorchadas y un techo que estaba siempre húmedo aunque no estuviera lloviendo, goteando agua desde una estalactita mineral a 5 metros de altura hasta su correspondiente estalagmita en el suelo, con tan larga pausa entre una gota y otra que tal parecía estuviera contando la paciencia.
Así que en su sueño entró con cuidado, haciendo tiempo a que se le adaptaran los ojos a la oscuridad de adentro para poder ver en donde estaba aquel perro de mierda, que había desaparecido por entre las sombras. Nunca había estado en el interior de aquella casa pero tenía una idea de cómo era la sala de verla desde la calle a través de la ventana. El resto lo imaginaba con la misma distribución que muchas otras casas en donde vivían algunos de sus conocidos del barrio. De puntal alto para apaciguar el calor del verano, con columnas redondas adornadas con pétalos alrededor del techo y con lozas de mármol alrededor del piso. Al cabo de unos segundos se fue iluminando delante de sus ojos una sala amplia y una oficina con escritorio a la izquierda, que habría sido en el pasado del padre de Esperanza, según calculó; seguido por tres cuartos contiguos sin privacidad, a lo largo de un patio por el que se podía llegar hasta el comedor de atrás y a la cocina del fondo. Nunca había entendido la lógica de aquellas casas en las que para ir al baño en medio de la noche habría que pasar primero por todos los otros cuartos, o salir a la intemperie del patio para entrar por el comedor, pero tampoco estaba el allí para hacer lógica de lo que alguna vez fue la moda arquitectónica de la ciudad, sino para encontrar al perro sarnoso de sus sueños.
Días después le contaría a su mujer, recordando el sueño de aquella noche, que todo en su mente lo veía ahora con la calidad de una película que hubiese sido filmada con una cámara de 16 milímetros, le explicó. Todo lo que veía en su memoria era plano, saturado en blanco como un negativo expuesto a la luz y con colores opacos, como si todo lo que sucedió aquella noche lo recordara ahora sobre la pantalla plana de un proyector de cine. Le contó que lo primero fue que escuchó voces, muchas voces de gente conversando que parecían venir del primer cuarto, de donde salía una línea de luz amarilla, casi invisible, por entre las rendijas de la puerta entreabierta hasta la oscuridad de la sala. Sin tiempo a hacer sentido, alguien abrió la puerta de una vez y salió un señor elegante, caminando a prisa hasta el escritorio, para encender una tímida lámpara sobre el escritorio, que iluminó el montón de papeles esparcidos por todas partes. - Si aquello no hubiera sido un sueño hubiera salido corriendo -, le dijo a su mujer asustado, - pero en el sueño me quedé perplejo, mirando lo que pasaba adentro con la inmunidad conveniente de un fantasma -, le dijo. El señor que miraba los papeles del escritorio no lo notó, ni tampoco el que vino detrás de él, ni los otros dos que vinieron después. Hablaban entre ellos con enojo, inconformes con algo que él no logró entender. Revisaban papeles, sacaban cuentas y ojeaban periódicos, mientras desaparecían de tanto en tanto detrás del humo de sus tabacos. No fue hasta que uno de ellos se sentó al escritorio y la luz le iluminó el rostro que pudo notar con sorpresa que era el doctor Dorticós, y luego descubrió a Urrutia y luego a Batista. Los reconoció de fotos de los libros de historia y aunque los tres estaban muertos, en el sueño aquellos señores vestidos de corbata oscura y trajes blancos impecables. Estaban vivos, consumidos al parecer en hacer sentido de la economía del país en los últimos cincuenta y tantos años, con las estadísticas que tenían delante. Los otros dos estaban sentados cómodamente en el sofá del fondo y aunque no les pudo ver el rostro, recordaba que Batista le preguntó a uno de ellos - Coño Piedra, ¿y que más le diste?- y fue allí que Urrutia caminó hasta la puerta del escritorio al notar su presencia en la sala y la cerró de un tirón.
Otra cosa que tienen los sueños es que por ilógico que pudieran parecer cuando uno está despierto, los sueños lo mezclan todo, impresiones, memorias, experiencias e incluso otros sueños, en una historia finita e imposible que muchos no alcanzamos a recordar cuando al final abrimos los ojos en la mañana; pero aquel sueño él no lo quería olvidar porque siguiendo al perro había una historia que ni él mismo sabía que tenía en su memoria. Le contó al psicólogo al que lo llevó su mujer cuando meses después el perro se negaba a bajarse de la cama, que a través de la puerta abierta del primer cuarto, ahora abierta como una invitación, podía ver gente bien vestida, gente elegante, caminando de un lado al otro, conversando animosamente entre sí. No reconoció a muchos de ellos cuando asomó la cabeza a la puerta pero le pareció que eran músicos o artistas porque sentada en una mesa a la izquierda estaba La Burque, tal y como él mismo la recordaba la última vez que la vio en la televisión, con su afro cortico y su vestido amplio. Cantaba suavemente a capela con Moraima, Clara, Mario, y Armando Calderón, el viejito buena gente de la comedia silente de los domingos. Había otra mujer cantando con ellos que él no conocía. Una negra ruidosa teñida de rubio, que al verlo parado en la puerta le guiñó un ojo y le grito - Azuca! -. Estaba en una esquina, casi justo al lado de la puerta el ministro Hart, enseñándole su guayabera impecable a Pacho Alonso, Depestre, Bacayao y a Jorrín, que violín en mano, miraba que Roberto Faz no lo fuera a pisar, bailando un mambo con Pérez Prado. Sentados juntos en el mismo cojín, delante de un piano cuadrado y silente estaban Lecuona y el Bola, muertos de la risa por la gracia del piano sin cuerdas, que Lam se empeñaba en decorar con figuras de extraterrestres por encima del barniz desteñido. Juan Formell los acompañaba con su bajo colgado al cuello, tarareándoles los acordes de un buey cansao. - Era una fiesta - , le había dicho al psicólogo, una fiesta que probablemente iba ya por mucho tiempo, a juzgar por la porquería que había en el piso y en todas partes, los vasos de cristal vacíos o rotos, algunos con pintura de labios en los bordes, el montón de botellas en las esquinas y los ceniceros repletos de cabos y cenizas que nadie se molestaba en limpiar.
En el patio una mujer cocinaba carne de puerco con leña. Era Margot, pero eso solo lo supo después, cuando descubrió a Nitza en la cocina, preparando los condimentos de la cena mientras les explicaba a un grupo de entusiastas la receta de lo que iba a cocinar en un minuto. También en el patio estaba Amelia, subida sobre una escalera de madera, pintando la pared inmensa que separaba la casa con el patio del vecino, usando como inspiración el reflejo de la luz de los vitrales y pidiéndole amablemente a Margot que por favor tratara de echar el humo para el otro lado, con el cartón de la tapa del cake anual del día de las madres con que ella avivaba la leña. Le pareció por un instante ver al perro delante de la puerta del comedor al final del patio, adorando con sus ojos y su nariz las carnes al fuego; sin embargo estaba tan consumido con los inesperados invitados de su sueño que casi lo había olvidado y solo se entretenía en caminar la casa en donde se habían reunido tantos espíritus cubanos, conocidos y por conocer.
Rendido por el olor de la carne en las brasas, el congrí que Margot tenía a punto en un caldero y la yuca que hervía en el agua al fuego del carbón, le pareció a lo lejos ver pasar por el patio a Camilo. A ese si lo conocía muy bien porque lo había visto desde niño en cada foto que le hubieran tirado en vida, más todas las otras que le habían inventado después. Iba sin camisa pero vestía la misma sonrisa de siempre y la misma barba típica de su años de guerrillero. Lo siguió por el patio hasta la puerta del cuarto del medio por donde lo vio entrar. Caminó hasta ella lleno de curiosidad y lo encontró sentado en el piso contra la pared, puliendo con mucho esmero una de sus botas. Estaban también allí Ernesto, que agarraba su tabaco humeante con su mano derecha, concentrado en una partida de ajedrez con Huber Matos. En la esquina opuesta había una piedra enorme, maciza, con un hueco cuadrado esculpido en el frente, de donde colgaba de un tornillo una lápida de bronce apenas legible. Desde adentro de la piedra salía una voz tímida, añeja, que tal parecía hablar en ingles. Él sabía quien estaba dentro de aquella piedra porque había visto toda la ceremonia en la televisión más de una vez, pero el idioma era distinto y también el tono de la voz. Se acercó para hacerle sentido y descubrió que repetía sin parar un discurso sencillo, como de bienvenida, dirigido a la Clinton; para recibirla en su casa después que hubiese ganado las elecciones presidenciales del 2016. Haydé y Celia ponían flores frescas de mariposas blancas sobre la piedra enorme, enganchadas en una bandera del 26 de Julio, desplegada de lado a lado. Arrodillado ante la piedra estaba Blas Roca que le encendía velitas puestas en círculo delante y que Antonio Núñez se las apagaba de un soplido, parado detrás de Blas, quién volvía pacientemente a encenderlas una y otra vez, rayando a lija de su cajita de fósforos Chispa. No pudo dejar de notar que con las flores, la bandera roja y negra encima, las velas a medio encender, el murmullo del discurso interminable y las dos señoras adorando la piedra, se sorprendió él que en su sueño toda aquella historia contemporánea del país hubiese terminado en un mausoleo para cenizas de santos.
Sentados a la mesa, de espaldas a él estaban Almeida y otro hombre que luego supo que se llamaba Piñeiro, este último contando los nombres que tenían en un papel para ver si las sillas plegables que tenían contra la pared alcanzaban para todos los demás comandantes y generales que estaban por llegar. - ¿Seguro que Raúl coge silla compadre ? -, le preguntaba Almeida una y otra vez con insistencia a Piñeiro, - mira que ese es mi hermano coño -, añadía para repetir la misma pregunta otra vez.
No sabía si hablarles o interactuar con ellos, si tocarlos o preguntarles alguna cosa porque no estaba seguro de si los sueños permitían mezclar la política de la vida real con la historia de su imaginación, sin desvanecerlos cuando entraran en conflicto con el viaje del tiempo transcurrido. Tenía en la punta de la lengua miles de preguntas por hacerles, sin embargo se sentía tan desconectado de ellos que el silencio terminó por vencer a su curiosidad. Se acercó a la puerta intermedia que daba al último cuarto antes de salir a la sala, pero tuvo que empujarla porque estaba como recia, y casi tumba a Frank y a su hermano en el piso, que estaban parados al otro lado, justo detrás de la puerta. Se disculpó como pudo, con su boca todavía abierta por la sorpresa, y no hizo más que entrar, los dos cerraron rápidamente la puerta tras él, sin perder un instante, mientras Echeverría le preguntaba con visibles dudas que quien era. - Me viré para responder su pregunta, pero verme en frente de Echevarría me devolvió al silencio. Me quedé una vez más paralizado sin saber que decir o que hacer -, le contaba a su mujer recordando aquella escena, - entonces Pepito me puso la mano en el hombro y le dijo a los demás que yo no era uno ellos -. - Si te vuelves a perder de cuarto te la pelamos aquí mismo -, le dijo casi al oído, mientras lo empujaba sobre los hombres de Maisinicú, el real y Corrieri, que competían el uno con el otro, fajados entre sí por probar quien era el de verdad, agarrándolo y empujándolo el uno y el otro, compitiendo a ver quien terminaba por cogerlo prisionero. - Te juro que es un espía, mírale la cara de bandido que tiene. Con ese pijama de burgués -, decían los dos a la misma vez en perfecta harmonía. Frank, el hermano y Echeverría, seguían empujando la puerta como si quisieran abrirla para el lado equivocado. La puerta se rendía en el marco ante la presión de aquellos hombres pero no cedía. Solo era posible abrirla en una dirección, pensó en decirles, pero así son los sueños, que cuando no entienden algo se van al absurdo. Agarrado por los puños de los dos hombres, trataba de explicar a cualquiera que estuviera escuchando entre un empujón y otro, que no era ningún espía, que le iban a romper el pijama, pero los dos hombres lo seguían empujando y halando hasta que por fin una voz calmada y quizás hasta dulce, les dijo desde una esquina que él no era más que un vecino que había entrado por la puerta equivocada. Cuando por fin lo soltaron, él les miró a la cara con más curiosidad que rencor y casi pierde el sueño del susto, cuando notó que respiraban como si estuvieran vivos y hasta sudaban con su piel de muertos, pero comprendió a tiempo, justo antes de despertarse, que era solo un ardid de los sueños para confundir al durmiente. Se volteó para darle las gracias a quien quiera fuera aquel que le había salvado la vida y el pijama, pero José Antonio lo interrumpió para preguntarle si quería que le firmara un autógrafo. Se revisó los bolsillos, calzándose apenas sus chancletas, miró alrededor a ver si alguien tenía un bolígrafo, pero sin poder encontrar ni papel ni pluma, sabía que iba a lamentar aquella oportunidad única por el resto de su sueño.
- Siéntese caballero -, le dijo la misma voz que lo había rescatado del atropello a que lo sometían los dos personajes del Escambray. Se volvió para decirle a Sergio que él no había sido nada más que un actor, que Alberto era el verdadero héroe, pero ni terminó su frase porque ahora Sergio recitaba de memoria los versos de Martí, de cuando actuaba en el silencio que tuvo que ser. Se volvió para darle las gracias a su salvador y cual no fue su sorpresa, sentado delante tenía a Chapó, en su banquito de siempre, invitándolo a que se trepara en la silla para pulirle las botas. Era el limpiabotas de Aguiar, justo en frente de la pescadería rusa, que de niño le limpiaba sus botas ortopédicas cada domingo por una peseta. Apenas lo recordaba, - la memoria es una cosa increíble -, le dijo luego a su mujer, contándole aquel agradable encuentro. - Caminé hasta la silla y no me pude subir -, le dijo emocionado. Lo recordaba bajito, prieto, calvo, viejo para cuando él era un niño. Lo tomó del brazo hasta que se paró a su lado y ahora él era mas alto que Chapó -; Conservaba justo como lo recordaba su sonrisa tímida, su humildad de esclavo, su delantal mugriento y sus manos embetunadas como siempre, que se le confundía con el color de la piel. Se le quedó mirando perturbado hasta que al final le dio el abrazo que por tanto tiempo tenía atorado, desde el día en que iba con su abuela a la bodega del Chino y notó por primera vez en su vida la puerta del cuarto de Chapó cerrada. Fue el bodeguero quien le dijo a su abuela en frente de él que probablemente estaba cerrada para siempre. - La revolución se hizo también con el crédito de humildad de aquellos que como Chapó, que no tenían mas que un colchón para dormir dentro del closet de su negocio capitalista, lo aceptaron todo a como venía, como aceptaron con resignación lo ridículo de sus vidas -, le dijo a su mujer.
Agamenón limpiaba atentamente la silla con un plumero, en caso de que cambiara de opinión y decidiera limpiarse las chancletas con betún Lustral, pero a él no le pareció una buena idea. Eran las únicas que tenía. Volvió a mirar a Chapó, que se había vuelto a sentar en su banquito, limpiando las botas que tenía en una esquina de algún otro fantasma. Aquel último cuarto era el más colmado. Allí estaban muchos otros difuntos desconocidos que habían sido de alguna manera parte de aquella última revolución, que asfixiada por el humo de su propio tabaco estaba igual por terminar en la vida real. En su empeño de encontrarle algún sentido a aquel sueño, trató de relacionar a toda aquella gente con la señora solitaria que había vivido allí, o con el perro callejero, que ahora había desaparecido. Instantes después cayó en la cuenta de que aquellas podían muy bien ser las memorias de la vieja Esperanza. Todo lo que había visto o escuchado, todo lo que ella imaginó o se hizo idea, él lo estaba ahora soñando, caminando por entre los espíritus que la sobrevivieron en la casa donde vivió sola la mayor parte de su vida. Entonces una última pregunta le vino a la mente como un rayo, ¿Qué carajo tengo yo que ver con esa señora y con el perro sarnoso del barrio? se dijo intrigado; pensando además que si descifraba ese último enigma el perro dejaría de despertarlo cada noche con sus ladridos a las dos de la mañana. Pero ni Santiago, el chino de la bodega con quien habló un tiempo después sobre aquella noche en la casa de Esperanza lo pudo ayudar. Aquel chino se las sabía todas porque la gente venía a su bodega buscando algo que comprar, y sin encontrar nada que no fuera sal y chispa´tren, se quedaban recostados al mostrador contándole las necesidades que estaban pasando y de allí saltaban a contarle con picardía todos los chismes del barrio. Aquella vez el chino le explicó que no le parecía que ella estuviera muy al tanto de lo que pasaba en el país, ni tampoco interesada, - Te digo que ni desamarraba el bulto de periódicos que yo le recogía de la puerta de la casa cada semana - , le dijo. - Si se hizo pasar por comunista fue solo por amor, para quedarse con el negro de sus sueños, pero estaba tan desencantada de todo que no salía ni al portal de su casa -. Y era verdad pero solo a medias, tenía en la sala un televisor de bombillos, de aquellos que venían en un armario con tocadiscos, que solo hacía bulla sin imagen porque la antena del techo se había caído desde hacía mucho mucho tiempo atrás y ella lo apagó una noche por última vez, cuando por entre la estática de la pantalla se le aparecían figuras que le hablaban con mensajes indescifrables, que ella confundió con fantasmas. Era Manolo Ortega en el noticiero de las ocho, pero ella pensó que aquel aparato estaba embrujado, como lo estaba el resto de la casa, con sus ruidos a media noche y aquella música de orquesta y las luces encendidas, el humo del patio y el baño siempre inundado de agua; así que terminó por apagar el televisor para siempre. Las revistas Bohemia y Mujeres que le traían a la puerta ella nunca se ocupó ni de abrirlas, como había dicho correctamente el chino. Las tiraba en un armario del comedor por si alguna vez su madre o su hermana querían leer lo que le pasó al país durante su ausencia, olvidándolas al instante sin ni tan siquiera pasar sus ojos por la portada. Tenía además un radio Phillips en el cuarto con el que se dormía cada noche escuchando las noticias de Radio Reloj, para que le hiciera compañía con su tic, tic, tic interminable. Pero ni eso le duró mucho tiempo porque aquella noche en que Robertico Robaina se las dio de parejero y asalto de nuevo la emisora con sus consignas de contigo y sus gritos de sálvese el que pueda; esa fue la última noche que ella escuchó las noticias, porque asustada con la algarabía, se le ocurrió que algún cambio estaba finalmente pasando en el país. Se puso tan nerviosa, pensando que su familia esta por venir de vuelta que se levantó de la cama en medio de la noche y estuvo limpiando la casa por dos semanas sin parar. Cuando días después, esperando en su sillón a que su padre le tocara la puerta con las maletas y el resto de la familia, escucho por la ventana a una vecina diciendo que había sido una broma de la juventud comunista, le dio tanta rabia que jamás volvió a escuchar a Radio Reloj, ahora escuchaba a Radio Enciclopedia, que además la hacía dormir mejor.
El mismo Jacinto que por algunos años vivió con ella, le contó, intrigado además por su curiosidad en el tema, que aquella pálida esperanza había sido una mujer tierna y sencilla pero por lo mismo, incapaz de entender cualquier cosa que fuera demasiado complicada. Para cuando Jacinto la conoció, ella era una jovencita que trabajaba en una dependencia del Banco Nacional, al tiempo en que se le fue la familia del país. Y por aquel incidente la botaron del trabajo semanas después, porque aquellas aburridas oficinas de la calle O'reilly eran solo para los que estaban libres de cualquier conflicto ideológico - que no fuera el dinero, claro está. Al fin y al cabo era un banco - le aclaró Jacinto con una mueca de sonrisa ridícula. - Ella no tenía ni teléfono pariente -, le dijo. - Por que ella canceló el servicio para que no la llamara de nuevo la familia y fueran a descubrir por su voz que estaba desesperada. Te digo, si yo hubiera sabido como contactar a sus padres les hubiera avisado. Incluso les mandé una carta a la Yuma, copiando la dirección de una de las cartas que ella tenía sobre la mesa del comedor, pero los de G-2 me la trajeron de vuelta a la casa una tarde a ver a quien estaba yo tratando de contactar allá afuera. Por poco me la hacen traga tigre -, le dijo Jacinto abriéndole los ojos y con la cara asustada.
Desempleada y sin familia, le insistió a Jacinto que la llevara a la fábrica donde él trabajaba a aprender a amasar hojas de tabaco con las manos, y este luego de resistirse por semanas y por meses se la llevó un día a la del sindicato, que andaba buscando mujeres o hombres de color más claro que el carmelita de los mulatos. Años después, cuando ya Jacinto no le prestaba a Esperanza la misma atención de antes, ella misma se retiró del oficio de tabaquera porque nunca le quedaron los tabacos ni del mismo tamaño ni del mismo espesor, ni con la misma calidad que a las demás cigarreras. Al viejo Avidez, al que todos llamaban en la fábrica El Maestro, no solo por sus años sino también por su experiencia en el oficio, por poco lo ahoga una vez cuando el pobre hombre trató de fumarse uno de las piezas que Esperanza confeccionó bajo su supervisión, pero que lo apretó tanto con el nerviosismo de la tutoría, que el aire no le pasaba del pie del cigarro a la perilla del cañón y el pobre Avidez lo aspiraba con todas sus fuerzas, para no hacerla sentir mal, hasta que su piel de negro jibaro empezó a colorearse de un violeta cenizo y tuvieron que prestarle los primeros auxilios por su empeño en fumarse aquel tabaco tupido. Luego que se recuperó, alcanzó a guardarlo en una de las gavetas de su mesa de corte, como un espécimen sui géneris de su profesión, porque nunca antes había visto una pieza tan compacta en sus 65 años de tabacalero.
La hicieron practicar con hojas verdes sin curar para ver si con entrenamiento alcanzaba alguna vez a perfeccionar su destreza manual, pero el producto final siempre se parecía a los puros tipo zepelín que se fumaba Elpidio Valdez en las aventuras de Padrón; a los que el anillo de la marca o no le entraba o se le resbalaba de vuelta para atrás. El mismo Jacinto trató de entrenarla en la casa, robándose las hojas de tabaco dentro de la camiseta y los anillos de Romeo en la suela de sus zapatos. Luego en noches de pasión e insomnio, ella le envolvía las hojas suavemente alrededor del cabo de su mandarria, practicando las técnicas que Jacinto y los demás le había enseñado, pero eso solo fue hasta una vez en que ella trató de encenderle el tabaco con una fosforera para cogerle el aroma mientras él dormía y por poco le prende fuego a la cama y a la mandarria de Jacinto, quien unos días después y sin muchas explicaciones decidió terminar con el entrenamiento.
Con ella en el taller, la fábrica podía exhibir en el mural del sindicato un equilibrio étnico balanceado, tolerando todos los inconvenientes de aquella pizca de leche cristalina entre la masa compacta de chocolate, que se podía apreciar mejor desde la mesa de la cuentera. Pero al final fue todo un esfuerzo inútil. Un día ella misma comprendió que seguir intentándolo no tenía ningún sentido. - es lo mismo que me pasa con el casino, no es posible seguir con tus pies, un ritmo que tu alma no es capaz de escuchar-, le confesó a la mujer del sindicato antes de capitular. Salió de la oficina enfadada con ella misma, se quitó el trapo de la cabeza, agarró su cartera de las taquillas, se quitó las argollas de las orejas, se limpió la pintura colorada sobre sus breves labios rosados y se perdió de un portazo entre el gentío de la calle Obispo, y nadie la volvió a ver nunca más, a no ser en las tardes de su soledad, por detrás de los barrotes de su ventana.
En el comedor, la mesa enorme estaba cubierta con un mantel verde de seda, adornada con un búcaro hermoso en el centro con incrustaciones de marfil y adornos de oro, pero las margaritas estaban hechas de papel de plástico, de espigas de alambre de perchero, forradas con papel verde y coloreadas sus pétalos con crayola, completamente cubiertas de polvo y rastros de telarañas, olvidadas sin la aroma o la vida que nunca tuvieron. El refrigerador por su parte, un Westinghouse original, de carrocería jorobada y curvas acentuadas como si hubiese sido el Plymouth de su año, estaba desconectado y con su puerta abierta hasta la pared. Adentro habían cajas de zapatos sin tapas, llenas todas de cartas sin abrir. El Chino de la bodega no supo de la existencia de las cartas hasta que él se lo contó; entonces ambos atando cabos sueltos llegaron a la conclusión de que eran probablemente de su familia en el norte. - Ella me dijo una vez que prefería morirse a ir a pedirle disculpas a su padre -, le contó el chino. Saque la cuenta mentalmente en mi cabeza de bodeguero y calculé que el padre debería de haberse muerto hacía al menos unos 20 años atrás, pero no se lo dije por delicadeza, tu sabes -, le dijo mirándolo por detrás de sus espejuelos de pasta. Esperanza no sabía nada de su familia porque temiendo escuchar de nuevo los insultos que su padre había escrito en la primera de aquellas cartas, acusándola de comunista y piola, se le fueron acumulando las demás correspondencias sin atreverse a abrirlas, una a una sobre la mesa del comedor, hasta que un día descubrió al mecánico del refrigerador mirándolas a contraluz con una linterna china para ver si tenían dólares adentro. Lo despidió como pudo, con la excusa de que había decidido tomar té caliente el resto de su vida y comer solo verduras frescas, compradas en el mismo día. El mecánico había sido el primero que le dijo a la del CDR que a aquella esperanza la soledad y el secuestro la estaban desquiciando. Pero a ella le importaba muy poco lo que sucedía al otro lado de su ventana, porque igual pensaba que sus padres estaban ya por regresar con su hermana menor. No era posible que aquel país fuese capaz de aguantar por mucho más tiempo aquella situación de miseria con que lo tenían engañado.
Luego de despedir al mecánico en la puerta, regresó al comedor a través de los tres cuartos, sacó del refrigerador lo casi nada que tenía dentro, un cuarto de pollo Bulgar que ya estaba descompuesto, lo que le quedaba de una gelatina Caritas de fresa que había cocinada la semana pasada, dos lascas de una barra de guayaba sin marca y dos limones con los que se hizo una limonada sin hielo. Luego acomodó las cartas dentro de cajas de zapatos vacías que encontró en el closet del cuarto de su madre y las tiró dentro del refrigerador roto y allí estuvieron hasta que él las soñó años después, con la esperanza ya muerta.
Alrededor de la mesa con su mantel y su búcaro no había nadie. Nitza estaba en la cocina con sus simpatizantes, alumbrada apenas con la luz de un bombillo sucio y empegostado que colgaba en su socket de rosca a mitad del techo, y con un farol chino de alfabetizadora delante de un espejo, que le daban a la cocina un ambiente de estudio de televisión. Todas las seis sillas estaban en su lugar, excepto por la Doctora María Dolores y el Doctor Du Bouchet, que resolvían un crucigrama del periódico a duelo, usando para los puntos del Escriba y Lea un reloj de ajedrez que tenían en el medio y que martillaban con furor de gladiador con cada palabra encontrada. No habían cubiertos ni platos ni vasos ni nada que pudiera delatar que alguien se hubiera sentado allí por mucho tiempo, solo la mesa vacía y empolvada, con sus patas hundidas en el agua que rodaba por el piso hasta el patio, del despilfarro que Ernest tenía armado en el baño para su última novela.
Esperanza conoció a través del negro Jacinto a Emilio, un sobrino de él que por los años 80 se perdió en el mar como tantos otros, tratando de alcanzar la otra orilla. Cuando Hemingway lo encontró en el baño, metido con su cámara de ruedas en la bañadera llena de agua, perdido en su osadía de irse al norte, se le ocurrió al escritor que aquella aventura merecía ser contada, y allí estaba el balsero reviviendo su viaje de 19 días perdido en el mar, mientras el escritor apretaba las teclas en su máquina de escribir a toda velocidad, imprimiendo las letras sobre un papel empapado en agua. Santiago Alvares por su parte esperaba delante de la bañadera la señal para cortar la escena con su claqueta, y solo en aquel momento Hemingway empezaba a apretar teclas a una velocidad impresionante para no perder un detalle del drama, describiendo la realidad que se desenvolvía delante de sus ojos como si hubiese confundido su máquina de escribir con una cámara de películas. Emilio se hundía en el agua, naufragando en la bañadera entre tiburones, tratando de subirse de nuevo en su cámara en medio del oleaje de dos metros, haciendo que el agua chorreara por todas partes, inundándolo todo, desbordándose y corriendo por el pisos del comedor hasta perderse por debajo de la mesa y escurrirse por las puertas cerradas que daban al patio. Al otro lado de la puerta, Margo con su paciencia infinita se había parado sobre un bloque de construcción, concentrada en su faena de cocinar sin que el agua no se la llevara patio abajo.
Notó en su sueño, recorriendo la casa para no olvidar ningún detalle, que el yeso de todas las paredes estaba abofado, cubiertas con un tizne de polvo sobre lo que alguna vez fue una pintura rosada. Los techos blancos con adornos florales en las esquinas mostraban las heridas de los muchos años que habían estado tendidos entre pared y pared, enseñando sus cabillas oxidadas como trofeos de una guerra interminable y diaria, como las costillas en el pecho de un animal moribundo. Sin volver a ver al perro y sin ganas de despertar, caminó por entre el gentío de gente que se movía en todas las direcciones con tragos, con instrumentos de música, con pinceles, con un microscopio; le pasó por delante a los 24 mártires de Barbados, que identificó por sus esgrimas en la mano, sus medallas de oro en el pecho y sus maletas puestas debajo de los asientos, tan jóvenes, tan inocentes, sentados en una fila de sillas con el capitán en su uniforme a un extremo y una aeromoza al otro. Estaban serios, imperturbables, como quien espera la llamada final para abordar el próximo vuelo terminar por fin el viaje. Parado allí se dijo con una indignación que lo sorprendió, - ¿ Quien se atrevió a matar a estos muchachos ? -, en silencio, con los ojos aguados mientras se pasaba la mano por la cabeza, como dandose de trompadas con su propia historia. Y no tardó mucho en encontrar su respuesta. Al lado opuesto del cuarto estaban sentados juntos en dos butacas el señor Carriles y su amigo Bosch, con un trago de wiski en las manos y con un cartel echo de cartón corrugado colgado en el cuello que decía "yo también soy cubano". Estaban sentados en silencio con la vista clavada en el suelo y con mueca de haber encontrado por fin el precio de su descontento. - Mi historia no ha sido tan solo de música y recuerdos hermosos -, pensaba é golpeado por la realidad cruda de su propio sueño, y se quedó también con la vista en el suelo, como si el crimen de algunos fuera inevitablemente el crimen culpable de todos los demás.
Se excusó un señor que se habría paso entre la multitud, vestido con un delantal blanco y con un tubo largo en la mano, buscando a Ubre blanca, la vaca lechera de los premios Guinness, para terminar de inseminarla. Otro se abría la chaqueta para mostrarle a los presentes un montón de pomitos de vacunas contra el SIDA, agarrados al interior del abrigo como si fueran municiones de otra guerra. Otro aseguraba que había dibujado más de la mitad de las miles de caricaturas de aquel bulto de Palantes sobre los que posaba como un faquir encima de sus puntillas de tinta. Teófilo caminaba con las manos casi arrastrándolas en el suelo por el peso de todas sus medallas colgadas en el cuello, y otros habían sido diplomáticos, científicos, héroes de la república, hombres y mujeres del gobierno, doctores de esto y de lo otro, un machetero de cien arrobas con su medalla al pecho, destazando los muebles para convertirlos en leña con su mocha afilada, para ganarse la gracia de Margo y su comida; Consuelito con Cepero buscando a Bernabé y a Cuca, Plutarco Tuero echaba un discurso en defensa del Partido Liberal de San Nicolás, Rita y Paco muertos de risa, hablándoles a un micrófono de pie Telefunken. Escritores de libros, poetas como Reinaldo y Dulce María, que estaban sentados en un banco del patio, entre sábanas blancas tendidas al resplandor de una luna llena, disfrutando la sombra de una palma tan alta y tan perfecta que a él le pareció irreal. Sentado a su lado estaba El Caballero de Paris, amasando su barba con la mano, con su vestidura de siempre en ripios, mirando lleno de curiosidad sus pies sucios, calzados sin medias dentro de unos zapatos de estilo pero sin cordones, escuchando atentamente los poemas tristes que ella recitaba suavemente de memoria, son su cabeza en el hombro de Guillen, que se limpiaba los espejuelos con una esquina de su guayabera azul.
El cielo comenzaba a iluminarse con la claridad de las cinco y él, sin recordar que todo aquello no era más que un sueño, pensó que mejor regresaba a su casa y se preparaba para salir al trabajo, no sin antes hacer planes para regresar a aquella casona de milagros a la noche siguiente. En la sala se escuchaban aun las voces de los dignatarios detrás de la puerta cerrada del escritorio, todavía envueltos en importantes discusiones sin sospechar que igual aquello no había quien lo salvara y afuera en la calle la nación ya se había ido al carajo y solo quedaban la pobreza, el arrepentimiento, la incertidumbre y el puro miedo a no sobrevivir lo que viniera después. Encontró finalmente al perro callejero aunque ya ni lo andaba buscando, estaba debajo del sillón donde habían encontrado sentado el cuerpo sin vida de la señora Esperanza semanas atrás, mordiendo un hueso que estaba pelado hasta el calcio, sin resto alguno de sustancias ni sabor. Cayó entonces en la cuenta de que la vieja probablemente lo había estado alimentando y quizás hasta le había dado cobija cuando ella aún estaba viva. El sillón mostraba para quien quisiera notarlo, la figura de la vieja impregnada en la madera por donde había perdido su color original. Allí estaban sus brazos, sus manos y sus dedos, agarrados aún del mueble como para soportar los baches del largo viaje; la figura de su cabeza suavemente inclinada a la derecha en la madera del respaldar, como siempre la había visto detrás de su ventana; sus dos muslos breves, tendidos sobre la base del sillón, el peso de sus nalgas en la pajilla hundida del centro, y el perro debajo, mirándolo de reojos por el hueco del asiento, entretenido con su hueso de dinosaurio. Se separó unos pasos hacia la puerta, aun intrigado en qué tenía él que ver con todo aquello, mientras notaba que aquel sillón no debió de haber sido muy cómodo para sentar a la esperanza y olvidarla por tantos años.
Se volvió para mirar el interior de la casa una vez más. Hacía un calor incomodo adentro para cuando se acercó a la puerta y trató de correr el llavín pero estaba como atascado. Trató de halarla hacia adentro, todavía sin pánico, pero ni la puerta pequeña ni el portón grande en el marco de la entrada cedían a sus intenciones, luego que removió los pestillos que las sujetaban. Había notado que el calor venía del suelo, que para entonces vibraba lentamente y un humo con olor a azufre comenzaba a salir por entre las juntas de las losas. Sus chancletas comenzaban a ceder ante el calor del piso así que tuvo que subirse a una mesa para no quemarse los pies. El calor era insoportable para cuando se pensó atrapado y sin poder respirar. - Tu eres el culpable por haberme traído hasta aquí - , le gritaba al perro que se había subido sobre el sillón de la vieja, mirándolo agitado con la lengua colgando, chorreándole el calor. Entonces corrió hasta la ventaba para pedir ayuda, pero afuera la cuidad estaba en penumbras, iluminada solamente por la fina claridad del amanecer que le daba a todo un aspecto frio de muerte y abandono. Gritó sin ningún resultado y terminó saltando en zancos hasta el patio cuando ya casi estaba a punto de asfixiarse. Pasó por entre las sábanas colgadas, se paró encima de los canteros y como último recurso terminó por encaramarse como pudo por el tronco de la palma para alcanzar un pedazo de muro que salía de la pared del patio, pero estaba completamente cubierto de cagadas frescas de palomas. Debajo, la casa hervía como si se fuera a derretir. El yeso de las paredes no se caía a pedazos como en las películas de terremotos sino que se iba convirtiendo lentamente en una resina blanca que resbalaba sin apuros hasta el piso y se fundía con las losas de cerámica, emitiendo un olor a cal hirviendo. Vio al perro que caminaba asustado en círculos alrededor de la palma en desesperación y sin saber qué hacer con el animal, se bajó de muy mala gana del tronco, envolvió al perro en una de las sábanas y se lo amarró a la espalda como una mochila y se volvió a encaramar a duras penas, sosteniéndose con los brazos y los pies al tronco áspero. El resto de las sábanas danzaban con el vapor en sus tendederas, perdiendo el color con los tiznes del piso hasta que una a una se fueron incendiando, quemándose como velas al aire, con la dignidad estoica de las banderas, convirtiéndose en hulla que flotaba por todas partes hasta que desaparecía finalmente por el cielo con el viento del nuevo día. Las sogas que las sostenían aguantaron como si estuvieran hechas con razones pero igual colapsaron como puentes incendiados, bajo el calor de la realidad del yute.
El piso del patio se derretía en un fango burbujeante con olor a tierra quemada que amenazaba con tumbar la palma de la que él se sostenía con el perro. Contemplando como todo aquel tesoro que acababa de encontrar iba desapareciendo sin poder hacer nada, salieron apresurados al patio los señores que estaban reunidos en la oficina, fajados los unos con otros a trompadas y puñetazos, quemándose los pies en el fango caliente, empeñados en subirse el primero a la palma, pero ninguno lo consiguió porque cada vez que alguno de ellos lograba subirse en el tronco, los otros lo halaban de vuelta, hasta que desaparecieron todos por entre las llamas del piso, enroscados unos con otros. Alcanzó a ver por entre la ventana del primer cuarto a los artistas, que se despedían con pesar pero aceptando un final que quizás habían predicho, para volar en paz de la memoria que los sujetaba juntos en aquel lugar. Le llegó el sonido de los cantos de la pieza de al lado, donde los guerrilleros cantaban el himno nacional con las armas en alto, que se les iban derritiendo en ríos de almíbar que les corría por los brazos alzados, desapareciendo junto con ellos en la historia de sus últimas aventuras. Lo único que no se derretía era la piedra grande de la esquina, que cambiaba de color y se manchaba con los tiznes del fuego, pero seguía estoica e imperturbable en su sitio hasta que finalmente se fue hundiendo en el suelo con la misma sobriedad inevitable del Titanic.
Para entonces el fuego cubría todo lo que pudiera arder. Las puertas de madera y sus marcos se incendiaban como pólvora reseca, consumiéndose hasta liberar los vitrales de sus arcos, que por un instante flotaban a la luz de las llamas para luego colapsar en los destellos de sus añicos. Las páginas amarillas de periódicos y revistas volaban desde el armario del comedor, prendidas en fuego como aves del infierno, convirtiéndose en polvo de lo que nunca debió ser impreso. Nunca olvidaría la mesa del comedor con su mantel verde, en donde se habían subido algunos náufragos del incendio, porque resistió con su buena madera hasta que se hundió intacta como un navío, dejando flotando sobre el suelo derretido su mantel, que terminó por ceder al peso del florero de vidrio con todas sus flores plásticas derretidas sobre sí. El humo negro, asfixiante, era un infierno en su cara. Apenas podía ver lo que sucedía a su alrededor. Solo los gritos de despedida de algunos y el chirrido de la madera consumida por el fuego. El techo comenzó a ceder, rechinando las vigas de hierro ante la braza del fuego. Las losas de concreto que sostenía en el aire sobre las habitaciones, cayeron finalmente al piso, levantando nubes inmensas de polvo y hollín que volvió el poco oxígeno que quedaba irrespirable. Al final apenas las paredes quedaron en pie, pero eran solo el ladrillo vivo bajo la mampostería de concreto que las sujetaba. Del techo quedaban colgando las bandas jorobadas de acero apenas aguantadas entre pared y pare, por entre los que se colaba la claridad de la mañana. Y para cuando la pasta que cubría el piso finalmente se secó en sus vapores, la tierra negra y humeante que siempre estuvo debajo de la casa reapareció en el suelo, quemada pero no de muerte, lista para germinar fértil con el próximo aguacero.
Era como si todo lo que adornaba la casa de Esperanza hubiera desaparecido, dejando al descubierto las ruinas humeantes de lo que pudo desafiar la gravedad. Lo único que quedó intacta fue la palma real del patio donde él estaba trepado, que sobrevivió milagrosamente al fuego de la casa, ayudada por su esbeltez y porque tenía las raíces bien puestas en el suelo. Inclinó su cabeza y la encontró como siempre la había visto antes; como un dios de yaguas, batiendo suavemente sus ramas al viento, con la sabiduría indiferente de quien puede ver lejos en el tiempo, convencida de que aquel percance que los hombres pintaban de final y decisivo, no era más que otro escalón en la madurez de una nación sólida.
Un rato después, con los brazos llenos de arañazos, con el perro ladrando a sus espaladas y sin que le cupiera un tizne en las narices ni más polvo en los ojos, despertó de un brinco en la cama con las nalgas doradas por el calor de las llamas de abajo. Su mujer, atormentada por sus fiebres y delirios ya se preparaba para llamar a un vecino que la ayudara a llevarlo al hospital porque eran como las nueve de la mañana y el seguía abrazado a la almohada como si estuviera subido en el mástil de un velero. Pero luego que abrió los ojos y se les pasó el susto, le dijo a ella sin muchos detalles que solo había tenido otro de aquellos sueños sin sentido, como ya le había pasado en noches anteriores, solo que este había sido mucho más interesante. Ella por su parte, estaba tan asustada con su salud que sin saber si era lo más conveniente en esos casos, había tratado de despertarlo varias veces, cuando lo vio brincando en la cama y gritando como si se le estuviera hundiendo el barco; pero cuando por fin ambos se calmaron, ella aprovecho el silencio para preguntarle, y como quien no quiere las cosas, que quien era esa mujer llamada Esperanza, que él tanto nombraba en sus sueños y que lo esperaba sentada en un sillón detrás de la ventana. Él no le contestó, pero en su cara se le dibujó una expresión involuntaria de difunto.
Camino al trabajo al día siguiente, se desvió de su ruta habitual a la parada de la guagua para pasar como por casualidad por delante de la casa de la vieja loca. La puerta estaba cerrada y la fachada parecía igual a como la había visto desde siempre, pero el perro estaba echado en el portal con sus pulgas y su pelo empegostado, siguiéndolo con la cabeza levantada y la lengua suelta, mirándolo con sus ojos tristes detrás de la pelambre que le cubría la cara. Se sorprendió cuando por la ventana del frente de la casa pudo ver la claridad del día, las paredes interiores sin cubierta, con los ladrillos expuestos al resplandor del sol que se colaba por el techo y el humo que salía del piso sin losas, esparciendo por el barrio el olor a quemado. Sin creer lo que estaba mirando, alguien que pasaba alcanzó a decirle que había habido tremendo incendio allí dos días atrás. - Los bomberos tuvieron que traer al carro escalera porque no hubo manera de abrir la puerta de entrada - le grito el que pasaba desde la acera de enfrente. Cruzó la calle para ver la casa más de cerca, cuando la vecina que salía al portal le dijo, - Así mismo. Golpearon la puerta con los martillos y luego la halaron hasta con una cadena pero nada, esa puerta debe de estar hecha de historia - , le dijo, - una vez que la cierras no hay vuelta al pasado - . Estuvo sin saber que pensar en frente de la casa de Esperanza, sin comprender si realmente había despertado o si todavía aquello era parte del mismo sueño. Se pellizcó el brazo con tanto empeño que por poco se saca sangre. - Esto es increíble -, se dijo asombrado, - estoy completamente despierto -, terminó por decir mientras miraba la casa humeante delante de él y el perro que no lo perdía de vista.
Y si lo estaba. Si le quedaba alguna duda la disipó tres noches después cuando en sueños se le volvió a trepar el perro encima de la cama sobre las dos de la mañana, sucio como siempre pero esta vez además, chorreando agua de su pelambre cochambrosa porque afuera estaba lloviendo a cantaros. Cuando el agua que destilaba el perro por el colchón se esparció hasta sus nalgas, él salió por un instante de su sueño para comprobar que no se había orinado en la cama. Tocó el colchón y la sábana, se revisó el pantalón y aparentemente estaban secos. Así que se volvió a quedar dormido, pero solo para instantes después pegar el grito inicial y tirarle al perro dos patadas, por el desastre que había hecho en su cama con toda el agua que iba soltando. El perro saltó de la cama mientras él se incorporaba, gritándole - Ahora si que te mato carajo, te llevo al jabao del puesto para que te haga albóndigas de soya -, y salía corriendo detrás del perro por el apartamento de su sueño, mientras su mujer se levantaba al otro lado de la cama para irse a dormir al cuatro de los niños, pensando que su pobre marido se estaba volviendo loco sin esperanzas.
Semanas después del incendio, el cartero no supo donde dejar una carta que venía a la dirección de la vieja, así que se la dio a la vecina de al lado, que sin saber qué hacer con ella se la dio días después a Santiago, el chino en la bodega, que esperando para retornarla, la olvidó en un armario y no la recordó hasta el día en que él lo visitó en la bodega, indagando acerca de la vieja loca y su dichoso perro. Santiago abrió el armario y para su sorpresa le puso el sobre en sus manos. Era sin dudas una carta que venía de los Estados Unidos, por el sello y además por la dirección. Se miraron los dos sin atreverse a hacer lo que estaban pensando, hasta que el viejo Santiago se puso los espejuelos y él con mucho cuidado rasgó el borde del sobre y sacó el papel. Era de su hermana menor, Calamidad del Barrio, que entre otras cosas criticaba a los comunistas por no haber dejado salir del país el montón de cartas que seguramente ella le había escrito de vuelta. - Ya me imagino que no me puedes escribir, pero igual te sigo escribiendo mi hermana en la esperanza de que encuentres la manera de comunicarte conmigo -. Lo último que supo la familia de la hija comunista era de aquella llamada telefónica de hacía más de veinticinco años, antes de que ella cortaba el servicio. Le contaba que le llevaba cada dos semana flores al cementerio donde estaban enterrados sus padres, que ya estaba jubilada, ella y su marido, que tenía tres sobrinos hermosos, gordos y colorados como todos los que viven en el norte; y lo más importante para él. Le preguntaba a su hermana si todavía seguía alimentando al cachorro poodel de Cecilia, la vecina del edificio de la esquina, después que esta lo votó a la calle cuando quedo embarazada de su primer hijo. Cecilia había sido la madre de él y aquel perro mugriento y sarnoso había sido el perro de su madre. El mismo que ella botó a la calle cuando él estaba por nacer.
dc
[ con respeto y sin ánimos de herir a nadie. estas son también mis memorias ]
Revisado para la publicación : Juan Labrada
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