A mis amigos gays, que me tuvieron tanta paciencia.
Lo descubrió casi en el último minuto, al verlo voltearse hacia la puerta con la intención de apearse en la próxima parada. Era él sin dudas, pero apenas si lo podía observar en detalles por entre el enjambre de gente enlata dentro del bus, retornando a sus casas luego de un día normal de trabajo. Sin todavía creer en su suerte no se dio ningún chance a explicaciones. Llenó sus pulmones del preciado aire fresco que le llegaba por la ventanilla abierta y se soltó del tubo que la sostenía en la orilla para sumergirse en la masa sudorosa y pestilente que la rodeaba, aguantando la respiración como si estuviera sumergida en un pantano, hasta que fue arrastrada afuera del bus instantes después, cuando por fin se abrieron las puertas y la avalancha la levantó en peso y la arrastró hasta la acera. Con trabajo lograba mantener su vista en los que se apeaban por la puerta de atrás, girando sin control entre la marejada de pasajeros, tratando de mantenerse a flote, sujetada del poste de la señal del autobús. Por un momento pensó que él no se había bajado y el temor de volverlo a perder le causó un escalofrío de desesperación. Pensó en volverse a subir, el chofer la miraba con cara de asombro por el espejo retrovisor mientras ella trataba de adivinar en su rostro los segundos que le quedaban para tomar una decisión antes de que él cerrara las puertas, pero fue en vano porque mientras paseaba la vista de un lado al otro, el ruido del aire comprimido le anunció que se había quedado sin tiempo, cercenándole las ilusiones de un tajo, limpiamente, con la compasión sorda de una guillotina hidráulica. Lo había vuelto a perder, pensó desconsolada mientras miraba por las ventanillas con la esperanza de verlo por una última vez, pero le sirvió solo para encontrarse con la cara imperfecta y sonriente de un blanquito con gorra de pelotero y diente de oro, que le hacía la bien conocida mueca de ¨qué carajo es lo que me estas mirando, maricón¨ a través del cristal.
Un tiempo atrás, había sido aquella primera vez, cuando a ambos lados del mismo balcón, fumaban ellos dos del mismo humo con la ayuda de un par de cigarrillos encendidos. El Parque Central de la Habana hervía al otro lado de la avenida, hundido entre las sombras cómplices de sus faroles pálidos, inundado por los murmullos de las gente que lo utilizaban para evacuar la necesidad de conversar de cualquier cosa, de pelota, de política, de los aconteceres del solar o para repetir el mismo cuento de la noche anterior. Al cuchicheo y el ruido del tráfico lo interrumpió el cañonazo remoto de la cabaña, dejando tras de sí un instante de silencio que fue solo superado por la sonrisa complaciente de todos los que habían participado en el silencio fantasmal. Al verla bajar la vista hasta su reloj, él le hizo notar en tono burlón que seguramente eran como las nueve, a lo que ella respondió con una sonrisa de acierto, ocultando la vergüenza de que para las agujas de su Poljot las nueve habían sido hacía más de quince minutos.
Así había comenzado todo. Aquella noche después del teatro, caminaron juntos todo el Boulevard hasta Galiano, y sorprendidos por la conversación tan amena que parecía no terminar, siguieron de largo lo que les quedaba de San Rafael hasta encontrarse frente a la empinada escalinata de la Universidad de la Habana. Compraron pizza para estudiantes en el único timbiriche que encontraron abierto a aquellas horas de la noche, y quemándose los dedos para retener dentro del papel el queso escurridizo, bajaron por L hasta el centro de la ciudad, sin comprender a ciencia cierta porque en la Habana siempre terminaban todos en el mismo lugar.
La luz del semáforo les dio una pausa para meditar sobre de qué más podían hablar. Se habían contado de todas las películas que tenían o no tenían en común, de los amigos de la infancia y los que llegaron después, de sus escuelas, de sus trabajos, de todos los libros que los separaban, de la temporada de ballet que estaba por terminar, del próximo festival de cine, de la última novela brasileña de moda en la televisión y llenos de temor, ambos cayeron en la cuenta de que la falta de imaginación les podría terminar prematuramente aquel encuentro, que tan bien les había arreglado la noche a los dos. Por fin cambio la luz y un hombrecito verde se encendió al otro lado de la calle, modificado por la maldad popular con un rasguño largo entre sus piernas abiertas, que lo hacía lucir pervertido. Se rieron a la misma vez y el pretexto le sirvió a ella para recorrerle nuevamente el semblante hasta tropezar con sus ojos, mientras fingía una vergüenza que igual no sentía. Le gustaba de él que al final de su compostura masculina tenía un encanto femenino que a ella la sorprendía por lo atractivo. Sus labios eran finos y cortos, de color impreciso y rasgado suave, que se disolvían sobre el cachete blanquísimo, suave y dulce. Sus ojos eran grandes y marcados, con unas pestañas divinas a ambos lados de una nariz sensual. Siempre le pareció que lloraba en silencio, incluso cuando se reía. Parte de su magia, se dijo en silencio, eran sin dudas sus ojos tristes y encantadores, escondidos por las dos aguas onduladas de una raya precisa que le separaba los pensamientos al medio.
Se les acabó el ancho de la calle sin encontrar de que más contarse. Ahora parpadeaba en el mismo semáforo peatonal otro hombrecito, esta vez rojo y prohibitivo, con sus piernas cerradas como las de un soldado, pero con otro rayón malvado que denotaba el mismo miembro exagerado, esta vez empinado hacia uno de sus costados, burlón de aquellos que lo pensaban frio y sin sentimientos. Se volvieron a reír y el viento fresco y salado del mar que subía por la Rampa, los invitó a bajarla sin mas pretextos, hasta dar contra el muro de concreto en el que se estrellan todos los pretextos para seguir de largo. Parados frente al mar infranqueable, esperaron callados a que el viento puro les limpiara con su brisa los olores que la cuidad les había impregnado en la piel, con sus vicios y sus costumbres. La luz distante del faro los alcanzaba pálidamente, resbalando hasta ellos por sobre la superficie de los edificios mal alumbrados del litoral, para luego perderse sin esperanzas en la lejanía de un horizonte infinito, apenas con estrellas. Cuando por fin él abrió los ojos, ella ya se había dado la vuelta y le hacía notar como quien revela un secreto, que aquel era su lugar favorito, porque desde allí la cuidad parecía como en una postal, a lo que él asintió sin voltearse. Conocía bien las luces y las sombras de su cuidad y si ella le hubiese preguntado en donde él prefería estar en aquel preciso instante, le hubiera dicho que flotando sobre la silueta ancha de aquel mar profundo que tenía delante, hasta que de la postal no quedara más que un resplandor lejano en la distancia. Sin darse apenas cuenta se le escaparon de sus labios los mismos versos que repetía cada vez que se le perdían las ganas, frente al ancho paraíso del porvenir,
… me voy en busca de nada
pues se bien que el mundo es redondo y finito;
me voy donde las bocas no hablen ni los ojos juzguen,
me voy al mundo simple del más fuerte
sin más leyes que el hambre ni más bondad que la naturaleza.
Vuelvo al animal que fui, a esperar paciente a ser devorado,
ha renacer en mi otra vez sin nuevas esperanzas.
El sonido del agua rompiendo sobre las rocas fue todo lo que siguió a sus murmullos. La cuidad a su espalda se convirtió por un instante en una añoranza, una de luces brillantes y profundidades de tercera dimensión por donde se podían introducir las manos y el cuerpo, de la que se podía oler y conocer hasta extrañar. No lo notaron porque ambos tenían los ojos cerrados al mundo, abiertos los sentidos a la imaginación, que se movía con la brisa cual si la luz asustada de una vela. El tiempo se detuvo en la Habana por los pocos segundos que les tomó a ellos volver a la realidad, desajustando la reputación de los relojes más precisos, pero sin llegar a ser suficientes para sincronizar su Poljot con el tiempo del resto del mundo. Como para no dejarlo perderse para siempre en sus recuerdos, ella le preguntó de quien era el poema que había recitado y él le contó la historia de aquel fotógrafo con quien había vivido alguna vez, que había convertido todas las paredes de su casa en guindalejas de fotografias. Retrataba al mismo mundo que lo evitaba por ser diferente, le contó. Me decía que sus fotos estaban llenas de culpables, pero lo hacía porque en ellas lucían mucho más inocentes. Los veía reaparecer suavemente, como una revelación, sumergidos en los mismos ácidos que lo iban asfixiando a él en el laboratorio, le contó de su amigo. Luego de que aparecían en la foto, los dejaba secar, les daba un beso y los colgaba en su pared, quizás para hacerles ver que no lo habían vencido, que había mucho más en él que el simple reproche. Un día en que no pudo más y con las paredes repletas hasta los bordes del techo, se colgó su cámara al cuello, se llenó los bolsillos con todos los rollos de cámara que encontró y se lanzó al mar sobre una cámara de camión, sin dejar testamento y sin despedirse de nadie.
- ¿ Y Se fue a Miami?, le preguntó ella llena de curiosidad.
- No, se lanzó al mar por el sur de Santiago de Cuba. No quería llegar a ninguna parte. Sabía bien que no hay justicia en ninguna parte -. Le respondió suavemente. -Jamás nadie ha vuelto a saber de él.
Y volvieron a quedarse en silencio, pensando al unísono en aquel valiente explorador que decidió dejarlo todo para irse a retratar sus sueños.
Se arreglaba con una mano la tela con la que se comprimía sus senos mientras comprendía que había llegado el momento de decirle adiós. Como había sucedido tantas veces antes, su atracción por el sexo deseado nunca terminaba bien porque sus pretensiones de hombre estaban sujetas a sus deseos de ser lo que no era. Él había nacido mujer y lo había sido entre una y otra confusión, hasta el día en que decidió romper con aquella maldición de cuerpo dentro del cual se retorcía impaciente el sexo contrario. Vencido un día de luchar contra él mismo, la había dejado florecer entre las hojas tiernas de su personalidad, para el reproche de las demás mujeres por lo macabro de su traición y para el miedo de los hombres a aceptar al nuevo pretendiente en su resuelta especie. Sintiéndose hombre dentro de aquel pellejo femenino, sentía una fatal atracción por las mujeres, con las que la suerte no le duraba más allá del secreto que escondía tras las ropas, que tarde o temprano caían desconsoladas a los pies de sus mentiras.
Se volvió hacia ella y decidido a terminar la noche sin demasiadas explicaciones, afinó el aliento sin saber por dónde comenzar, pero fue tan solo para escucharla preguntando si era verdad que aquella cascada artificial que tenían delante, era el resultado de un salidero en la piscina del Hotel Nacional que nadie sabía cómo reparar. Aguantando apenas su discurso de despedida en la punta de la lengua, la miró por un instante hasta que calló en la cuenta de que ella hablaba de aguas mientras él se consumía en sus vapores. Pero se compuso, y para seguirle la corriente le respondió que sí, que era el agua que se escurría por una grieta que tenía la piscina, y para hacer el chiste más grande, agregó que incluso la gente habían encontrado oculto entre los chorros de agua que rodaban por las rocas, cadenas, anillos y hasta la dentadura extraviada de algún turista hospedado en el hotel. Se rieron a la par, como tan fácilmente lo habían hecho durante toda la noche, y él no pudo menos que notar la gracia que aquella mujercita ponía en todo lo que tocaba, así que se quedó mirándola en silencio, sin fuerzas para seguir adelante con su plan de escape.
Mujercita era, al menos en apariencias, porque dentro de su piel vivía amarrada en nudos sordos al hombre que se empeñaba en ocultar. Se sentía muy a gusto con su papel de mujer y se arreglaba el maquillaje hasta donde le alcanzaba el arte para que nadie le cuestionara con quien realmente habitaba debajo de las pinturas. Siendo hombre converso, perseguía con discreción a los machos con las ansias hiriéndole debajo de la piel, siguiendo el aroma a sudor fresco que se le desparramaba a la presa en el acecho, arañándose las yemas de los dedos con los cañones que le quedaban en la cara de su última afeitada; inmerso en el calor sofocante de aquel fuego de testosteronas confundidas que el hacían perder la razón y terminaba olvidando quien realmente era, un hombre disfrazado de mujer al que la sociedad miraba como un fenómeno turbio y sin moral, y el acecho terminaba como siempre, parado frente a la realidad fría e indiferente de su espejo, que por entre la visión refractada de sus ojos sin esperanzas, se las arreglaba para mostrarle de vuelta lo barato de sus apariencias. Entonces se arrancaba con rabia a sí mismo lo poco de realmente tenía de ella por fuera, dejando al descubierto el pecho llano, limpio, los mulos lisos y fornido, y un sexo virgen, inútil, involuntario y menospreciado. A la mañana siguiente como en tantas otras, se limpiaba con el dorso de sus manos los borrones que el maquillaje que la noche anterior había dejado en su cara y recogía sus ropas del suelo y sin mirarlas las tiraba en lo más profundo del closet, como si fueran parte de un pecado que no estaba dispuesto a repetir. Pero era solo un truco de consuelo que le duraba si acaso hasta el café, porque como había sucedido aquella misma noche en el teatro, le bastaba tan siquiera una silueta masculina alumbrada apenas a la luz tenue de un cigarrillo ardiente en medio de la oscuridad de un balcón para que todos sus bochornos se les olvidaran, y el fuego de sus deseos se volviera a encender por entre el maquillaje.
Meses después de aquella noche en que se caminaron juntos la Habana, la casualidad los había montado sin apenas proponérselo en el mismo bus. Para cuando ella había notado su cara, distante y apenas visible entre la multitud de brazos agarrados del tubo del techo, él ya la había estado observando por mas de la mitad del viaje.
Fue cuando el bus torció el anillo para entrar al túnel de la bahía que las lámparas de mercurio del túnel, separadas a distancia una de otras, encendieron con su luz amarilla las caras indiferentes de los pasajeros que aparecían y desaparecían entre la luz y la sombra, imitando en los ojos la magia de una películas de cine macabra. Él recorrió la vista por entre los pasajeros para disfrutar del efecto cinematográfico que las luces producían en las caras estáticas, tristes, resignadas, parpadeando indiferentes ante la última señal del fin, como si hubieran perdido todas las esperanzas de un final feliz.
Así fue como la descubrió, en la distancia, diminuta, apenas una sombra, sorprendido él mismo por lo irreal de la luz parpadeante en su rostro, por la urgencia mecánica con que se le anunciaba el futuro, vibrándole los ojos entre el instante fotográfico de la luz y la penumbra invisible del desconcierto, tan solo para verla aparecer y desaparecer y aparecer otra vez, en un sí o no inquisitivo y macabro que la realidad le imponía a sus deseos.
Jamás hubiera confundido con nadie más aquella cara perfectamente maquillada, su silueta dura y masculina pero a la vez sensual y dulce, que lo encontraba a él justo en el mismo medio de sus dos mundos. La había estado observando impaciente, deseando que aquel túnel no terminara nunca y los volviera a dejar sumergidos nuevamente en la oscuridad sin pausas de afuera. La miraba con la esperanza de que ella volteara la cabeza y posara sus ojos pequeños y profundos en los suyos, pero ella estaba inmóvil, su vista fija a través del cristal que ahora se iba volviendo transparente, sumergiéndose otra vez en la oscuridad de la noche, dejando visible en la distancia la silueta del mismo mar oscuro que meses atrás había terminado por hacer aguas entre ellos dos y separarlos. Nunca la había olvidado y verla allí, tan cerca pero tan inalcanzable, le produjo una alegría en el corazón de la que él mismo se sorprendió. Pensó en gritarle, gatear por entre el centenar de piernas que bloqueaban el pasillo, arrastrarse por el espacio que quedaba sobre las cabezas de la multitud y el techo del bus, empujar por entre la gente con la excusa apremiante que autoriza el amor para llegar a su lado y sorprenderla con un Hola. Sin embargo las dudas y los tantos fracasos anteriores lo fueron deteniendo en sus pretensiones, le fueron ahogando las energías, trepándole por las piernas con sus recuerdos, comprimiéndole el pecho con su tallo amargo a desilusiones, hasta enroscarse en su cuello y callarle el grito con que estaba a punto de llamarla.
Aquello no tendría ningún otro fin que la misma escena de meses anteriores cuando había escapado de ella con el corazón hecho añicos, de una noche que a la misma vez que no hubiera querido que terminara nunca, había empezado a acabarse desde el mismo momento en que encendió el cigarrillo en el balcón del teatro. Volvió él también la vista al mar oscuro de la distancia, convencido de lo inútil de intentar cualquier cosa, de revivir aquellas ansias que no le llevaban a ningún lugar y que no iba a dejar que terminaran por matarlo. Con los ojos en la distancia, miraba como al otro lado de la ventanilla el fantasma de su imagen de mujer maquillada de hombre se encendía con el resplandor casual de algún carro que pasaba en sentido contrario, terminó por cerrar los ojos aguados, culpa de la mujer sentimental con quien compartía el alma.
Aquella primera vez del teatro habían cercenado la noche sin darse explicaciones, porque ambos temían que decir la verdad era como tantas otras veces un suicidio y no serviría de nada mas que para removerles el suelo sobre el que les habían estado flotando las intenciones. Ambos comprendieron que era el momento de despedirse y ambos habían arribado a la misma conclusión por la misma razón y a la misma vez, aunque ninguno de los dos dijo nada. Se tomaron de las manos como si otra vez estuvieran parados frente al espejo del cuarto y se dieron de silente acuerdo un beso instantáneo, inventado en el último de los segundos, relámpago de un deseo evidente pero prohibido por ambos y que terminó antes de que los labios de él o ella se abrieran para contarse en el mismo discurso las penas de no ser uno mismo.
De vuelta a casa ella caminaba de frente al viento, inconforme consigo misma, soportando la frialdad de la noche como un castigo, mientras pensaba en qué hubiera sido de aquel encuentro si ella le hubiera confesado su realidad. ¿Qué hubiera pasado si lo hubiera dejado abrazarla hasta rosar con su miembro oculto pero viril, que por alguna razón que no lograba explicarse, aquella noche se retorcía violento y desconocido bajo sus ropas?. Hubiera sido para nada, para diluir en lágrimas las dos gotas de dignidad que todavía guardo en algún suspiro, se dijo en silencio.
Él por su parte cruzó la calle y se adentró en la cuidad para que está lo protegiera con sus edificios, del aire helado que había terminado por invadir la noche. De paso en paso se alejaba de ella, arrastrando tras de sí las pesadas ganas de volverse corriendo hasta alcanzarla y confesarle quien realmente era él, explicarle que aun siendo ambos del mismo sexo habían muchas cosas que podían compartir juntos; pero incluso a él le sonaba ridículo y cada vez que lo intentó, le fallaron las fuerzas porque sabía que era solamente una buena excusa para hacerle el juego a sus ganas. Caminó alrededor del Hotel Nacional y subió sin rumbo hasta llegar a la calle L, y sin importarle la hora ni la caminata que tenía por delante. Dobló a la izquierda y recorrió de vuelta las mismas calles que hacía unas horas habían caminado juntos después que salieron del teatro, como para pretender que aún conservaba su compañía aunque sin dudas la iba soñando.
El bus comenzaba a reducir la velocidad mientras se acercaba a la primera parada del reparto y la gente a su alrededor comenzaban a moverse hacia las puertas para apearse. Sin darse tiempo a pensar, se le ocurrió que lo mejor era apearse allí mismo y dejarla ir antes de darse ningún chance a complicar más las cosas. Se volteó hacia la puerta trasera, haciendo todo lo posible para que sus ojos no se volvieran a encontrar con el rostro de ella y esperó paciente, comprimido por la multitud, a que los frenos terminaran por detener las ruedas chillantes del camión, mientras la cobardía de verse huyendo era para entonces tan grande como las ganas de quedarse. Se sentía prohibido, contaminado, enfermo por una epidemia de personalidad, negado por la sociedad que no lograba colocarlo en ningún bando. Era toda una mujer cuando estaba triste y era todo un hombre cuando tenía que abrir la boca para reclamar sus derechos a existir.
Empujado por los demás, puso un pie por fin en el asfalto y caminando alrededor del bus, se paró detrás de este en medio de la calle, esperando a que por fin arrancara y se llevara con el sus cobardías y sus anhelos. Ella mientras tanto, buscaba con la vista alrededor de la parada, tratando de encontrarlo entre la multitud que se iba lentamente dispersando en todas las direcciones sin poder distinguir su rostro, hasta que por fin el bus comenzó a moverse y ella se convenció de que lo había vuelto a perder. O al menos hasta que el refugio que él se había inventado lo dejó al descubierto, delante de unos ojos pequeños y profundos que lo miraban llenos de sorpresa desde la acera, a lo que siguió una mezcla mutua de dulzura y miedo, normal quizás, entre dos que tienen mucho que explicarse.
dc
Oct 2004
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