la piel

 la piel


un periplo personal



germinar


Ni lo noté, de hecho me tomó años notarlo. Subido a la espalda de mi madre, empujado por las manos de mi abuela y amamantado hasta lo impensable por la cocina de mi bisabuela, la vida sucedía a mi alrededor sin yo apenas notarlo. Mi madre era una araña y una araña era mi abuela, que subían sostenidas por sus manos y sus pies, agarradas a cada abertura en donde pudieran meter sus dedos. Yo iba confortablemente subido en ellas, mirando cómo negociaban la subida o saltaban de un lado al otro para sortear los obstáculos, todas juntas como un equipo, en busca de oportunidades, sin jamás protestar por mi peso o mis demandas, y de hecho muy complacidas por las molestias del nuevo pasajero que había llegado. Me querían tanto que cualquier de ellas se hubiera lanzado al vacío, si con ello me hubieran salvado de caerme sobre la superficie de la vida y rasparme la piel con el filo puntiagudo de sus resquicios. 


Así fue cómo me inicié sin apenas notarlo en el arte de vivir, subiendo la cuesta sin muchos esfuerzos, protegido por las tres leonas de mi familia, en medio de las cuales yo era un príncipe, y las que por malcriarme, poco me vuelven una mujer a mi también. A mi alrededor todo era ideal, una infancia de la que no recuerdo casi nada importante, solo pasajes sin sentido y escenas imposibles, como si las hubiera soñado. Recuerdo que desde que tengo uso de razón mi familia estaba muy comprometida en hacer la revolución; cómplices, enamoradas de una doctrina que no conocían y de un partido lleno de promesas pero sin puertas de incendio. Eran macheteras, milicianas, vigilantes, federadas, convencidas de la necesidad de ser pobres y listas para morir en la trinchera de una guerra de palabras. Viví todos mis primeros años pensando que muy pronto los yanquis nos volarían la cabeza, hasta que me acostumbre a haber nacido israelita. Un peso de culpable que luego intercambié por el de traidor, cuando me fui a vivir a otro país y las dejé encargadas de espantarle las moscas a mi pedazo del pastel. Yo nací desnudo frente a la boca de un cañón, alumbrado por el láser rojo de una bomba nuclear, respirando el placer del aire puro tras una careta antigás, quemado por el napal de los documentales de la televisión, torturado por el recuerdo de los torturados y torturadores del pasado. Nací muriendo o muerto, extra, entonando junto al coro ¨dispara¨ , porque supuestamente era la única forma de seguir viviendo.


Como un girasol seguí germinando hasta que un día me descubrí disfrazado de rojo en medio del patio de una escuela; y sin quejarme ni hacer más que ruidos, navegué mis 6 años de estudiante primario con la ayuda de la buena memoria y la fortuna de que mis maestros tenían un plan de graduados que cumplir, por el que se dejaban engañar muy fácilmente. Si no hubiera sido por la insolencia malvada de algunos pervertidos que me tocó encontrarme en el camino, como aquel monstruo desagradable llamado Eduardo, que se aprovechaba de los estudiantes y los abusaba desde la confianza de su autoridad, o de aquel otro Robledo en la secundaria o otro más que se llamaba Gaspar, quizás no hubiera descubierto tan novicio que no era solo escalar la ladera de la vida todo lo que era requerido para vivir, sino que había también que tener compasión por aquellos que en el alma albergaban la amargura de vivir pretendiendo. Navegué muchos años de mi vida en compañía de aquellos pobres señores, viviendo ellos sus vidas conmigo, usando su posición de ¨maestros¨ para cazar las presas que de otra manera no eran capaces de aprovechar, pero me consuela que nunca los herí ni les dije en sus caras lo que se merecían, por inexperiencia tal vez, por miedo por seguro, pero también por compasión con sus almas perdidas. Un tiempo después se cayeron o resbalaron cuesta abajo en mi vida y jamás los volví a ver, ni jamás los volví a mencionar hasta hoy.




el blanco y el negro


Me recuerdo que no era el dinero lo que hizo al principio la diferencia para mí. No lo añoraba como lo hago ahora, que lo pienso como salvoconducto para una vida sin trabajos ni sacrificios, una vida con tiempo para escribir, para visitar lugares, para escapar de la bulla de la civilización. La diferencia al principio la hacían las oportunidades, aquellos que tenían un carro, los que podían viajar al extranjero, una casa amplia y con suficiente talento para la vida como para mantenerla organizada. Los que se habían educado y eran diferentes a los demás de la calle, que casi todos eran gritones y siempre parecían no saber lo que estaban diciendo, solo bulla. 


Yo me acuerdo que desde muy joven mi sueño secreto era convertirme en uno de aquellas personas diferentes, que hablaban bajito, con palabras diferentes, que sumergían en respeto a todos los demás, incluso a los gritones. Tenía un par de ellos a dos puertas de mi apartamento. Leonel era un hombre tan diferente que a mí se me ocurría que extranjero. El y su esposa Finita, como le llamábamos todos, se había estudiado todas las asignaturas, viajaba al exterior, tenían un Fiat azul que yo adoraba por el olor de adentro, hablaban como debería hablar todo el mundo, con el tono correcto y con respuestas perfectas, pensadas y llenas de paciencia. Ellos eran dos extraterrestres caídos en la Habana, que no tenían nada que ver con el resto de la población con la que yo crecía ni con el entorno que me aterrorizaba. Pase muchas noches en su casa, tratando de contagiarme con ellos, como si aquello se pegara por arte de magia. 

¿ Como era que la Habana y en general todo a mi alrededor era chusmería, vulgaridad y yo con ellos ?, yo me lo explico en que una de las tantas tácticas populistas que usó la revolución fue la de exaltar a los pobres a sentirse dueños de un país que hasta entonces los mantenía bajo la presión que les imponía para sobrevivir en ella una sociedad civilizada. Esa válvula de control se abrió en 1959 y desde entonces nadie siente la presión social de cuidarse de ser chavacán para conseguir trabajo o ganar respeto. En la gente había despertado el niño malcriado que cada uno lleva dentro dormido.


Luego que fui creciendo descubrí que habían mas gente como Leonel y Finita, pero no fue hasta muchos años atrás que le hice sentido al ¿de dónde venía aquella especie de humanos tan diferentes?. Antes de la revolución, Cuba no era toda la pobreza ni toda la injusticia que ella vino a intentar resolver. Mi país era uno de los mejores en América en términos económicos y habían mucha gente bien educada, rica, dueñas de negocios, que enviaban sus hijos a escuelas privadas que brindaban una excelente educación. Nunca pude poner a las dos cubas en la misma foto en mi cabeza, la del pasado capitalista y la socialista empecinada de ahora. Habían muchos cubanos, como lo era la bailarina del ballet nacional que vivía en el 3er piso y que parecía europea, o el arquitecto siempre sonriente y amable que vivía a dos cuadras de mi casa, que se movía y hablaba como un nórdico; y muchos otras personas que eran legítimas hasta en el olor, que simplemente y en mi opinión, se quedaron varados en medio de un país de bárbaros, donde la chabacanería y la gritería eran lo normal y la educación y el respeto iban desapareciendo a medida que crecía el descontento de la gente, que no encontraban futuro para escalar sino la libertad para la chusma.


Mi familia en Cuba, mis tres mujeres servidoras era bien pobres en muchos sentidos. Ellas habían venido a la Habana desde el Oriente del país unas décadas antes de que yo me apareciera. La casa en donde nací era un apartamento de un cuarto, abarrotado de cosas que nunca utilizábamos pero que nadie se atrevía a votar, probablemente porque no sabíamos realmente quién de nosotros era el dueño de toda aquella porquería. Teníamos una mesa de comedor enorme en una esquina de la sala, de la que solo utilizábamos la cabecera porque todo el resto de la superficie estaba cubierta con cajas, latas; jabas repletas que contenían cosas que podrían ser arroz, azúcar o frijoles, o una sobrecama. Estuvieron allí desde siempre y era lo más natural del mundo que nadie se interesara en aquellos bultos, ni los tratáramos de mover. Habían estado allí desde siempre, como el cuento del banquito de Eduardo Galiano; ocupando la mesa sin que nadie recordara cómo había llegado hasta allí. 


El otro lugar misterioso de mi infancia era el closet de la cocina, que estaba repleto de cosas inútiles e inservibles, apenas existentes entre las sombras que llegaban de un bombillo amarillo como un sol viejo y pegajoso como toda la manteca que se le impregnó con los años. En aquel closet yo podía escuchar a las cucarachas caminar adentro. Las había de diferentes tipos y tamaños que nunca tuve la curiosidad de clasificar. Me recuerdo que ellas reinaban en la oscuridad de la noche, desandando por el suelo, comiéndoselo todo, hasta la ropa y los zapatos. Y luego desaparecían diligentes con los primeros rayos del sol y tal pareciera que no existían, a menos que uno fuera a perturbarlas en el closet. Aquellos insectos me eran tan natural como las hormigas y no solo era en mi casa, sino en las casas de los vecinos, en las calles, en la escuela, o volando en la oscuridad de la noche, hasta posársete en la cabeza o en la espalda, como si fueran una mariposa del demonio. 

Nunca entendí porqué vivíamos de aquella manera, en un apartamento de un cuarto con 6 personas que se repartían las camas para sobrevivir la noche hasta el otro día. De madrugada el apartamento parecía un campamento de soldados y levantarse para ir a la cocina a tomar agua era despertar al menos a dos inocentes, cuyo único pecado era estar atravesados en el camino. Era un apartamento decente, incluso creo que hoy el edificio es un hotel o algo así. No lo sé a ciencia cierta porque hace mucho tiempo que no visito la isla y ya para entonces hacía mucho más que nos habíamos mudado de allí. Era el apartamento 5 del segundo piso de un edificio cuadrado, moderno de apariencia, que como muchos otros, parecían haber brotado en el lugar equivocado, entre los solares descascarados y centenarios de la Habana Vieja.



los primeros pasos


Mi escuela primaria estaba instalada en una casona grande, de patio central y cuartos con ventanas de rejas, en las entrañas de la Habana Vieja. Desde el portón de la escuela solo había que caminar media cuadra para darse de narices con la pared amarilla y alta como una muralla de la Catedral de la Habana. Era una escuela amplia de tres pisos y varias escaleras, que la conectaban con el edificio de al lado, en donde estaba el comedor del semi-internado y un par de aulas más. Nunca tuve la curiosidad de averiguar qué había estado allí antes de ser escuela pero no parecía haber sido una casa de familia por su disposición interior. Mas bien habría sido un hotel o quizás una casa de cuartos de alquiler, algo muy parecido a un solar. 

Me recuerdo que mi pobre escuela nunca tuvo agua en las tuberías y yo me pasaba el día entero muerto de sed, sudando el calor del verano eterno de la Isla. Aquello era algo normal, parte del entrenamiento de miliciano, aunque con el correteo de ser un chiquillo y los carbohidratos del almuerzo, la sed a veces se volvía insoportable. Más de una vez vi a alguien chupando con la boca puesta en la pila, el agua que pudiera estar atorada dentro de la tubería vacía en la pared, como si aquello fuera un absorbente gigante. A veces le funcionó para saciar su sed, pero nunca se me ocurrió usar aquel método por muy sediento de agua que estuviera porque me parecía un poco asqueroso. En un patio de atrás había una cisterna que casi siempre tenía agua adentro, pero su calidad era cuestionable porque allí metían los cubos para la limpieza de los pisos. De sentarme sobre ella a contemplar mi sed en el reflejo cuadrado de su tapa en la superficie del agua encerrada se me ocurrió alguna vez que también el agua podría lucir prisionera, y en esos casos su transparencia cristalina cambiaba por la de la calamidad negra de un calabozo. Pasarse el día en mi escuela con sed era lo mas natural del mundo, porque incluso tomarme mi sed me sabía mucho mejor que tomarse la leche blanca, aguada e insípida del almuerzo, que nunca la pude pasar. 


Pensando en aquella escuela descubrí años después que gobernar de caprichos es muy caro. Las buenas intenciones del gobierno de proveer educación se acababan allí, dos ecos después del discurso intencionado, administrando la pobreza como un arma política para eliminar la disidencia, o al menos para matarla de sed. Era un método sencillo pero eficaz, dictado por aquel señor que ya me habían mostrado en la televisión. Aquel soldado de barba indignada, de sonrisa atrevida, sin idea de como resolver el agua de mi escuela ni ningún otro problema en concreto, pero dispuesto a cómo diera lugar, a morirse por nosotros, detrás de la tribuna, admirado, aplaudido, inalcanzable entre su seguridad personal, como un personaje extravagante en un cuento de García Marquez. Él era lo que hoy llaman un populista, en su caso de extrema izquierda por supuesto, pero igual de vivaz e inoportuno. Otro político que se robó el poder y le echó la culpa al vecino, mientras su familia comía bien y la mía se moría de hambre. 

Por supuesto que nada de eso lo descubrí hasta mucho después. Lo que les cuento es, en dónde me comenzó la pena por mi país, por mi propia familia, que le creyeron el cuento y todavía se lo creen, aunque él esté muerto y así y todo, tenga aún a la esperanza enjaulada en una cárcel, como la paciencia de mi sed delante del agua negra de aquella cisterna mugrienta.


Pero la Habana tenía aquel encanto de seguridad. En cuanto me dejaron salir solo al parque, caminé Obispo, San Rafael, Galiano, Zanja, el Malecón, y todas las otras calles que ahora no me acuerdo. La Habana vieja era mi aldea, mi ciudad, que no se transformaba sino para mal, pero yo la caminaba igual porque era mía. Luego en los tiempos de la escuela secundaria, descubrí montado en mi bicicleta 24 un mapa de la ciudad colgado en la ventanilla de un kiosko de periódicos, e inmediatamente las calles se alargaron hasta Centro Habana, el Cerro, la Víbora, 10 de Octubre, San Miguel, El Vedado y Miramar. Los parques se multiplicaron, aparecieron ríos, avenidas, mi barrio se conectó con otro y aquel con otra más lejano. La cuidad crecía dentro de aquel pedazo de papel cada vez que levantaba otro pliegue del mapa. Me acuerdo la primera vez, habrá sido un sábado, que me levanté temprano, agarré mi bicicleta y me fui a seguir el rio Almendares desde el mar del Malecón hasta que se convirtió en un riachuelo de agua fina, que navegue desde el timón de mi cohete de pedales hasta que lo perdí de vista bajo un puente, tan lejos de mi casa que el mapa apenas me sirvió para regresar. Navegaba la ciudad como el mejor cosmonauta en su nuevo y vasto universo. Solo, sin que nadie me perturbara ni a quién rendirle cuentas de mis viajes. Si mi abuela me preguntaba adónde iba, siempre le cambiaba el destino real por algún otro mucho más cercano que aquel donde estaba planeando viajar. Me largaba con mi mapa a seguir la huella de mi dedo sobre el, porque perderse sin saber cómo volver a la casa tenía también sus encantos, y la escuela me había entrenado bien a no necesitar ni agua para seguir andando. Poco a poco me iba convirtiendo en el dromedario aventurero que hoy soy. 


Nunca tuve buenas notas ni ningún interés especial por ser un buen estudiante. Estudiar me parecía una obligación más que una necesidad. Recuerdo que me pasaba el día en la secundaria Echeverría de la Manzana de Gomes, el edificio frente al Parque Central, escuchando las clases con un oído e inventando historias de cualquier otra cosa que hubiera escuchado, con el otro. Mirando la inmensidad de la Habana desde el balcón del cuarto piso de mi escuela; la gente con sus palomas, el cielo azul machado de blanco, las antenas de bigotes, las tendederas de los trapos, los barcos de la bahía. Mis maestros llegaban a sus clases cansados de la vida ordinaria que tenían afuera de la escuela y jamás me inspiraron ninguna atención. Las matemáticas eran muy interesantes cuando la fórmula se encendía en sentido delante de mis ojos en el pizarrón, pero se apagaba unos instantes después, humedecida por su inutilidad práctica. Recuerdo que el maestro de geografía me fue mostrando que aquel mapa de papel de la Habana no era nada comparado con el mundo de allá afuera por volar. Era una de mis asignaturas favoritas cuando no entraba en demasiados detalles técnicos, contando el perímetro de las costas de Europa o la disposición de los 7 continentes. Recuerdo que me gustaba la historia porque podía ver la película en mi mente de lo que contaba el libro, porque la física por otra parte era la más inútil de todas las materias por su lejanía a la realidad, y lo mismo que el marxismo y su filosofía, que no se la creía ni Triana, la profesora que nos recitaba las clases del libro sin ponerle atención a los acentos ni al contenido. Una letanía que teníamos que copiar en la libreta como un rezo, aún cuando ya para entonces había decidido que no iba a creer en ninguna religión. 




volando solo


Al final de tres años mal perdidos, mi madre vino otra vez a rescatarme del abismo del pre-universitario del que probablemente nunca me hubiera graduado ni aprendido de él alguna cosa. Como por arte de magia y con la ayuda de un amigo del ministerio de educación que ella tenía, me inscribió en una escuela técnica porque al parecer yo tenía inclinación por la electrónica. Nunca se lo expliqué pero la electrónica o cualquier otra cosa que tuviera leyes bien definidas, un orden inalterable, que tuviera organización y pudieras jugar con ella como si fuera un rompecabezas me hubiera gustado igual. La electricidad era menos esotérica que la física aunque era sin dudas su hermana, sin embargo tenía utilidad práctica y se podían armar artefactos interesantes con su ayuda. La curiosidad por aquella nueva materia me duró hasta que aprendí suficiente para saber que las ondas de radio eran electromagnéticas y la corriente no era más que un rio de electrones fluyendo de un polo al otro como un rio de agua que cae del voltaje de una montaña. Incluso me volví famoso por mis analogías, contándole a los que no lo podían imaginar, que un transistor era lo mismo que una válvula de agua con dos grifos, un capacitor una piscina y una resistencia una montaña. Y allí precisamente comprendí que el mundo se repetía con sus mismas leyes en todo, de nuevo y de nuevo, como un LEGO de la imaginación. Algo que desde luego hacía todo sentido, como si el mundo tuviera una simple formula desde la que todo lo demás se genera en sus ramas evolutivas.


Sin embargo, los cuatro años en la escuela técnica fueron de los mejores de mi vida porque entre la libertad para montarme solo en la ruta 65 por los 45 minutos de cada ida, los amigos de la escuela con sus bigotes recién estrenados y las amigas con sus piernas afeitadas y sus sayas amarillas cortísimas, el tiempo se me fue explorando aquella otra fase de la vida en la que uno deja de ser un chiquillo, tan solo para comprender que va dejando atrás un paraíso al que no quiere volver. Como en la secundaria, terminé la escuela técnica sin notas que me atreviera a mostrarle a nadie, sin embargo esta vez descubrieron en mí la pinta de genio que tanto me gustaba y que tanto me costó mantener disfrazada de legítima. Los había confundido con mi entusiasmo por los rompecabezas, mi facilidad por la lógica y un par de libros que me leí en el camino a la escuela; todo almidonado con una pizca de autosuficiencia mal medida para que la sabiduría me saliera natural. Y me funcionó muy bien de hecho, porque mantenía a los curiosos a ralla y a mis respuestas sin censura. 

Me las daba de especial para esconder mi ignorancia. Sin embargo el abuso de mis habilidades no impidió que alcanzara a notar que aquellos que apenas hablaban en la escuela, aquellos que tenían buenas notas aunque no fueran capaz de reparar una plancha eléctrica, fueron los que tuvieron la oportunidad de ir a la universidad, mientras yo me fui al servicio militar a hacer guardias nocturnas y a perder el tiempo en el camino de ida y vuelta, a una unidad militar perdida en otro mapa que yo no conocía.


Tuve muy buenos amigos en la escuela técnica pero casi todos están muertos, perdidos en el tiempo, casados con hijos, exiliados, aburridos de la distancia y sordos por el silencio. Me queda Tania, que siempre ha estado dispuesta a aceptarme con su sonrisa, no importa el tiempo que pase, como la esposa virtual de un matrimonio que nunca sucedió. Me acuerdo de Lisette, que tanto tiempo pasamos juntos, descubriéndonos las vidas del uno y del otro. La Magariño, quien me dijo por primera vez que ya estaba en edad de dejar de ser un chiquillo y portarme como un hombre. Quiñones, que luego se fue a la guerra y cambió de bando; El Gallo, que pasó de disidente a espía y Manolo el botella, que terminó como siempre supe, de gerente en un casino de Las Vegas. Hubieron muchas otras caras que ahora recuerdo sin nombres, pero que conservan el mismo cariño de las aventuras de aquellos años. Osvaldo Herrera no me educó profesionalmente pero me preparó sin dudas para lo que estaba por venir, porque la gente allí te comenzaban a tratar como a un adulto, como a un igual. Fue una escuela de cuatro años para la vida, con clases de 45 minutos para una tecnología que apenas utilicé o qué me fuera a servir de algo, pero que me definió en principios que todavía le debo a los bancos de concreto del patio de esa escuela. Casi ninguno de los que nos graduamos utilizamos toda aquella teoría para ganarnos la vida porque al final no habían trabajos ni negocios que abrir. Era como todo en Cuba, existía porque tenía que existir, sin una razón práctica para su existencia. Era simplemente ordenado por Dios y punto. 


Habían allí muy buenos maestros pero a ninguno los admiraba por su talento técnico sino por su personalidad. Zerquera, mi profe de circuitos que como los buenos no se olvidan, seguimos amigos 30 años después. La educación en Cuba pierde cuando gente como él se ven obligados a dejar la maestría e irse a tirar fotos de bodas para poder comer. Era un profesor como muy pocos y un amigo de muy buen tacto.

A los profes yo los clasificaba entre buena gente o aburridos, sin considerar que tuvieran otro valor, y no lo tenían realmente. Los que sabían su materia la enseñaban cómo se aprende a beber agua fresca, como el profe Venegas de Matemáticas, que te alertaba de los trucos de la aritmética de la manera más simple, graciosa y sin complejos. Los que no sabían lo que estaban diciendo o se paraban sobre sus conocimientos para reclamar el respeto y admiración de nosotros, se volvían dioses perdidos por entre sus propias nubes sin que el mensaje llegara hasta aquí abajo. De esos no aprendí nada.


Fue en aquella escuela que robé por primera vez - que yo recuerde -. Fueron nos capacitores electrolíticos 1000microF/16v que alguien dejó olvidados sobre una mesa y que en vez de tratar de encontrar a su dueño, me los llevé a la casa como si fuera un botín de guerra. Nunca los usé, estuvieron en su bolsa de nailon sin que yo me atreviera jamás a abrirla, sintiéndome culpable cada vez que me tropezaba con ellos en la gaveta, hasta que un día desaparecieron en el rebolico de las cosas como todo lo que no es tuyo. Otra vez, durante la escuela al campo, yo estaba de guardia en una noche larga, aburrida, con frío, con hambre, abusado por la impertinencia de un maestro del que ni recuerdo el nombre ni la cara, y se me ocurrió tirarle piedras al cielo para entretenerme y por supuesto algunas cayeron de vuelta sobre los techos de metal de los albergues, con lo que desperté a todo el campamento. Allí aprendí que si eres famoso, las noches se hacen más cortas y además, nunca te aburres. 




el verde olivo


Al final de la escuela y con 17 años, me fui al servicio militar un septiembre del año 1986. Nunca he sido un buen prisionero ni me gusta que me digan lo que tengo que hacer, así que no la pasé bien. Me recuerdo que cuando tenía como cinco años, tuve un par de gorriones en una jaula colgada en el balcón y los dos amanecieron muertos una semana después. Al ver mi cara de asombro, mi abuela me dijo que los gorriones no se pueden tener enjaulados porque se mueren de tristeza. Para mi aquello fue una definición, un estilo de vida que todavía hoy llevo conmigo. La libertad, incluso a aquella temprana edad, es algo que me es primordial, indispensable para funcionar. Por eso el servicio militar, como una vez anterior que intenté estar becado en una escuela al campo que resultó ser una prisión, son los dos momentos más tristes de mi vida.


Por lo mismo, nunca voy a olvidar el día que comprendí que estaba libre. 

Fue en uno de los primeros días del año 2002, recién llegado a Canadá. Me recuerdo que estaba sentado al sol raquítico de Toronto, en el patio trasero de una casa en donde alquilaba por 300 dólares al mes un closet debajo de una escalera para dormir, en el sótano de una casa vieja, sin calefacción y apenas con aire para respirar. Tenía que contar cada día el dinero que iba a gastar en comida para que los 525 dólares que tenía al mes de la ayuda social me alcanzaran para sobrevivir. Apenas hablaba el ingles, trabajaba de camarero por casi nada, no tenía abrigos para el invierno del norte ni zapatos para la nieve, no conocía a nadie, ni tan siquiera me sabía mover bien en la ciudad. Y con todo eso en mi contra, no voy a olvidar aquella mañana en que por primera vez un aire diferente me llenó los pulmones, inesperadamente, sin saber que aquel tipo de oxígeno existía. 

Era la primera vez que no tenía que mentirle a nadie ni a nadie le importaban mis mentiras. Podía decir lo que me viniera en ganas, escribir lo que quisiera, leer lo que se me antojara. El porvenir estaba delante de mí y era mio. La internet no tenía censuras, los periódicos decían su verdad, los hoteles no tenían agentes vigilándote y el aeropuerto era una terminal de ómnibus que volaban. Si yo le fallaba a lo que estaba por venir no tenía a nadie más para echarle la culpa, porque todo el camino delante de mí desde aquel día era mio, privado, personal, con derechos y con bordes, mis bordes. Fue una sensación de alivio como despertar de la matrix, como llegar por fin a la superficie de un lago turbio en donde había estado ahogado toda la vida y por fin respirar un aire incondicional, con mis propios pulmones. Un aire transparente y ecuánime, nítido, inolvidable. 

La opresión no es solo física y mental sino que también te oprime el alma. No solo es artificial, antinatural, sino que también mata con una angustia imperceptible.



Entonces, volviendo a mis 17 años, me tocó irme al servicio militar. Los militares son gentes aburridas, que no debieran existir porque no aportan nada, otra cosa que sus caras de abandono y su cerebro binario.  Se pasan el día adorando a Fidel y a sus discursos y mandando a los soldados a hacer el trabajo que ellos no hacían. Me acuerdo de aquellos tenientes recién graduados, hambrientos de rango, leales al mando como una máquina de moler carne es al tocino. Todo allí era ajeno. Soldados que no sabían porque estaba allí ni tenían ninguna intención de defender su país, mucho menos de los americanos. Una vez los descubrí, sentados todos a la sombra de un árbol detrás de la unidad, escuchando a Radio Marti en un radio portátil. Aquello era un desierto de iniciativa, un vacío de opinión, un montón de autómatas incapaces de plantearse un ¿porque?. Inútiles de democracia, insalvables de su ignorancia, incapaces de mirar al porvenir. Mi país invertía e invierte tanto tiempo y recursos que no tiene, en pretender, en tirarle piedras al cristal del vecino en vez de hacer con él las pases y llamar de vuelta al futuro. Su ejercito no es la excepción. Todo es parte de la agenda indómita, mambisa, rebelde, de unos comandantes que al no saber administrar propiamente el país lo envuelven en papeles de fantasías y doctrinas de confusión, en miedo y divisiones que terminan por secuestrarle el alma y amarrarle las manos. Mi madre y mi abuela nunca lo entendieron. Ellas, las dos, gastaron sus vidas haciéndole las gracias al patrón, que les pintaba una causa gloriosa y a todo color sobre una pared adornada por el blanco fácil de la lechada. No conocieron la libertad de decidir, de protestar, de demandar, de exigir. Pienso que ellas, como muchos otros de su generación, disfrutaban de la conveniencia de vivir a medias mientras otro se ocupaba de arreglarles el futuro, y ahora la historia les pasó la cuenta por la pereza.  Todo lo que se hace sin lógica termina dándote la vuelta, volteándote, mareándote, hipnotizándote con la gracia sin fin del caracol.                         


Terminé mi experimento de recluta tan pronto como pude, con la sensación para entonces de que otra vez estaba intentando escapar de mí mismo, y que si no lo arreglaba me podría pasar la vida escapando pero sin saber adónde escapar. Seguía viviendo en el país equivocado, sin identificarme con nada ni con permiso para decir ni demandar sobre mi propia vida, sin poder hacer o empezar. Vivía como un soldado desde que me pusieron la pañoleta al cuello y tuve que ser soldado del ejercito para entender que ya lo había sido toda la vida. Aquella era la vida que yo vivía pero no era la mía, era algún otro pretendiendo bajo mi piel, haciendo jugar al juego de los comunistas. Yo sin embargo vivía afuera de mí, contemplándome la confusión como si fuera mi propio ángel de la guarda, con las ganas atadas a la espalda, la vista en el horizonte y el tiempo goteándome hacía arriba. 




escapar del paraíso


Jamás se me ocurrió irme de Cuba porque lo que no conoces no te hace falta. Pero eso fue hasta aquella temporada luego del período especial en que todos los amigos anunciaban su pronta partida de una manera u otra. Fue como una rabia de mosquito, que una vez que te pica, cualquier mapa local desaparece minúsculo en la palma de la mano y todo lo que te queda es partir, para salvarte de la infección de perdedor que comienza a matarte. En Cuba tenía una esposa que sufría por mi empeño en vengarme del mundo, por saltarme las reglas; pero además porque el alcohol se administraba en las bodegas como paliativo para los cobardes. No le hecho la culpa de mis limitaciones al gobierno de la Isla, sin embargo con mi llegada al nuevo mundo, muchos de mis adicciones fueron desapareciendo por el propio peso de la responsabilidad. El alcohol fue una que lentamente se fue evaporando a medida que fui tomando mejor control de mis destinos; pero la que más me sorprendió fue el miedo que antes le tenía al futuro. 

Tenía dentro de mi tantas contradicciones, tantas añoranzas de cambio, de desarrollo, de esperanzas para mi país, pero además tenía la convicción de mi casa de que el porvenir solamente podría estar en las manos de aquel sistema mucho mas humanitario y justo, pero que solo nos había traído pobrezas y ataduras. En el otro lado de mi corazón, justo en la aorta por donde entraba la sangre fresca de mis pulmones, estaban las opiniones de todas aquellas personas que yo estimaba y que no querían saber nada de aquella mentira en la que habíamos caído por ignorantes. Ambas se mezclaban vivas como dos serpientes enroscadas, luchando por sobrevivir la una sobre la otra, y para entonces comenzaban a hacerse un nudo con el que amenazaban con asfixiarme las ideas y me dejaban en la incertidumbre de integrarme a la revolución, vencido como Sor Juana Ines por la injusticia o romper de una vez con ella y ocuparme de aquel hombrecito que me negaba a escuchar. 

No fue hasta unos 10 años atrás, que comencé a desenroscar con mis escritos aquel nudo invisible que ya se tornaba macizo como la fibra de una raíz, que le logré devolver el sentido a mis ideas y comencé a tomar una posición justa entre mis dos mundos, sin denegarle lo bueno o lo malo a cualquiera de los dos. Pero fue la libertad de poder decir lo que pienso, lo que me dio la oportunidad de encontrarme conmigo mismo. 

Lo interesante de no poder ver por dónde te llevan no es el miedo a caerte, es no poder hacerlo por ti mismo. No es que te tiren, es que no te dejen usar los brazos para aguantarte del aire cuando lo necesitas. 


En Canadá aprendí a vivir sin miedo, con las esperanzas en terminar el día en una pieza y el próximo ya veremos. Tenía un trabajo, un cuarto, comida, alguna ropa, un par de amigos, lo demás no importaba. En Cuba era un terror diario de que el día no se fuera a acabar nunca sin jamás poder llegar a explicármelo. Incluso la escuela que nunca me funcionó muy bien en Cuba, donde apenas alcancé a hacer dos años de universidad antes de entender que nunca me iba a graduar de aquellas derivadas e integrales; en Canadá estudiaba con mucho apetito y ya de viejo terminé todos los cursos que necesitaba para ganarme la vida decentemente como un profesional, sin necesidad de robar. Utilicé un poco de la electrónica que ya sabía y la mezclé con un poco de lógica PLC que me esmeré en aprender. Dos vidas completamente apartes, que además no creo que halla sido porque en el Norte se vive en el primer mundo. Hubiera sido igual de feliz a la orilla de la playa mas olvidada del mundo, si nadie me estuviera molestando, tratando de controlarme lo que digo y lo que pienso. Vivía ahora en un lugar donde se respetaba el derecho a ser yo y eso fue la mejor medicina para mis adicciones.


La etapa de inmigrante fue muy interesante e inesperada. Si dijera que ya la había vivido antes y que sabía paso por paso qué vendría después por supuesto que estaría mintiendo, pero así mismo fue. Era como en esas preguntas de los exámenes, en donde ya te sabes la respuestas; todo lo que tienes que hacer es escribir el desarrollo de tu argumento con paciencia y luego a otra cosa. Así fueron mis primeros años en Canadá. Encontré mucha gente en el camino con ganas de ayudarme, y otros que no podían ni ayudarse a ellos mismos. Apenas aterricé en Toronto, Andrés puso en su máquina de fax  los papeles del refugio político y un par de años después de enviarlos ya era residente en el país, y en tres años mas ya era ciudadano canadiense, jurada mi devoción a la Reina Isabel y hecho un experto en cómo votar en las elecciones provinciales y federales. Canadá no es un país perfecto para nada, pero encuentra las soluciones más perspicaces para acomodar privacidad sin dañar demasiado sus objetivos. El gobierno canadiense tiene muy poco interés en envolverse en la defensa o las demandas de su gente. Ese estilo de administración empieza con los miembros del parlamento y sus oficinas, en las cuales te dan las respuestas mas acertadas y correctas  a tus problemas, pero siempre te vas de vuelta a la casa con el mismo problema con el que fuiste a visitarlos en primer lugar. Es un país para hacer dinero, los que decidimos ser pobres somos simplemente un estorbo que el gobierno tiene que soportar para ganar las elecciones. Es un estilo muy parecido al que he visto en los Estados Unidos, solo que en Canadá son más corteses y la gente son un poco más educadas. Por lo demás, es un país para ricos y poderosos, quienes pueden deshacer sin demasiados problemas mientras los demás vivimos de la caridad de nuestros impuestos y el bochorno de nuestros votos.  Siempre he pensado que el día que pongamos al primer político en la cárcel por no cumplir lo que prometió durante las elecciones se resolvería el problema de las mentiras, pero todavía estoy esperando por Mulroney a qué pague por el dinero que se robó y Campbell a que pida perdón por el HST. Al primero le perdonaron la maleta llena de billetes por haber sido primer ministro, al segundo lo mandaron de embajador a otro país como castigo de su insolencia. ¡Y así quieren ganarse el respeto de quiénes le ponen atención a las noticias!.


No es un país perfecto, de hecho está muy lejos de serlo, sin embargo está lleno de libertades y viven sin dogma, salpicado de un racismo casi transparente y muy interesados en el dinero y el negocio, pero hay también que recordar que estamos tan solo en el siglo XXi y que comparado con Cuba o con la mayoría del resto del mundo, intolerante y caprichoso, los canadienses vinieron de la Luna. Me es imposible de explicar cómo una población de 30 y tantos millones de personas pueden todos ponerse de acuerdo para respetar culturas, tradiciones, razas, sexos. Es realmente impresionante y muy típico, que en cualquier barrio encuentres una mezquita, una iglesia y un templo judío, todos a pocas cuadras unos de otros o que escuches en el bus dos o tres idiomas hablados a la misma vez. La gente trabajan juntos con sus hábitos y costumbres y se tratan con respeto y admiración y se dan espacio a sus creencias, un pueblo realmente admirable. A ellos le debo mi segunda vida y donde quiera que me encuentro un canadiense, encuentro a un hermano, con sus boberías y las mías, pero hermanos a fin de cuentas. Nunca me sentí inmigrante en aquel país, nunca despreciado ni nunca de segunda clase. Me trataron siempre lo mejor que pudieron y me respetaron hasta donde les dio la paciencia. Así que de corazón se los agradesco. 


Allí viví con mucha gente, les comenté mis aventuras y me contaron las de ellos. Me relacioné con mujeres muy agradables pero no hice familia con nadie, hasta un día en que alguien se esmeró en darme el hijo que siempre deseé pero que a mis cuarenta ya no esperaba, y por ofrecerle el padre que nunca tuve, todavía tengo una mujer que me quiere a su modo y un hijo que me adora. Al que se lo perdono todo; incluso que prefiera a las computadoras más que al padre. 




el egoista empedernido


La madre de mi hijo es de la China. Somos bien diferentes y sin embargo tenemos este contrato sin firmar, en el que nos mantenemos girando alrededor de nuestros hijos como si nosotros fuéramos los planetas y ellos el sol. Nos ayudamos el uno al otro con las tareas de la vida, tomándonos un día a la vez, felices de todo lo que tenemos alrededor y todo lo que hemos logrado. Hoy por hoy, con 53 años mal vividos, no me creo el asunto de que nuestra especie tuviera ninguna intención de hacer los matrimonios eternos, a no ser por la iglesia y las tradiciones. El problema con mi teoría son los hijos, que toman muchísimo tiempo en educarse y mucho más en volverse adultos. Yo soy el más claro ejemplo de cuánto se necesitan a los dos padres para encontrar el equilibrio, por eso lo sacrifico todo para respetar el amor que siento por el mío y ocuparme de él desde el cuarto de al lado, siempre al alcance de su mano por si necesita un consejo o un beso en medio de la vida.


Pero sinceramente pienso que todo ese rollo de vivir con alguien para siempre es un invento. Una necesidad práctica que muchas veces nada tiene que ver con el amor. El amor es algo maravilloso y lo he sentido un par de veces, sin embargo pienso que mantenerlo vivo al lado de alguien como yo, que vive amando las dimensiones y pensando en los planetas mas remotos, se vuelve rápidamente una teoría. Yo diseño mi vida como un calendario, escribiendo cada tarea en el reminder del teléfono como si las fuera realmente a olvidar. Resuelvo mi problemas con la ayuda de algoritmos y utilizo tablas de excel para anotar los gastos del mes. Vivir conmigo es bien aburrido. Comprendo que es realmente difícil para cualquier persona que sea diferente a tí entender cómo alguien puede ser tan caudillo de la lógica y aparentar ser tan ilógico. 

Es la historia de mi vida. Se mentir y lo sé hacer muy bien, pero no se pretender. Me sale muy mal porque no le encuentro sentido. 


De todas las novias que he tenido, siempre me causó espanto que nunca entendí lo que querían de mí, hasta que un amigo del trabajo, que se tomaba en serio el asunto de estar casado, me dijo un mayo del 1998, que nadie sabía lo que ellas estaban pensando así que no tenía de que preocuparme. Desde entonces traté de ignorar lo que decían y me concentraba en cuanto me amaban, hasta que nuestras expectativas nos tiraban aparte en el camino, y entonces yo me alegraba de que hubiera terminado y ellas se alegraban que ahora podría encontrar a alguien menos anormal. 


Tuve conmigo verdaderas compañeras que me amaron sinceramente, por los tiempos en que yo todavía no había dado conmigo mismo. Yo hacía más on menos igual a todo el mundo pero sin realmente encontrarle mucho sentido a la vida,  como aquella vez en que buscaba princesas trigueñas o amor sin dogma o condiciones para ser comunista. Vivir con alguien cada día se volvía a veces insoportable y entonces, por los tiempos del Yahoo Chat del 99 apareció Zarela, lejana, virtual, conveniente y sobre todo, que nadie hablaba como ella. Solamente Diana del Sol se le acercaba en su habilidad de llenar con sus silencios aquel hueco de avenencia que todavía tengo; con sus ganas envueltas en papel de sonrisas, con su inspiración de poetiza y sus análisis atrevidos. Era un Adrián del otro sexo, dispuesta a convencerte con razones mortales de sus argumentos o a condenarte a morir en las sombras de la deslealtad, como si más allá de sus palabras se acabara el mundo y no hubiera nada más que defender. Zarela sabía de todo. Ella fue la que me dijo que todos esos peludos son unos genios, y con eso firmo los destinos de mi gusto por el rock. Tenía y tiene una cultura increíble, hablaba 5 idiomas, escuchaba una música desconocida para mí y lo más genial en ella era que había viajado el mundo y lo había tocado con sus manos. 

Por dentro era una mariposa, sin embargo se enfrentaba a la vida con una temeridad admirable, lista a ser destajada por el abuso si era necesario, pero sin darle a la injusticia el chance de desteñir ni la punta de una de sus alas de seda. 

Fuimos amigos virtuales por años, sin tocarnos, sin hacer el amor que tanta falta nos hacía. Justa prueba de que la internet es un invento para la fantasía. 

Nos encontramos en Tokyo por el 2006, para cuando la distancia ya nos había anunciado que aquella amistad borrosa era todo lo posible entre nosotros. Sin embargo y por el precio del viaje, la seguimos exprimiendo entre nuestras ganas hasta que se nos reventó entre los dos pechos, una madrugada de borracheras y la alegría se nos volvió de luto. Todavía conservo su amistad y la conservaré hasta que me muera porque prescindir de ella, una vez que la has tenido a tu lado, es una perdida de tiempo. Ella es imposible de olvidar. 


Lo mismo me pasó con Ana, una rana que vivía muy confortablemente posada en aquel mundo natural que era su lago encantado pero inadmisible para mí por sus costumbres. Estaba ella perdida dos mil años atrás en la fantasía de unas historias que entre dogmas y tradiciones, trataban de explicar el mundo pero desde el final. Sin intentar entender sus necesidades, la rapté de su poltrona de cenicienta para mostrarle el verdadero paraíso de las estrellas, lo que los hombres hacemos con nuestras manos, lo que creemos con nuestras formulas, pero fue solo para descubrir que aquí afuera ella no sabía respirar. 

Una de aquellas noches con ella entendí, en una parada de bus con la helada subiéndome por las piernas de los pantalones, que me había convertido en un vagabundo del espacio y la miraba dentro de su pomo sin poder cambiar sus destinos. Tenía que conformarme con mirarla a travez del cristal de su recinto si  quería seguir apreciando el destello tímido de la luciérnaga casi sin luz que era, incapaz de alumbrarme mis ojos contaminados con física, ciencia y agnosticismo. 

Para Ana el mundo ya estaba escrito y solo había que prepararse para clasificar entre los elegidos, lo cual, como en cualquier transacción inadmisible a mí me parecía muy fácil de creer para ser verdad. Mi mundo tenía sentido porque  de hecho existía de pincharlo, de experimentarlo con preguntas hasta que uno de los dos reventara por la imprudencia. Creer lo que otros te dicen sin el justo mediante de un ¿porqué? no ha sido nunca mi estilo favorito de banquero. Este mundo de aquí afuera es de tres dimensiones, mas un tiempo constante sin vueltas al pasado, intenté explicárselo siempre; con sus galaxias de polvo y sus agujeros de espacio, infinito hacia adentro - hasta donde siempre encuentras algo que cortar con el filo de la curiosidad - , e infinito hacia afuera, - en donde la imaginación se dilata en distancias aberrantes sin llegar a ninguna parte ni hacer ningún sentido - ; lo acepto con todos sus misterios, como las costas que son de mis limitaciones, el rompecabezas de mis sentidos, la oscuridad de mirarlo con mis ojos. Lo acepto con los riesgos de pincharlo para saber de qué está hecho, que soy su hijo y que lo necesito, tanto como él me necesita a mí para tener algún sentido. Y aunque a veces se vuelva perverso e incomprensible, difícil, ajeno, impenetrable, nunca ha sido injusto. 

Lo que más me gusta de él es que sigue sus reglas con todos sus lugares decimales, sin cederle un dígito al engaño. Vivimos en un mundo con tantas aristas invisibles a considerar, que la energía se te desvanece en atajos, mucho antes de que alcanzamos a traducirla en fórmulas racionales.

 

A ese mundo intenté traer a vivir a Ana, al continente impredecible de lo insólito, y solo fue para verla envejecer de pasado y añoranza por las viejas escrituras. Tengo mucho que aprender de ella, y no me queda otra que aceptar su oferta de envejecer a su lado. Solo que no estoy listo todavía. Tengo un tanque de curiosidad por gastar antes de quedarme sin gasolina en el camino. Ya se que no es suficiente, solo estoy tratando de llegar a ningún lugar...



la otra cara de la moneda


China es un país muy interesante. Salí del comunismo tropical de Cuba para venir a dar con mis huesos al comunismo asiático de Mao y su pandilla. Pero China no es Cuba. Con la llegada a la presidencia de Dèng Xiǎopíng, el gobierno del país decidió cambiar los rumbos so pena de sucumbir en la amargura de su pueblo, y lo ha hecho muy bien. Los chinos tienen esta idea de que todo el mundo necesita un Papa grande, una guía, y ellos consideran que el partido comunista tiene en sus empeños lo mejor para su pueblo. Nada es perfecto y comunismo me sabe al mismo bocado rancio de doctrina, prohibiciones y miedo que me ha sabido siempre. China sin embargo, con su único partido y sin elecciones directas, condimentado con un nacionalismo que les enseñan a los niños con la leche materna y que sobrevive sobre el silencio de otras opiniones, sigue su rumbo de desarrollo y prosperidad, y lo más importante, le ofrece a sus ciudadanos un porvenir de riquezas y oportunidades, que muchos otros países le envidiaran. Algunos podrían decir qué es un tipo de comunismo con un motor capitalista y tendrían razón, pero yo agregaría que mientras exista el dinero, hay muy pocas oportunidades para cualquier otro mecanismo de tracción que no sea la economía de mercado. 


Jamás, y esta vez estoy fuera de cualquier adivinanza posible, jamás pensé yo que visitaría o viviría en la China. Este fue siempre uno de esos países impensables, lejanos al otro lado del mundo, que son una pinta en el mapa y un destino sin necesidad. La gente aquí son muy amables, sinceras, pero también muy privadas. Me recuerdan más a los cubanos - salvando las distancias culturales -  que a los norteamericanos con quienes he vivido 20 años. La gente aquí tienen el mismo problema que yo tenía en Cuba; que los destinos de sus vida se deciden en alguna oficina de Pekin sin que ninguno de ellos tenga velas en el asunto. No me molesta tanto como allá en la isla porque aquí soy solo un invitado temporal, con la facilidad del salvoconducto canadiense para escaparme cuando me canse de ver ojos rasgados y del olor del tofu. Sin embargo no me molesta para nada estar de invitado aquí. 


China tiene muchas cosas buenas y un montón de cosas malas. Un gobierno central, como siempre he deseado que tuviera el planeta, que facilita el manejo coordinado del país con mucha eficiencia y sobre todo, sin oposición ni crítica. Tal y como hicieron con el virus, que allá afuera todavía sigue exprimiendo la economía, aquí lo exterminaron en un mes y medio. Con medidas a veces muy drásticas para mi gusto, separaron a la gente que tenía el virus y los internaron en hospitales hasta que pararon la contaminación. Un gobierno central puede pecar de anti democrático pero en tiempos de guerra funciona como un reloj, con las ordenes y los recursos, llegando sin demasiadas contradicciones de una oficina central. 

Para entender este país uno tiene que comprender su contexto histórico y sus tradiciones. Los chinos viven como cualquier otro ciudadano en el planeta. Escuchan la misma música que nosotros y ven las mismas películas, muchos hablan ingles o tres idiomas, incluido muchos español. Están bien informados y pueden leer las noticias de afuera si así les parece porque si bien hay muchos sitios bloqueados, hay mucho otros que están disponibles para su elección. La diferencia con Cuba es que no hay pobreza ni escasez. Es muy fácil hacer un negocio aquí y es muy fácil montarte en un avión e irte de paseo a cualquier parte del mundo, no tienes que pedir permiso a nadie. Ellos prefieren su música, sus películas y su cultura pero son libres de elegir e incluso de opinar. Si no te dicen lo que piensan no es por incomodar a nadie sino por respeto a ti.

Cualquier gobierno del mundo es el favorito, llamándose como quiera y ser de cualquier tendencia política. Sí le ofrecen a su pueblo bienestar y oportunidades, es todo lo que la gente espera de ellos y esto para los chinos al menos, les está funcionando muy bien. 


Llevo tres años viviendo aquí y hasta hablo un poco del idioma, que para colmo está en chino. He hecho buenos amigos y tengo un trabajo que me agrada. La otra gran mayoría de cosas que me suceden a diario no tiene demasiada diferencia geográfica de si estuviera en La Habana, Vancouver o Shanghái. La gente aquí son simple, con sus problemas y sus sueños, superando sin lastimar sus tradiciones, viviendo sus vidas lo mejor que pueden y por lo que he visto la viven muy a gusto. Tienen de todo lo que quieren tener y un gobierno que mal que bien les ofrece lo que necesitan. Es un país de una cultura milenaria, que decidió hace muchos años atrás abastecerse a sí mismo sin pedirle nada a nadie. 


La historia tiene esa tendencia a ser recia como un tronco de caña. Se bate con los aires y tal parece que se doblega pero luego de la tormenta regresa del dolor dé su  joroba a empinarse de nuevo en el tiempo, porque la historia no se cambia en unos años. Es como esas funciones cuadráticas con su virtud de curva, que no doblan ni bajo los argumentos contundentes del ángulo más exótico del mundo. 

¿ Quienes tendrán  la razón a la larga o cuántos otros países se desviarán del capitalismo hacia la izquierda o vice versa, para hacer de su historia un resorte de muelle entre el estira y encoge de las opiniones?, estará por verse. Nuevas generaciones de chinos decidirán jorobar su futuro de un lado al otro para complacer sus intereses es también posible. El gobierno les ha puesto todos los platos en la mesa y con sumo cuidado y tacto les deja probar de esto y de aquello, administrando el tiempo que nunca es eterno. El futuro está siempre por escribirse y predecirlo es jugar a la lotería política. Las relaciones internacionales de este mundo en que vivimos, sin control ni jueces ni jurado, me recuerda siempre a los dos que intentan dormir en la misma cama amplia con una sola colcha, y se pasan la noche destapándose el uno al otro hasta que los sorprende las siete. ¿ Son los Estados Unidos el modelo a seguir ?, definitivamente no, en mi opinión. ¿ Será acaso un gobierno socialista, interesado en el bienestar de su pueblo y en promover igualdad pero sin democracia la solución final ?. ¿ O acaso seguiremos eligiendo a partidos interesados en hacer más ricos a los ricos y mas pobres a los pobres ?. Ojalá y no. 

Cualquier que sea la respuesta, la mirare desde el silencio de su museo.


El secreto de este país se resume en una frase que alguien me dijo cuando le pregunté el porqué no tenían elecciones aquí. La respuesta fue contundente y brillante en su sinceridad. Me dijo ¨no tenemos elecciones porque hay mucha gente estúpida en este país¨. Una respuesta genial. Él se refería a que las elecciones necesitan electores y esos electores mejor que sean responsables e informados o podrían tirar el futuro de su país por la ventana, como sucede ahora mismo en EEUU. 

En tecnología hay también un dicho que usamos mucho, ¨no intentes reparar lo que está funcionando¨, y este país, al menos para los chinos, funciona mejor que muchos otros con sus elecciones y con su democracia. 


Como ya dije tres veces, nada es perfecto en el siglo XXi. 




continuará...


Diego Cobián

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