una mujer llamada Lindura
( el amor existe en muchas formas, incluso en la imaginación )
A sus 54 años, estaba parado frente a un callejón estrecho, torcido, con paredes embadurnadas de memorias para que al pasar se fuera arrepintiendo de su pasado, todo el camino hasta su muerte. Caminaba flotando sobre su salud admirable pero tropezando con sus esperanzas, que se esparcían como una nube de globos grises en el camino como anunciando tormenta. Con paso firme pero indeciso siempre que lograba tocar el suelo, se vestía con sandalias de Hippie, un pullover negro y un pantalón Jean psicodélico azul en el que se enfundaba cada mañana de un brinco a los pies de su cama. Como un invitado, deambulaba su vida con las manos en los bolsillos para llenarlos con algo, siguiendo por costumbre los trillos del tiempo, viéndolos pasar de a minutos, envuelto en el regocijo de empujar sus ganas montaña arriba, envanecido en el hecho de que le agobiaba menos que a los demás. Su cuerpo lo sobrevivía entre los abusos a los que todavía él lo sometía para complacer sus debilidades, y así andaban, como dos viejos amigos que en realidad no se querían, pero que se ayudan el uno al otro en un solo abrazo.
Ella por su parte venía llegando de su última guerra. Soberbia como siempre había sido desde que aprendió la profesión parada frente a un espejo, la vida de adulta le había regalado el aburrimiento del dinero y la comodidad del sexo ordinario, que le había traído dos hijas que ella criaba ahora, de vuelta en su pueblo natal, como si las tres fueran de una manada foránea del bochorno de otras tierras. Absorta en las vidas ajenas de las telenovelas de su teléfono, no tenía ninguna otra intención que convertir aquel hábito en nada más que en costumbre. El amor era un recuerdo paralítico del pasado; la pasión un recurso inútil del corazón. Cualquier otra cosa las tenía todas resueltas para el futuro de sus días. Sería una abuela sin compasión, solitaria despiadada, matrona de sus propias manias, que en su momento guardaría sin levantar demasiados aspavientos en una caja de zapatos en el closet de sus padres.
Se llamaba Linda por supuesto. Nombre que ella misma había escogido, jurando que la coincidencia con su belleza natural era la casualidad inocente con la ausencia total de su español. Podría haber usado cualquier otro nombre en Ingles, en Frances, o en cualquier otro abecedario importado en China, como era tan común por aquellos días entre los que hablaban algo más que el mandarín tradicional; sin embargo y por acierto del destino, ella se había nombrado con un nombre en castellano, como premonición de la historia por venir. Él, un poco para burlarse de aquella coincidencia lingüística, la había llamaba Lindura y ella, asiendo una excepción en la vara raza con la que se defendía de los halagos, le confesó en un mensaje de Wechat que le gustaba aquel nuevo apodo.
De pequeñísimos detalles como aquel se le fue a él haciendo aguas el corazón con sus encantos. Se había vuelto, desde la primera vez que la vio, un entusiasta de sus sonrisas. - La sonrisa mas cándida del mundo - , como se empeñaba en catalogar. Que era no solo por su escasez, porque la mayoría de las veces antes de que le floreciera en sus labios, ella la asesinaba con una mueca de miedo y precaución; sino además porque para ver sonreír a aquella mujer encantadora había que ganárselo; había que pelearlo a palabras, midiendo la intención de cada cosa que uno decía, adivinando a ciegas el camino despiadado que te lleva a ganarte su atención inteligente y astuta. Sin embargo cualquier precio no era suficientemente alto para él y más de muchas veces intentó conquistar su sonrisa palabra a palabra, adivinando atajos, armando rompecabezas, caminando descalzo por el borde de sus laderas de espinas, sin mapas, sin vestigios, sin norte, y la mayoría de las veces en vano. Pero lo volvía a intentar una y otra vez, solo por el chance de volver a verla sonreír, como si su felicidad y la de él se le hubieran mezclado en las venas y tuvieran ahora un mismo destino.
De un fin de semana que pasaron juntos, él había estado tomando notas en cualquier cosa que tuviera a mano cada vez que ella sonreía, para luego usarlas en alimentar estos recuerdos que igual ella probablemente jamás iba a leer. Las escribía con mucho cuidado para que ella no descubriera su empeño en no dejar morir aquellos momentos en olvidos imperdonables. No quería correr el riesgo de perder algún detalle en frases rescatadas e imprecisas en su memoria, así que al final del viaje y luego que regresaron a sus casas, él tenía en el bolsillo del pantalón un recibo de gasolina que decía por atrás, "su sonrisa es como una flor de mañana, luciendo sus colores frescos en la tarde tibia de la desilusión". Amarrada al tirante de la mochila tenía una máscara del COVID que por dentro decía " su sonrisa es un suspiro de angel, aborrecido de su paraíso", nota que tomó aquella noche en que ella se sentó por compromiso a la luz de la fogata, mientras todos los demás reían del vapor del alcohol y ella empleaba su mejor diplomacia para no estar fuera del grupo.
La había visto una mañana venir volando sobre la hierba fresca del parque donde acamparon, o caminando a la orilla de un lago con la vista siempre puesta en el horizonte inalcanzable. La había visto desaparecer en la distancia de la noche, buscando a sus hijas como si no fueran a regresar jamás, o ayudando a preparar la cena del grupo junto a todos los demás pero a cientos de kilómetros del mundo, y en cada vez él anotó en su teléfono exactamente el mismo texto cinco veces sin darse cuenta, "todo el tiempo del mundo cabe cómodamente en la espera de su felicidad".
En el camino de vuelta mientras él manejaba y ella venía sentada a su lado, le contaba para entretenerla de los beneficios de tomar agua con limón y vinagre como remedio para ayudar al hígado a sobrellevar los vicios de la vida, a lo que ella le calló la boca, haciendo notar que no le servía de nada el sacrificio de tomar agua bendita por el día si luego tomaba alcohol con espuma por las noches, y los dos rieron por lo obvio de la tontería, mientras él aprovechaba para mirarla brillar tras su alegría, guardando diligente cada palabra que ella le inspiraba en el saco de sus pensamientos, esmerándose en no perder un destello, como si cada uno fueran los ceros en un cheque millonario. Noches después cuando vertió sobre la mesa sus memorias del viaje, le alcanzaron para recordar que "su sonrisa es el rayo preciso de un sol necesario y lejano, que por un instante al día acierta todas las rendijas en las paredes de mi soledad para alumbrarme al pecho, justo en el costado donde almaceno las ansias".
- Es una sonrisa de destello pero suave como un suspiro -, me confesó el día en que me hablaba del asunto. Me dijo que era una sonrisa natural, que encendía las ganas de besar en los dos segundos que ella se permitía dejarla germinar al mundo de afuera, antes de recogerla de vuelta en su prudencia y regresar a su seriedad de escudo, retirada del mundo, inerte de paciencia para dejar contaminar a su corazón. No tenía miedo a reír pero le molestaba el precio que pagaba por ello. Volvía siempre de vuelta a esconderse tras las sombras de en quién se había tornado pero quien realmente no era, mientras que en cada uno de sus silencios él se preguntaba - ¿quién podría haberse atrevido a desilusionar de amor a esta dulce mujer?.
La noche luego que volvieron de aquel viaje él se sentía perdido. Había disfrutado de su compañía por tres días con sus noches, así que tirado en su cama boca arriba, sospechó que aquel vacío era probablemente la simple resaca de estar solo. Pero al segundo día su ausencia se le había vuelto un bulto de silencio que se le aparecía cómo un fantasma en cada cosa que intentaba hacer, distrayendo su atención de leer, de escribir, de correr, de estudiar, de respirar... Pasaba ratos mirando la pantalla de su teléfono sin atreverse a molestarla, borrando mensajes a medio escribir que nunca llegaron a ninguna parte; aunque muchos también terminaron escapándosele sin compasión y sin respuesta. Ella vivía al otro lado de aquel Send del teclado tan conveniente pero también tan atrevido, insolente, abrumador. Intentó alargarla con las letras de sus canciones favoritas, que ella excusó diciendo que no las entendía. Le mandó poemas que tradujo al ingles para estar seguro de que ella los pudiera leer, pero le dijo que tenía mucho de china en ella misma para apreciarlos, y al cabo de unos pocos días él se había quedado sin otra cosa que enviarle a los monólogos automáticos que ella le enviaba de vuelta, como si en vez de ganarse su atención estuviera intentando enamorar a una contestadora automática instalada en la Luna.
Lo tenía todo en su contra. Le sobraban los años para envolverse en aquellas andanzas, corría el riesgo de hacer el ridículo entre los amigos comunes que ambos tenían, pero más que nada, estaba arriesgando la confianza que con tanto trabajo había forjado para acercarse a ella como un amigo. Me contó, recordando la primera vez que se vieron, que ella lo había ignorado todo lo que pudo entre el grupo de desconocidos que habían salido juntos aquella mañana de excursión a subir los campos de Té. Hasta que por fin en un descuido ella cedió a dejarlo entrar en su conversación, igual que se deja a un intruso entrar en un banco a pedir crédito en donde no tiene ni cuenta ni dinero. Él aún no había puesto sus ojos en su pelo negro indómito, en sus cejas abiertas de águila que colmaban unos ojos severos. No había notado su piel oscura o sus manos largas y finas que tantas veces no se atrevió a rosar de casualidad. Su sonrisa no le había aún contaminado los ojos, aunque eso solo le tomó unos pocos minutos más y de aquella primera vez él se quedó sin remedios, sin excusas, esperando por su próxima sonrisa y la próxima después de aquella última y la próxima, en cada encuentro. Me dijo de aquella vez, que estaba seguro de que su personalidad reservada era solo un maquillaje para andar la vida, una muralla alta que ella se había levantado alrededor de sí para intentar ignorar el tiempo, pero que adentro vivía una adolescente de maneras cándidas y suaves, una chica lista, vivaz pero también asustada y sutil.
Para cuando él la conoció ella llevaba un año al margen del mundo. Estaba perdida de vuelta aquí abajo, en este casino de pobres, en este corral de miserables y atrevidos, del que ella alguna escapó y ahora lo miraba a travez del cristal de la vidriera. Sabía lo que quería y lo que no, y podía ser fría e independiente hasta herirte el corazón, pero delicada y sensible para acomodar las necesidades de los mortales a su alrededor, sin que tampoco llegara a salpicarse demasiado con sus asuntos.
Él ya lo sabía. Las gentes más exquisitas se habían mudado a la China por aquellos días y ella no era la excepción; es parte de su cultura. Para ellos el dinero debería de nacer de la tierra como nacen de ella los vegetales, como nace el tofu de la piedra tosca que gira sobre el jugo del frijol, o cada billete debiera de salir atorado de la boca del pescado, brincando de dolor por el anzuelo escondido en la carnada. El dinero y su linaje vive en ellos en el mismo ventrículo en donde guardan la sensatez y lo defienden con el mismo empeño. Él sabía que nunca podría volar tan alto como para impresionarla, por eso luego de aquel primerísimo encuentro él decidió olvidarla para no lastimar a su corazón con pretensiones imposibles.
La internet de las cosas sin embargo tenía otros planes para ellos. Con su afán de promotora virtual del chance y la casualidad, había pasado más de un mes cuando descubrieron que estaban conectados sin remedio en la tentación de los mensajes, y uno más que otro se pasaron disfrazados de casualidad e inocencia, ella pensando que había encontrado un compañero de caminatas para entretener a las hijas, mientras que al otro lado de sus mensajes él espantaba con las manos el humo de las llamas que ardían en la pantalla del teléfono para poder leer lo que ella le decía letra a letra, evitando entre lineas traducirlos a intenciones que él les sospechaba pero que realmente no tenían. Era solo su borrachera ferviente que le nublaba los ojos y le turbaba la imaginación.
Un tiempo después se juntaron otra vez en aquel último fin de semana con los mismo amigos de siempre y para cuando regresaron tenía él tanto que decirle que no se supo quedar callado. A los dos días del regreso las palabras se le salían de los dedos mucho antes de que la cordura las lograra atajar; los mensajes estaban enviados sin que la prudencia tuviera la oportunidad de tomar control de aquella pasión digital con que él pretendía construir un puente de palabras entre ellos para llamar su atención. Y así sucedió por unos días, con mensajes de ida y vuelta que él sospechaba agradecidos y que ella agobiada recibía de vuelta dos minutos después de responderlos. Hasta un mensaje final en que ella le decía claramente que no le abriría su corazón, y que él leía con los ojos cerrados adivinando como un ciego lo que ella decía. Que su corazón estaba cerrado.
Para cuando lo encontré la última vez, estaba sentado en la ladera oscura de una montaña, mirando pasar el agua de un rio ancho que en el día parecía insalvable pero que en las noches desaparecía... Ya todo había terminado.
Por hablarme de otra cosa me contó sin mover la vista de Bingjiang, que la geometría no era mas que un abuso de la perspectiva, como lo eran casi todos los demás inventos de la física de los hombres sobrios. Desde aquel lugar tan alto podría uno sentirse encima de la ciudad, mirándola brillar allá abajo, apagando y encendiendo sus luces como a capricho entre el zumbido imperceptible de su actividad. Él la contemplaba en silencio, tratando de hacer sentido de este catarro inesperado que reconocía de muchos años atrás y que ahora lo había contagiado hasta perderlo otra vez. Estaba sentado en la cima del mundo y sin embargo se sentía sepultado bajo tierra, soportando de a suspiros el precio de su fallida aventura.
La noche enfriaba y no fue hasta aquel momento en que él notó por primera vez que aún no había llegado el verano. Lo sobreviviría, me gritó apenas imperceptible desde el fondo del abismo adonde había ido a parar junto al puente de palabras, que él había construido con cuidado metro a metro, elevándolo en el aire sin demasiados verbos pero con un montón de adjetivos, engranados uno a uno como adoquines pero que al final había sido un puente que estaba construyendo solo, que nunca encontró ni de dónde agarrar ni a qué sujetarlo, que flotaba vulnerable entre ellos dos sobre sus deseos pero crujiendo por el peso de los mensajes al pasar, arqueando su lomo con cada centímetro que le agregaba, hasta que el puente se había vuelto tan largo que parecía eterno, irreal, sin sentido. Una ilusión que él había tendido hasta lo imposible del amor y que comenzaba a hacer arcos sin llegar a ninguna parte.
Igual siempre lo supo, pero se empeñaba porque no podía explicarse a sí mismo que hubiera nada más importante que amar. - Era más fácil, después de haber ido tan lejos, seguir hasta el final que voltearse -, me explicó aquella noche. - y así siguió tratando de ganarla hasta que un mensaje final, en donde ella le aseguraba lo que él ya sabía, le rompieron las cuerdas a su empeño, se quebraron las palabras y calló con su puente y sus palabras y su inocencia de amigo hasta la soledad fría de una montaña que se había alzado muchas dinastías atrás sobre la ciudad, para que él hoy pudiera sentarse al otro lado del mundo a contemplar otra vez la noche.
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