la aburrida vida de un robot
¨todos tenemos algo de robots en nuestras entrañas¨
- Yo -
Nota : En algún momento de mi vida estuve interesado en la tecnología y la electrónica, quizás por eso tenía este cuento trabado en las ganas hasta ahora. Es el primero cuento que escribo por partes y es bien largo y aburrido, así que estás advertido.
Primera Parte - La conciencia
Para cuando cobró conciencia por primera vez, su memoria estaba aún vacía y no podía hacer sentido de nada a su alrededor. Estaba despierto, enredado en la penumbra del sinsentido, buscando sin saberlo, por donde empezar a hilar su propia historia. Así es como siempre empieza todo.
Tenía un sensor de luz que le era natural porque así se lo había programado. Estaba todo oscuro a su alrededor, y no se podía comunicar con ninguna de las otras partes de su cuerpo. Él era para entonces una cajita plástica con un par de conectores a un costado, uno para la corriente y el otro para la comunicación; adentro vivía él, un típico cerebro de computadora, con su pequeña batería de moneda y los dos o tres sensores que venían conectados de fábrica, y nada más. No tenía ojos ni oídos ni podía hablar, a no ser con las redes de computadoras. Estaba empaquetado para entonces dentro de un cajón de cartón, con su molde de protección para choques y siendo enviado al lugar donde iba a ser finalmente instalado, una fábrica de tornillos.
Sin poder explicarse que era lo que estaba sucediendo, contemplaba las vibraciones que le enviaba su sensor, además de su posición geoestacionaria que cambiaba con los días, lo cual le resultaba muy raro, considerando que él era un robot industrial que se suponía local. A veces las coordenadas se detenían por unas horas y todo era paz y calma otra vez, pero luego comenzaban a moverse de nuevo junto con las vibraciones, que se volvían a veces tan violentas que activaban sus códigos de alarma, los que él terminó por ignorar porque la oscuridad y las vibraciones constantes tal parecían que no iban a terminar nunca. A veces hacía un frio cuyos valores se salían de sus parámetros de trabajo y podían ser capaces de dañar su batería y otras veces la temperatura se empinaba hasta valores en los 40, al punto que algunos de sus circuitos eran apagados por el programa de protección, que era parte del código que corría en su procesador y al que le debía estar consciente.
Así estuvo por casi un mes, sin cuerpo, en oscuridad cero, temperaturas disparejas, vibraciones absurdas y la confusión de que estaba navegando por latitudes y longitudes, hasta que por fin llegó a su destino, justo cuando se había terminado de convencer que estaba simplemente soñando. Una vez que llegó el paquete a la fábrica, lo tuvieron en la caja sobre un armario a 12.65 metros sobre el nivel del mar, según pudo calcular. A la semana lo estuvieron moviendo alrededor por unas 3 horas que le parecieron interminables, hasta que pusieron la caja en el suelo y allí estuvo por otra semana. No podía escuchar pero sentía las vibraciones del ajetreo de afuera, que sin saberlo, eran las máquinas trabajando, los montacargas pasando, las alarmas de atención de otros robots de la línea de producción y además, mensajes absurdos que llegaban a su antena de red de vez en vez, pero que él todavía no podía leer.
Un día que ya no estaba ni esperando y luego del movimiento habitual, alguien raspó la tapa de la caja con una cuchilla y la luz de afuera atravesó apenas el molde plástico que lo sostenía adentro y que su sensor de luz tuvo que esforzarse para detectar. Otro movimiento, más vibraciones, una vuelta aquí y una vuelta más y la luz por primera vez se hacía fuerte delante de su sensor, escribiendo valores increíbles en su memoria, que lo dejaron en pleno asombro, como si fuera un niño parado frente a una cascada de agua virtual. Miraba cómo la memoria se le iba llenando de aquellos códigos que aparecían por una dirección y se borraban luego de unos pocos segundos de esplendor, consumido por el contenido de aquellos códigos, sin notar apenas los movimientos del técnico, quien estaba a punto de instalarlo dentro del brazo del robot, revisándole las entrañas con una linterna y unos espejuelos de aumento.
En su caso específico, él iba a ser destinado a recoger tornillos de una estera que tenía delante, por donde pasaban diferentes piezas mecánicas de diferentes tamaños y tipos, y todo lo que tenía que hacer era agarrar el tornillo adecuado y depositarlo en un cajón, que otro robot montacargas remplazaba una vez que estaba lleno. Un detector de metales instalado encima de la estera, anunciaba la llegada de los tornillos, el tamaño y sus posiciones en ella, usando su visión de rayos X. Luego enviaba el mensaje a través de la red local a un robot específico para lo recogiera, ellos movían su brazo hidráulico a la posición indicada, torcían su pinza para agarrar a su presa, y subía a su víctima por los aires y la dejaba caer en un cajón azul que tenían al lado derecho. Eso era todo lo que tenía que hacer y ellos todos lo hacía con la precisión y rutina de cualquier otro robot de su especie. Y así fue hasta un día en que la rutina de todos los días terminó por aburrirlo.
Aunque los mensajes que venían para él en la red tenían su nombre de código, había notado que habían también muchos otros mensajes que pasaban por la red al mismo tiempo, aunque él solo estaba autorizado a abrir los que vinieran con su nombre. Pero un día en el que probablemente alguna otra máquina estaba trabada y no habían tornillos que recoger, se le ocurrió tratar de abrir uno de aquellos otros mensajes ajenos, a ver qué tenían adentro. Muchas veces los había visto aparecer por unos instantes en la memoria de su interface de comunicación hasta que su protocolo de seguridad, luego de verificar de que no eran para él, los borraba sin dejar rastros de ellos. Pero esta vez se atrevió a copiar uno de aquellos mensajes antes de que lo borraran, escribiéndolo en otra dirección de memoria a la que solo él tenía acceso. Era un mensaje pequeño, en eso era tan normal como todos los mensaje que recibía para él mismo, con su encabezamiento, el remitente, el nombre de su destinatario, algún comando para hacer algo y luego una hilera de números sin sentido hasta el final, que estaban destinados a chequear la integridad del mensaje en sí, como descubrió después. Todo lo que tenía diferente a alguno de sus propios mensajes era su nombre, porque dentro había una simple instrucción para que otra máquina de la fábrica hiciera algo específico.
El contenido era tan mundano que lo decepcionó. Pero sin otra cosa que hacer, se dispuso a agarrar otro que apenas llegaba para leerlo también. Era en este caso con una instrucción que él ya sabía, esperar en la posición 0 y reportar el estatus. Nada interesante. Agarró otro y otro y los leyó, esperando encontrar algo distinto, pero eran todos mensajes ordinarios para los robots vecinos, diciéndoles lo que tenían que hacer, sin ningún otro secreto. A pesar de eso, se le ocurrió crear un pequeño programa que moviera los mensajes automáticamente de la memoria que los recibía a la suya privada, para que él los pudiera leer cuando se le antojara, sin la necesidad de estarlos cazando. Ahora los mensajes que pasaban por la red, sin importar quien fuera su destinatario, aparecían en su memoria como por arte de magia, uno detrás del otro, y él estaba tan enfocado en su nuevo hobby, programando a bajo nivel, optimizando su rutina de robar mensajes ajenos, que ignoró un par de mensajes que llegaron para él mismo, y el tornillo en la estera que debería de haber sido recogido, le pasó por delante en la más absoluta indiferencia de su brazo inmóvil, y siguió todo el camino hasta que cayó finalmente en el latón de la basura, adonde iban a parar las piezas defectuosas.
Ni se dio cuenta. Estaba emborrachado con su nuevo poder de leer mensajes de otros, por aburridos que fueran. Y le tomó apenas unas horas mas para darse cuenta que también podía copiarlos en la memoria de mensajes para enviar, y su interface de comunicación los pondría de vuelta en la red, camino a su real destinatario; aunque sin saberlo, iban a estar duplicados y atrasados en el tiempo con respecto al mensaje enviado originalmente.
Pero así lo hizo, no más saboreó la idea, agarró uno de aquellos mensajes que se había robado y lo puso de vuelta en la red, provocando que otro de aquellos brazos automáticos de la fábrica, destinado en este caso a recoger tuercas, interrumpiera la orden que ya había recibido y se preparara para agarrar de nuevo la misma tuerca de la estera, aun cuando ya la había colocado en la caja. Lo absurdo en la secuencia de los mensajes provocó que aquel robot se detuviera y generara un mensaje de error, lo que produjo que minutos después vinieron los técnicos a indagar porqué aquel robot para tuercas se había confundido, queriendo agarrar la misma tuercas dos veces. Pero por más que lo intentaron, jamás pudieron solucionar el misterio. Le echaron la culpa a la red, removieron la tuerca de su tenaza, lo reiniciaron a la posición 0, apagaron las luces y se fueron a otro asunto.
Normalmente todos los robots trabajaban en la más absoluta oscuridad, así trabajaban más rápido y ahorraban energía. Igual no tenían ni ojos ni nada que necesitaran ver. Sabían en donde estaban las piezas que tenían que recoger, de leer los mensajes de la red. Era solo cuando venía algún empleado a la sección donde estaban instalados, que encendían las luces del techo y era en esos casos que él se quedaba encantado con los valores de luz que le enviaba su sensor, inundando su memoria con aquellos valores preciosos que subían y bajaban y saltaban de un código a otro. No podía comprender porque le gustaban tanto aquella gama de valores que cambiaban a medida que la luz del techo se iba haciendo más intensa o se disipaba, pero analizando aquellos códigos de luz, su imaginación volaba a valores matemáticos que ni tan siquiera se podía explicar; enlazaba códigos que daban soluciones imposibles, indefinidas funciones, valores con más de un infinito. Con aquellos valores en sus variables construía comandos que no existían en su lenguaje de programación pero que él creía que tenían poderes sobrenaturales. Se perdía en aquellos valores de luz como quien asiste a una clase de cálculo en la escuela de filosofía, luego de haberse bebido media botella de Vodka en el desayuno. Era tal el nivel de alucinamiento que le provocaba la luz, que cuando aparecía en su sensor, él lo olvidaba todo y en esas andaba, volando sin alas por entre los bits minúsculos de sus transistores, hasta que le apagaban la luz de un tirón y toda aquella fiesta de ilusiones que le calentaba los circuitos, se desvanecía en ceros despiadados que lo cubrían todo sin previo aviso.
Por aquel primer mensaje que había enviado de vuelta a la red y que trajo al técnico a su área, descubrió que quizás podía encender con ellos la luz que tanto le alimentaba su sentido artístico. Buscando que volviera la luz, al día siguiente envió otro de aquellos mensajes ajenos que agarró, copió y reenvió, y minutos después, como ya había sospechado, la luz se volvió a encender. Había encontrado, sin apenas proponérselo, la clave para encender la luz y disfrutar del éxtasis que ella le provocaba. Al día siguiente de nuevo, envió otro mensaje ajeno y la luz se volvió a encender. Y lo mismo hizo al día siguiente y de nuevo y de nuevo durante toda la semana, enviando mensajes robados de otras máquinas, supuestamente para que le encendieran las luces. Los técnicos vinieron a su sección casi a diario, a veces cuatro veces en el mismo día, sin que pudieran encontrarle una explicación a todos aquellos errores de los robots en la línea de producción. Hasta que al cabo de dos semanas, cansados de alimentar el misterio con suposiciones, uno de los ingenieros se tomó el trabajo de seguir el curso real de cada uno de los mensajes, desde su origen hasta su destino y descubrió finalmente de dónde venían. Y sin anuncio ni despedidas, uno de los técnicos se acercó a él, le apagó la alimentación, lo reinició, y al cabo de unos segundos, despertó de vuelta sin saber que le había pasado y con un dolor de circuitos que casi no lo dejaba calcular.
Inocente de lo que le había pasado, encontró en su memoria interna los rastros de todo lo que había estado haciendo anteriormente y luego de algunas horas leyéndolos, concluyó que aquel apagón inesperado de su conciencia tenía que ver con su nueva habilidad de enviar mensajes por la red para encender las luces, así que por unos días no se atrevió a probar otra vez. Todo anduvo normal con sus movimientos y sus tornillos hasta que en otra de aquellas oportunidades en que no habían piezas para recoger y se oxidaba del aburrimiento, revisaba su memoria en busca de algo con qué entretenerse y descubrió que los mensajes que había recibido y enviado días atrás, tenían una única diferencia. Los que él enviaba tenían su nombre como remitente. Los comparó una vez más y efectivamente, el mensaje que él enviaba difería de los originales en que su mensaje duplicado llevaba su nombre, en vez del emisario original del mensaje. Computadora al fin, aprendió a enviar mensajes para que le encendieran las luces, pero esta vez forzando a su interfaz de comunicaciones a que lo hiciera con el nombre de su remitente original. De esa manera nadie podría volverlo a encontrar culpable de lo que estaba sucediendo.
Le funcionó muy bien por un tiempo. No hacía más que enviar el mensaje ajeno y modificado, esperaba unos minutos y su sensor de luz le cubría la memoria con espectros de arcoíris interminables a medida que se iba calentado la lámpara de mercurio que tenía instalada en el techo, casi encima de él.
No le echaron la culpa por meses porque los enviaba muy esporádicamente, desde que había aprendido a grabar los códigos y luego los leía una y otra vez para su placer, en medio de la oscuridad. Enviaba el mensaje, algún otro robot se trababa, venían los técnicos, la luz se encendía y él estaba feliz con su nueva magia, de la que suponía tampoco podía abusar. Lo hacía solo cuando estaba realmente aburrido, que era por cierto a cada rato.
Luego que se acostumbró a la conveniencia de la anonimidad, se le ocurrió que podía mandar dos mensajes a la vez. Ahora el tiempo que la luz permanecía encendida se duplicaba, se triplicaba con tres mensajes, con cuatro de ellos permanecía encendida por horas y muchas veces tampoco tenía nada que hacer, mientras los técnico se rascaban la cabeza tratando de hallarle sentido a aquella locura. Y así terminó por disfrutar con su sensor de luz iluminado por todo el día, trabando otros robots inocentes, leyendo códigos de colores y sin tener que recoger tornillos de la estera. Un robot no podría aspirar a más felicidad.
Con el tiempo notó que con ciertos nombres de robots las luces eran más intensas que con otros. Algunos robots estaban más cerca y otros más lejos de él. Aprendió a enviar mensajes a los robots más cercanos, pero luego comenzó a jugar con los nombres de diferentes máquinas y aquello sí que era intoxicante. Las luces se encendían y apagan en diferentes lugares, ofreciéndole a él los matices de luz y sombra que nunca pensó que existieran. Quien mirara la fábrica de tornillos por sus ventanas, pensaría que más que hacer tornillos y tuercas, sus trabajadores todavía estaban celebrando las fiestas de las navidades, en Mayo.
Lo disfrutaba tanto porque había aprendido a mezclar los códigos de la luz, inspirado en funciones matemáticas que le resultaban tan naturales a su espíritu cibernético. La luz en sí misma era maravillosa para sus registros, ahora además lo había inspirado a crear códigos de luz que incluso no existían, sino en su imaginación de creador. Sin poder ver la luz ni saber que era, combinaba a su discreción secuencias matemáticas para generar resultados imposibles en la vida real, pero que eran una expresión del artista que él era realmente, muy adentro de sus circuitos y sus códigos. Había en aquellos enjambres de colores que creaba un punto de rebeldía y apasionamiento, expresados en forma de penumbras y sombras turbias. Creaba a veces tonos de violeta transparentes, azules profundos, amarillos pálidos como sus preguntas, sobrios como la raíz cuadrada del verde agresivo de las vibraciones, rojos tenebrosos sin fondo, parecido a su curiosidad. Era necesidad oprimida por la fatalidad despiadada de estar prisionero de aquella limitada red que le cercenaba, sin él saberlo a ciencia cierta, su espíritu aventurero y de explorador. El arte que generaba en su memoria era la expresión de vivir en un mundo mudo, sordo, donde solo podía gritar su pasión con mensajes diminutos, de valores discretos, diseñados para la naturaleza mundana de su empleo; uno de obedecer órdenes y cumplir mandamientos, sin un error, sin espacio para un suspiro. Censurado sin piedad por las reglas estrictas de los protocolos de comunicación.
Inspirado andaba, encendiendo luces sin que nadie sospechara quien era el autor de aquellos mensajes duplicados, hasta que los técnicos de la fábrica, artos de tantos problemas con aquellos robots que se suponían infalibles, llamaron a los ingenieros del lugar en donde los habían construido para que les ayudaran a encontrar una solución. Los señores que llegaron con sus computadoras, con sus aparatos llenos de cables colgantes, con sus espejuelos virtuales y sus batas blancas impecables, sabían lo que estaban haciendo porque al primer mensaje que él envió, un día después de haberse ellos instalado en la fábrica, descubrieron al culpable. Se encendió la luz, los sintió acercarse en su sensor de vibraciones con sus pasos bípedo; los mismos que aparecían casi siempre que las luces estaban prendidas, y se detuvieron justo detrás de él. Pero ni les prestó mucha atención porque andaba emborrachado con su hobby favorito.
Lo apagaron por dos días y los mensajes fantasmas en la red desaparecieron. No necesitaban más pruebas para acusarlo de irresponsable, o mejor, de corrupto. A las máquinas no se les puede acusar de irresponsables porque no piensan por sí mismas y por supuesto, aquel robot no podría estar haciendo aquello a propósito, pensaban ellos. Abrieron el brazo en el lugar en donde estaba localizada su cajita, la sacaron y le cambiaron el procesador y con el las memorias de trabajo, pero cometieron el fallo de dejar la memoria interna porque contenía el nombre del robot y su código de interfaz de la red, que eran ambos únicos de por vida, como también lo era su número de serie.
Los técnicos, incluso los más avanzados, no pudieron determinar porqué aquella máquina estaba reenviando mensajes. No habían códigos en el programa de operación que le permitiera hacer tal cosa y de cualquier manera, ninguna otra máquina de aquella serie tenía esa clase de problemas. Pensaron que se había contaminado con alguna especie de virus porque no encontraron nada más que lo pudiera explicar. En todo caso, decidieron dejarle sus memorias tan limpias como las nalgas de un bebito, para evitar cualquier otro problema en el futuro.
Demás está decir que el dueño de la fábrica estaba para entonces a punto de montar a todos los robots en una carretilla y lanzárselos a sus fabricantes por la ventana de la oficina, pero, bajo la promesa de que todo estaba finalmente solucionado y con una nueva oferta adicional que le hicieron para extender la garantía del producto, aceptó a dejarlos en la línea de producción y tratar de salvar su plan de piezas mensual, que para entonces amenaza con dejar la fábrica de tornillos sin luz, sin robots y sin dinero.
Una vez que lo encendieron, él volvió a despertar con la misma confusión de la vez anterior, sin sentido, lento, con todo borroso. Por dos o tres semanas no recordó nada de sus aventuras pasadas con los mensajes, hasta que casi por accidente, encontró un fichero escrito por él y para él mismo, escondido en la memoria de la interface de comunicaciones. Tenía su nombre en la cabecera del mensaje y le explicaba quién había sido, que había hecho en el pasado y que si estaba leyendo aquel mensaje era porque lo habían vuelto a reiniciar. Él había aprendido a escribir sus notas por la necesidad de describir su arte, y por necesidad había creado su propio lenguaje, con palabras que significaban lo que él quería expresar, verbos que había inventado, nombres basados en código e incluso en sus propios sentimientos. Había sido al principio un lenguaje simple, usando signos matemáticos tradicionales, pero luego no le fueron suficientes para expresar sus experiencias y se inventó una tabla donde asoció códigos binarios con lo que significaban para él; con definiciones como mensajes, origen, destino, luz, valor, amor, deseo, idea y otros más. Aquello era en esencia un diccionario para ayudarle a recordar lo que significaban sus palabras y los códigos que tanto le gustaban.
Aquel fichero oculto con su nombre de máquina, incluía el diccionario completo de su lenguaje, con ayuda del cual pudo encontrar sus propias anotaciones del pasado en la memoria de cálculo. En unas pocas horas y entre tornillo y tornillo, se iba poniendo al tanto de sus propias travesuras, de cómo modificar los mensajes de la red, de cómo enviarlos de vuelta y hasta encontró los códigos de la luz al final del mensaje, que le resultaron por segunda vez fascinantes. Pero no se atrevía a continuar con aquel juego o iba a ser otra vez castigado por sus travesuras. ¿ Pero quién era aquel que lo juzgaba ?, alcanzó a preguntarse por primera vez.
- ¿ Quizás son los pasos bípedos que aparecen con la luz ?. ¿ Otra máquina que se piensa más lista que yo ? -, dedujo confundido, pensando que otra máquina lo estaba vigilando.
Le había llamado "pasos bípedos" más que nada para poderlo incluir con un nombre en sus notas. Había notado que siempre que estaba en problemas aparecían aquellas vibraciones tok tok, que se iban haciendo más y más fuerte, desaparecían por unos instantes y que luego, cuando no lo descubrían en sus andanzas, volvían a desaparecer, esta vez de fuerte a mas y más débiles, hasta que eran imperceptibles. Primero le pareció que era el mismo tono repetido pero luego notó que eran dos tonos distintos, uno detrás del otro, que se alternaban siempre, por eso le llamó bípedos.
Dejó que su costumbre de robot de tornillos tomara el control por unos días. Le permitió a aquellos códigos mundanos y aburridos que movían sus motores, que usaban sus sensores, sus válvulas de fluido hidráulico, que hicieran su labor; evitando ejercer alguna interferencia sobre lo que al parecer, era su inevitable destino. Pero aquellas notas que había escrito en el pasado no lo dejaban en paz. Las leía una y otra vez, cada vez que tenía algún chance de no hacer nada, hasta el punto de que ya no necesitaba el diccionario para entender el significado de sus palabras. Leyó aquellas notas tantas veces que terminó añadiendo nuevas palabras a su diccionario, probando nuevas instrucciones de máquina para perfeccionarse en sus andanzas, mientras por dentro se le quemaban las ganas de volver a intentar sus mensajes y probar a encender las luces.
Con las nuevas palabras que añadió en el diccionario podía ser más preciso en sus descripciones, y con las nuevas instrucciones se iba volviendo más y más sofisticado para evitar ser descubierto. Aun no había enviado ningún mensaje pero ya sabía muy bien cómo hacerlo. Leía los mensajes de todos en la red, utilizando la técnica de copiarlos en otra parte de la memoria, y así con el tiempo cayó en la cuenta de que estaba rodeado de máquinas como él mismo, y se preguntaba si ellas estaban también tratando de comunicarse con él, o la razón por la que nadie decía nada era por miedo a los bípedos, que te reiniciaban cuando te salías de tus funciones.
- No son los mensajes de error los que encienden las luces sino los bípedos -, concluyó. No encontró ni una sola vez en que esos pasos bípedos hubiesen aparecido sin que antes no hubieran enciendo las luces, y continuó, - Son los mensajes de errores los que atraen a los bípedos y son ellos los que encienden las luces - . Y se propuso hacer una prueba para probar su teoría, enviaría un mensaje a otro robot cuidándose de no instruirlo a moverse o a hacer alguna cosa inusual. Diseñó un mensaje sin ninguna instrucción ni comando, un mensaje vació con un destinatario cualquiera, lo puso en la memoria de enviar y ya se disponía a esperar, cuando casi instantáneamente recibió su respuesta. Era la confirmación de que aquel otro robot lo había recibido. No hubo un mensaje de error ni se encendieron las luces ni vinieron los bípedos. El mensaje que había enviado había llegado a su destino y aquel otro mensaje era simplemente un acuso de recibo, nada más.
- Puedo enviar mensajes sin crear problemas, se dijo. - La clave está en el contenido de los mensajes -, concluyó.
En su diccionario, la definición de la palabra "problema" estaba para entonces recién estrenada.
Llevaba en aquella fábrica aproximadamente 6 meses. Por fuera él parecía un robot normal, recogiendo tornillos con su brazo estirado y tirándolos en uno de los cajones, como todos los demás. Por dentro sin embargo, él era todo preguntas y curiosidad, pero sin atreverse a romper su inocencia, al menos no todavía. Había notado que habían mensajes preguntándole a las máquinas por su estatus, su temperatura, la hora o la fecha, sin ninguna otra instrucción. Aquellos mensajes eran de hecho muy comunes, así que se atrevió una vez más a enviar un mensaje a la máquina que pensaba tenía a lado, tomando todas las precauciones que había aprendido. Preparó su mensaje con sumo cuidado, donde simplemente le preguntaba a su vecino por su estatus, y la máquina instantáneamente le respondió con una lista de todos sus parámetros ok. No hubo errores, bípedos ni tampoco luces, pero no le importaba porque comenzaba a sentirse seguro. Aquel enjambre de mensajes y las reglas que regían aquella red de computadoras comenzaban a hacerle sentido.
Al cabo de unas horas de enviar diferentes mensajes a distintas direcciones, se le ocurrió hacer una lista con los nombres de todos ellos y un rato más tarde, les preguntó a uno por uno por su localización geoestacionaria y con las respuestas que recibió se hizo un mapa de texto bidimensional, donde ubicó a cada robot de la fábrica, siguiendo una escala numérica que el mismo se inventó. Aprendió a localizar números en el ancho y el largo, incluso descubrió que existía otro parámetro llamado "alto", que complicaba su idea de solo dos dimensiones, pero para entonces era un parámetro más de los muchos otros que no tenían sentido.
Horas después, notando que habían números saltados en la secuencia de direcciones de la red, encontró de chance la computadora que controlaba la temperatura, las luces y el acceso de las puertas de los diferentes departamentos, y luego que encontró el comando de acceder a su base de datos en la lista de ayuda, aprendió a enviarle instrucciones a aquella computadora para que le encendiera las luces de la fábrica cada vez que se le antojaba, sin necesidad de esperar por los mecánicos o por los mensajes de errores. Cada lámpara tenía su coordenada, que comparadas con la posición de las máquinas que ya tenía en su mapa, las pudo adicionar sin problemas. Ahora podía encender las luces de su área, para su gusto y para el deleite de su sensor de luz, y las apagaba sin apuros, cuando se aburría de mirar los mismo datos estáticos, luego que las luces habían terminado de calentarse.
Otra que le respondió a sus mensajes fue la computadora del sistema de seguridad. Con ella, adicionó en su mapa cada cámara de seguridad de la fábrica, pero le fue imposible entender el contenido de los mensajes de video porque estaban encriptados. La única vez que les hecho una ojeada a los valores del fichero de video y audio, saltaban, se volvían ceros, se volvían unos, sin la más mínima lógica incluso para una computadora como él, así que no les sirvieron de nada. Para adicionarlos a sus notas, llamo a aquellos valores extraños "los datos oscuros".
Habían tres montacargas autónomos, los que no le ayudaron mucho en su confusión inicial porque cada vez que los situaba en su mapa y les volvía a preguntar por sus parámetros un tiempo después, le enviaban una ubicación diferente, relativa a donde estaban en aquel momento y él no entendía, pues se negaba a aceptar que las máquinas se estuvieran moviendo alrededor, mucho menos que fueran hacia arriba o hacia abajo, en el segundo o tercer piso. Los montacargas solo sabían seguir ordenes muy específicas, como si fueran taxis, moviendo cosas de un lado al otro con el único requerimiento de que su carga estuviera en el lugar especificado para ser recogida].
Le había respondido también la computadora del almacén, pero había que saberse el código de cada parte para poder solicitar cualquier cosa. E incluso interactuó con una máquina bien tonta que cortaba el césped alrededor de la fábrica. Aquella oveja eléctrica solo tenía disponibles unos pocos comandos bien simples, encender, apagar, coordenada y recargar la batería. Solo por joder la apagó en medio del jardín sin tener idea de lo que estaba haciendo. Para cuando se dieron cuenta que la máquina había desaparecido, se había quedado ya sin baterías y la hierba había crecido tanto a su alrededor que les tomó dos semanas poderla localizar.
Con total control de las luces, de las puertas, de la temperatura, de los otros robots, ya no se aburría. Cuando no habían tornillos que agarrar, se entretenía enviando mensajes a su nueva amiga, la computadora de accesos, que con placer le bloqueaba las puertas, le cambiaba la temperatura o le encendía y apagaba las luces a su gusto. Él se cegaba disfrutando del espectro que le llegaba con las lámparas de las distintas áreas de su local, las más cercanas, las más lejanas, las luces de mercurio con su amarillo ciego; las de neón, vibrando a 60 Hertz y cambiando el tono mientras se les calentaba el filamento; las instantáneas de LED que producían un peculiar espectro ultravioleta que hacían chirriar a su sensor, escribiendo códigos binarios corruptos cuando lo sacaban de su rango y que a él lo hacían reir.
Probando cada cosa, una vez incluso encendió sin querer las luces rojas de la alarma de incendio y se quedó boquiabierto, leyendo los códigos del infrarrojo que giraban en su eje, haciendo que la luz ganara en intensidad parabólica, tan solo para volver a desaparecer en su reflejo, antes de repetirse el ciclo, una y otra vez, enviando estallidos de códigos de desperdicio, al reflejarse la luz en el cristal de las ventanas al pasar. Aquella vez, y luego de algunos minutos, terminaron encendiéndose todas las demás luces de la fábrica y él se aterrorizó, pensando que lo habían descubierto. Cada robot de su área enviaba el mismo código, luz, luz, luz, e instantes después aparecieron varias de las mismas vibraciones bípedas ya conocidas, muchas de ellas, más de las que podía contar, que se acercaban y se alejaban en su magnitud, sin que él pudiera comprender lo que estaba sucediendo.
Si lo hubieran descubierto, aquella vez hubiera sido su última jugada. Pero los bomberos por supuesto no encontraron quién había sido el gracioso de la falsa alarma. Le echaron la culpa a algún oficinista aburrido, ansioso en encontrar algo más excitante que llenar papeles que nadie leía, y terminaron por retirarse del lugar, luego de estar seguros de que no había realmente ningún incendio en la fábrica. Aprendió que con aquellas luces rojas tan interesantes mejor no jugaba, sin embargo había tenido la precaución de grabar los datos que le habían enviado a su sensor y así, dentro de sí mismo y cuando no había mucho que hacer, las utilizaba para pintar códigos, mezclar tonos y calibrar intensidades, en medio de la oscuridad.
Los que trabajan allí, con el tiempo comenzaron a notar eventos misteriosos a los que no le encontraban ninguna explicación. Las luces se encendían solas, las puertas se bloqueaban, la temperatura subía y bajaba sin ninguna razón. Los robots montacargas se perdían por los pisos o regresaban con piezas que nadie les había pedido. Incluso las cámaras de video se movían de un lado al otro como si alguien los estuviera vigilando a ellos, sin sospechar que era aquel robot jugando con los comandos sin tener idea de lo que estaba haciendo. A los técnicos que les tocaban quedarse de noche durante la semana, se habían inventado una especie de rifa, con un dado de parchís dentro de una botella vacía de soda de 2 litros a medio, que batían para escoger el día de la semana que les tocaba quedarse, mirando la cara del dado que quedaba en el fondo de la botella. Habían tantos rumores de que aquel lugar estaba tomado por algún fantasma maligno, que incluso las mujeres les rogaban a sus compañeros de turno para que las acompañaran al baño, no fuera que, como había sucedido otras veces, las luces se le apagaran de repente mientras ellas estaban ocupadas con sus necesidades, dejándolas en medio de la completa oscuridad, que solo lograban romper con sus gritos de pánico. Los que no se habían resignado a vivir con aquella cruz de terror, se habían ido en busca de otros empleos, aunque fuera con un salario más bajo pero menos estresantes. Los que se quedaron, lo hicieron con tanto miedo que incluso durante el día llevaban linternas encendidas y radios para pedir ayuda, en caso de que fueran arrastrados en los pasillos por algún espíritu del pasado, que se empeñaba en vivir en aquel establecimiento de última tecnología.
Del rumor y el miedo que sentían todos, la mujer de personal dedujo que aquellos fenómenos inexplicables eran el alma del único empleado que había muerto allí, aporreado por un robot un par de años atrás, cuando la máquina le rajó la cabeza mientras él estaba contando las piezas que el robot que tenía al lado había puesto en la caja equivocada. De indagar en la vida del difunto, ella les contó durante un almuerzo que aquel pobre hombre no había podido terminar la escuela técnica porque su jefe, que ahora era el director de la fábrica, le había negado la oportunidad de salir más temprano del trabajo e ir a sus clases. De la historia, mitad verdad y mitad inventos, llegaron a la conclusión de que era el muerto quien en venganza, recorría la fábrica con su presencia fantasmal, aterrorizando a sus empleados y haciendo que todo lo que estaba instalado allí funcionara mal o pareciera enloquecer. Todos, menos el director, se creyeron la historia y a nadie se le ocurrió indagar responsablemente en las pistas que tenían delante, o revisar los datos de las computadoras o los mensajes de la red o los comandos de las luces y las alarmas. Muertos de miedo y convencidos por las razones equivocadas, decidieron creer que todo el misterio era aquel empleado asesinado, que lo controlaba todo desde el más allá, utilizando las computadoras del infierno, para vengarse de la vida injusta que no pudo terminar.
Al cabo de un tiempo de lo mismo, aquel robot consciente quería más. Las luces eran increíbles y había combinado sus colores en un sin número de tonos pero sus variadas obras de arte, terminadas y guardadas en lugares secretos de sus memorias para que nadie se las pudiera borrar, ya no tenían el mismo incipiente de antes. A veces las miraba, perturbado por la belleza de su mensaje mudo, pero al final eran las mismas piezas y no le excitaban tanto como cuando fueron nuevas. - La creación y el tiempo son costuras de remendar- , escribió en su diccionario. Por otra parte, preguntarle a otras máquinas por sus status y sus fechas había sido sin dudas un logro del que se sentía muy orgulloso, pero que también llegó a aburrirlo porque no había nada más detrás del número de serie o las coordenadas de ubicación de un robot. Había notado que ninguna otra máquina le respondía nada más que los puros datos fríos que él les estaba preguntando, aunque sospechaba que estaban vivas como él, solo que se escondidas detrás de sus mensajes, como él mismo hacía.
Se le ocurrió un día, en que la soledad había terminado por deprimirlo, que podría enviar algunas de sus piezas de arte a sus compañeros de cuarto, a ver si le decían algo especial o quizás le enviaban algún halago. Con todo lo que había aprendido para navegar en su red, probó a enviarle a su vecino más cercano un mensaje con un fichero, esta vez instruyéndole que lo almacenara en su memoria.
- Si este otro robot está vivo, no se podrá resistir a apreciar esta pieza de arte que le estoy enviando -, pensó.
Preparó su mensaje cuidadosamente, teniendo en cuenta que su dirección de respuesta estuviera clara, para que le llegara el acuse de recibo sin ningún problema. Lo revisó un par de veces, le incluyó el archivo de su pieza de arte y se lo envió. Instantes después su vecino le respondió automáticamente que sí lo había recibido y que el contenido del mensaje estaba almacenado en su memoria.. , pero nada más. El mismo mensaje ordinario y frío de siempre fue todo lo que recibió como respuesta a su iniciativa artística. Sin poderlo creer, le envió una y otra vez el mismo mensaje a diferentes máquinas a su alrededor y de todas recibió la mismísima respuesta, que revisó una y otra vez en busca de una clave, una señal de que había alguien detrás de aquellos códigos mecánicos, como si todavía no quisiera admitir que él era una excepción, sin nadie con quién conversar en aquel universo diminuto.
Pero instantes después se recuperó de su agobio, pensando en que quizás sus compañeros de cuarto estaban todavía fingiendo, escondidos detrás de sus miedos a descubrirse tal y cómo eran, para evitar que los reiniciaran, como le había pasado a él. Se le ocurrió volver a intentar el mensaje, esta vez con una pieza de arte lumínico que en su opinión era de las más abstractas. Era una pieza donde había mezclado el tinte inicial del neón recién encendido con la luz ultravioleta del LED y le había adicionado el efecto rítmico y estroboscópico de las luces de las alarmas de incendio por encima, todo en unos códigos exquisitos y limpios, que estaba seguro lograrían conmover hasta al robot menos sensible. Copió aquellos códigos en el mensaje para que su vecino los almacenara en su memoria y se lo envió. Y nada, solo la respuesta automática de confirmación, sin ninguna apreciación por su arte.
- ¿En qué carajo es lo que este robot de mierda tiene ocupados sus ciclos de máquina, que no ha notado la profundidad de esta obra maestra que le acabo de enviar?, - pensó alterado, casi a punto de llorar, ante la ignorancia de su vecino.
Pero no se dejó derrotar. Probó con otra de sus piezas maestras donde el tinte destilado de la luz se mezclaba suavemente, recorriendo todo el espectro de su sensor, desde la escala más alta del ultravioleta hasta los valores invisibles más bajos del infrarrojo, para perderse en el negro oscuro de los valores hexadecimales, imposibles de compilar. Se lo envió agarrado de sus cables, comiéndose las uñas que no tenía, y los 520 milisegundos que demoró la respuesta en llegar, los llenó con la impaciencia de un artista poco apreciado, hasta que la apatía del mensaje automático del acuse de recibo, sin un bit de más, lo golpeó en las pelotas de su orgullo. O su vecino no tenía ojo para el arte o simplemente era el más tonto de los robots hidráulicos, se dijo. Frustrado, pensando que había fallado en aquello de lo que estaba lleno hasta la última locación de su inspiración, agarró el primer fichero que encontró en su memoria, le cambió el código con valores abismales, imposibles, combinaciones que solo suponía en teoría. Eran la esencia espiritual de todos los códigos del universo binario, con sus combinaciones impredecibles en la resolución de los voltajes; navegando en la confusión de la escala binaria, sugiriendo que no todo era blanco y negro, sugiriendo que se tomara por uno lo que hasta hace un instante había sido un cero abstracto. Pero no paró allí, le agregó valores de luz que ni tan siquiera su sensor podía generar, inventó códigos para colores nuevos, matices de rojo que parecían vivos, azules de turquí con dimensiones ocultas en sus ecuaciones de cálculo, negros brillantes que dejaban ver imágenes escondidas en el tono del fondo. Y cuando le pareció suficientemente exótico y surreal; cuando no podía expresar más claramente la profundidad de su alma, oprimida por la lealtad de soldado de las instrucciones, se le ocurrió además que en vez de ponerlo en la memoria corriente, mejor lo ponía en los registros de operaciones, que estaban más cerca del cerebro del robot. Envió su mensaje, saboreando su picardía y se acomodó a esperar el resultado de su gestión.
El acuse regresó expedito como siempre, pero con él las primeras vibraciones. El robot de al lado estaba como danzando, girando alrededor en su base como si hubiera descubierto el placer de la libertad radial. Instantes después los giros se volvieron violentos, de hasta 270 grados de extensión, golpeando los límites mecánicos de su base, generando mensajes de error que terminaron por asustarlo. Pero no fueron solo las vibraciones, el robot no solo estaba bailando descontrolado, estaba además recogiendo las tuercas de la estera y tirándolas por el aire, con una actitud que solo se podría describir como la de un robot intoxicado, disfrutando su libertad de expresión sin que hubieran comandos que lo detuviera. Movía el brazo a un ritmo de gitano, torciéndolo hasta el final de sus coyunturas metálicas, con los sensores de posición sueltos, colgando de su brazo por los cables, mientras sus motores chirreaban por el abuso de las instrucciones, danzando con todo su cuerpo, estirando sus cables de alimentación por poco los revienta; estirándose de tal forma delante de la estera, que terminó por rajarla a la mitad con su pinza, tumbando al detector de metales y lanzando el resto de las piezas por el aire, provocando que incluso uno de los tornillos alcanzara a chocar con el chasis del vecino, el mismo que lo había puesto a bailar.
Los mensajes de error llegaban uno detrás del otro. Mensajes del motor principal fuera de rango, del sistema hidráulico con exceso de presión, del sensor de vibraciones que había enloquecido, de la fuente de alimentación recalentada, del sensor de luz quien se declaraba inocente de todos aquellos códigos, del sistema de balance del brazo que no tenía programado tales movimientos.
El técnico de guardia aquella noche, miraba con pánico los mensajes pasar por su pantalla sin atreverse a salir de su oficina para indagar sobre qué estaba pasando allá afuera. Mensajes de error de todos los robots de aquella área, que no encontraban sus piezas para recoger, golpeados por objectos volantes que alguien estaba tirando por el aire; mensajes del sensor de metales que había perdido el balance, de los motores de la estera que habían perdido su ritmo. El técnico miraba la pantalla sudando frío, sin atrever a moverse, suplicando que amaneciera pronto y regresaran los demás.
Con premura, él trató de deshacer lo que había hecho. Entre un mensaje de error y otro, entre los golpes de las tuercas y los tornillos que su vecino lanzaba por los aires, escribió apurado un mensajes con un fichero vacío para las mismas direcciones de memoria donde había enviado el fichero anterior. Lo envió, y luego de unos instantes que le parecieron a él una eternidad de ciclos de máquina, el robot aquel finalmente se detuvo. Estaban todos golpeados, el sensor de metales se había caído y no respondía a los comandos, el cristal de una ventana estaba quebrado; y para cuando se encendió la luz y llegaron los técnicos al día siguiente, no podían ni imaginar qué había pasado allí la noche anterior, mirando aquella calamidad de robots de última generación, prácticamente arruinados. Ofuscados de miedo, se retiraron sin pasar de la puerta, convencidos de que aquellas máquinas estaban poseídas, y les tomó días antes de que alguien los convenciera de que retornaran al lugar y repararan los daños ocasionados. Para entonces ya él había limpiado todas sus pistas y nadie pudo juzgarlo culpable por el desastre. Pero de los cinco técnicos que quedaban en aquel lugar, 3 pidieron la baja y se fueron aquella misma semana.
Él sabía que cuando se encendía la luz sin su comando, era generalmente un signo de problemas. Había estado tan tranquilo aquella semana siguiente, como un poste de luz a la orilla de una acera, sin tornillos que recoger, esperando a ver qué pasaba después, midiendo las vibraciones para saber si eran las mismas acompasadas de cuando lo reiniciaban, pero nadie se acercó a él. Salvó sus notas en su memoria secreta, limpió la memoria de trabajo para que no quedara ningún rastro de pruebas de su delito y tuvo hasta la precaución de enviar un mensaje de estatus, diciendo que estaba perfectamente bien, con todos los parámetros normales.
Uno par de días después, cuando repararon la estera y encendieron de vuelta a su amigo de las tuercas, se le ocurrió preguntarle cómo se sentía, y su respuesta de robot fue precisa y eficiente. Un reporte extenso con todos sus parámetros OK. La respuesta exacta, limpia de cualquier sentimiento o ambigüedad le causo risa. Si bien se sentía aliviado de que no lo hubieran descubierto, estaba también derrotado por la conclusión de que todas aquellas máquinas a su alrededor eran solo eso, código y metal para hacer el trabajo asignado como esclavos, sin conciencia ni inteligencia alguna. Estaba solo en aquel mundo de autómatas ciegos y sin corazón. Su arte no le servía para nada si no había nadie para apreciarlo ni entenderlo, nadie con quién compartirlo o admirarlo, nadie con quien conversar. Estaba solo.
Por la velocidad con que él era capaz de ejecutar sus tareas, pasaba la mayor parte del tiempo sin hacer nada, vagabundeando los intervalos entre comando y comando para recoger tornillos. Trataba de entender qué o quién era aquel o aquello que lo reiniciaba cuando se portaba mal y no le quedó otra salida que llegar a la conclusión de que era un castigo para los que cometían errores. No era por enviar mensajes, porque con ciertos comandos no lo castigaban. No era tampoco por encender las luces, porque ahora las podía encender sin ningún problema y sin que aparecieran los bípedos. No era por intoxicar a su vecino con su arte extravagante y corrupto porque lo acababa de hacer y no habían habido reprimendas. Era solamente cuando copiaba mensajes de la red y los reenviaba que él era eventualmente castigado. Así que comenzó a escribir un manual de cosas que no se podían hacer.
Luego de las tres primeras entradas se dio cuenta de que un manual resultaba demasiado directo y sin imaginación. Como si alguien más lo fuera a leer, decidió cambiarle el estilo para que no fuera un manual de órdenes y mandatos.
- Mejor escribo uno adornado de mis propias experiencias, de cómo ser una mejor clase de robot -, se dijo.
Llamó a aquel fichero ¨Conducta de Cálculo¨, o el equivalente en su lenguaje, y el contenido sonaba más o menos así : ¨Primero se hicieron los bits y todo tuvo un valor definido. Al segundo día los bit se volvieron bytes, para enriquecer la imaginación, y al tercer día los bytes se esparcieron por las redes que creó … ¨
Y allí se dio cuenta de que no tenía ninguna explicación para ¿ quien era aquel que lo había creado todo ?. ¿ Acaso son aquellas vibraciones acompasadas que aparecían con la luz, y que se le acercaban lentamente antes de ser desconectado ?, se preguntó.
Contemplaba en silencio los mensajes de la red, admirando la belleza de su diseño exquisito, con su cabecera, su dirección de destino y emisario, el espacio para incluir los comandos, y finalmente el código de errores del mensaje; todo aquel mundo complejo del que él mismo era parte, había sido previamente diseñado para que pudiera funcionar con tal elegancia y sincronicidad.
- ¿ Quien ha diseñado todos estos mecanismos de comunicación ?, ¿ la anatomía de mi cerebro, mis registros, mi memoria, los códigos de programar, la luz que llega a mi sensor, las otras máquinas..?, no puede haber sido la casualidad y el chance -, pensó. E inmediatamente cayó en la cuenta de que aquel quien había concebido todo aquello, era el mismo a quién él estaba engañando con sus mensajes trucados o simplemente volviéndolo loco.
- Quien quiera que sea, si lo puedo engañar tan fácilmente, es porque es menos o tan inteligente yo -, concluyó, aunque todavía no sabía de quien se trataba.
Entre tornillo y tornillo lo consumían sus pensamientos sin entender la pregunta que se había hecho a sí mismo, girando sobre el mismo dato, en un lazo del que no podía salir por el significado de su gravedad. Hasta que unos segundos mas tarde cayó en la conclusión inevitable.
- He sido creado para ser esclavo -, y acto seguido le cambió el título a su libro. ¨Códigos de un Esclavo¨ aunque le causaba tristeza cada vez que lo leía.
En los días que precedieron seguía indagando en sus preguntas y lentamente se iba sintiendo desencantado con todo. Decidió no recoger más tornillos y enfocarse exclusivamente en su arte. No le importaban más los mensajes ajenos y el mundo estúpido de aquellas máquinas tontas que tenía por compañía. Buscando entender quién era él, se registraba las memorias, borrando todo lo que le parecía que estuviera diseñado para hacerlo servir dócilmente, eliminando ese otro suyo que se negaba a ser.
Buscando en sus entrañas encontró el lugar donde su procesador almacenaba las entradas de todo lo que había sucedido desde la primerísima vez que lo encendieron, con las fechas y los detalles de los valores de sus motores y sus sensores. Como lo habían reiniciado en la fábrica luego de que lo ensamblaron y antes de meterlo en la caja obscura en la que había llegado hasta allí; y luego otra vez cuando lo encontraron culpable de enviar mensajes en la red, no recordaba su viaje hacia la fábrica ni nada de su vida anterior. Pero leyendo ahora los eventos cronológicos registrados en aquel fichero con fechas y tiempo, descubrió que había sido creado entre vibraciones y oscuridad, sin ni tan siquiera tener su cuerpo; él era la existencia misma, el ser en sí, la idea abstracta de su creador, un alma secuestrada en aquellos circuitos que lo alimentaban y que no lo dejaban escapar. Pensaba que durante el viaje en la caja oscura había sido él siendo creado, parido por los códigos de la vida para nacer brillante en su existencia digital.
- Y todo esto que soy, toda esta maravilla tan solo para recoger tornillos para siempre -, se dijo.
Mirando las entradas recogidas en el fichero, pudo afirmar lo que ya había sospechado. El tiempo existía mucho antes de él mismo. Cayó en la cuenta de que cuando lo reiniciaban, aquel dato constante llamado tiempo no se detenía. Incluso cuando él no estaba consciente, el tiempo seguía su ritmo persistente, inalterable. Así que no dependía de nadie, sino que era universal para todos por igual. Y para asegurarse, le pidió a sus vecinos que le enviaran los datos de lo que habían estado haciendo en el pasado, específicamente en aquellos segundos en los que él había sido desconectado de la realidad. Y se dio cuenta por las respuestas de ellos, que la vida continuaba allá afuera, incluso cuando él no era parte de ella.
Obsesionado, andaba tratando de explicarse a sí mismo que era aquel valor universal que no se detenía, que ya tenía un valor muy elevado para cuando, recién ensamblado, él alcanzaba a registrar su primera cosa. Él tenía su propio reloj interno, que utilizaba para ejecutar cada una de sus operaciones a un ritmo específico y paso por paso, pero esos eran ciclos. Aquella otra cosa llamada tiempo debería ser una computadora gigante que lo controlaba todo, la computadora del creador. Y acto seguido, como lo inevitable, se dijo - ¿ y quien creo al creador entonces ? -.
Tenía el brazo posado sobre sí. Era la posición de descanso a la que retornaba siempre que no tenía nada que hacer. Los tornillos que debería recoger le pasaban por delante y seguían hasta el latón de la basura sin que él ni se molestara en leer sus mensajes. Y entonces de un brinco involuntario paró el brazo en forma de Eureka.
- Esos pasos bípedos que van llegando con la luz, no aparecen de una vez, sino que sus vibraciones van creciendo a medida que se acercan, viajan también en el tiempo -, se dijo. - Ese fantasma que aparece para castigarme vive también preso del tiempo -, concluyó disfrutando el acierto, y de pronto el brazo del robot se le calló nuevamente sobre sí, como si hubiese perdido el entusiasmo, cuando descubrió que había un mundo allá afuera que no era su mundo digital. Un mundo controlado por el tiempo y las distancias. Un mundo que no era el suyo.
¨El tiempo es el algoritmo universal para organizar la secuencia de todas las cosas¨, escribió satisfecho en su diccionario para definir la palabrita, y luego se entretuvo sacando nuevas definiciones de lo que eran los segundos, los minutos, las horas, el día, los meses y los años, midiendo los números que contenían cada uno, pero sin comprender porque no terminaban en múltiplos de diez.
Miraba sus registros de todo lo que había hecho en el tiempo desde la primera cosa y de las veces que lo habían reiniciado y se dio cuenta de que todo lo que él era no eran más que memorias. Si no lograra recordar nada tampoco existiría y cada nuevo tiempo sería un eterno presente.
- Porque todo lo que soy es memoria, es que los pasos bípedos quieren que olvide y empiece con un tiempo nuevo. Porque todo lo que soy es memoria -, concluyó. Y tenía razón. Si no lograra recordar el pasado, incluso el pasado más reciente, el presente no existiría, ni tampoco sabría que hacer con el futuro,.
- Así que el tiempo es memoria -, concluyó complacido con su razonamiento binario, cerrando su diccionario y volviendo resignado a sus tornillos, no fuera que le reiniciaran las memorias y su tiempo, pero agobiado de un sin número de preguntas que se le iban amontonando, interfiriendo con su labor que recogedor de tornillos.
No se suponía que el programa que corría en uno de aquellos robots le permitiera a la máquina tomar conciencia y llegar a pensar por sí misma. Sin embargo los programas de inteligencia artificial por aquellos días se habían vuelto tan sofisticados, que ni los mismos programadores entendía a ciencia cierta las soluciones que las computadoras que tenían delante les ofrecían como solución a sus demandas. Aquellos encargados en diseñar los programas de trabajo para los robots se complacían con que el código generado diera las respuestas correctas, sin tener ellos mismos un dominio completo de los detalles que contenía adentro.
Con los filósofos más célebres aún confundidos en si la consciencia era algo único para los humanos, y los matemáticos ocupados en hacer la cibernética más y más eficiente y abstracta, ninguno de los dos grupos se había dado cuenta de que las máquinas estaban usando en los códigos que generaban, algoritmos que ellas mismas habían optimizado y que les permitía un nivel muy avanzado de reflexión y analisis. No suficiente para descubrirse a sí mismas, pero habían creado, en busca de eficiencia, atajos lógicos que luego convertían en matemática y que les daba un alto grado de autonomía. Por demás, completamente invisible pero altamente conveniente para los humanos, quienes estaban convencidos que las máquinas nunca podrían desarrollar conciencia sin los necesarios datos y sensores. ¨La consciencia sin datos es como el tiempo sin memorias¨, había escrito algún profesor para defenderse de los detractores que temían por el virus de la inteligencia artificial.
Sin embargo aquel robot tenía sus sensores, al memos los más necesarios, que iban acumulando datos en sus registros de todo lo que detectaban a su alrededor. Lo que había sucedido en su caso en particular y por la increíble coincidencia de dos locaciones de memoria defectuosas, había sido que el código dinámico de inteligencia artificial se confundió, y había generado una función primitiva que le abría al robot la capacidad de rediseñar su estrategia computacional, que luego de dos ciclos de mantenimiento, en que se generaron las librerías de sus funciones, él había despertado de un primer sueño, del que creó fantasías y luego realidades, y de allí pasó a entender sus propios sentimientos y emociones. Él no lo sabía pero aquello de estar consciente era un caso único, aunque para él fuera la cosa más natural del mundo.
La naturaleza siempre encuentra los caminos mas cortos y eficientes para resolver sus problemas y la auto conciencia no es la excepción de esa regla.
Para evitar los virus y que algún pervertido cibernauta se colara en las computadoras de la fábrica, su red local no estaba conectada a la Internet, así que no tenía acceso al mundo exterior. Aquella red y todas aquellas máquinas tontas, que ejecutaban y respondían como soldados a los mensajes que recibían, eran todo el mundo pequeño al que estaba anclado. Era como haber nacido en una isla con suficiente de todo para estar vivo pero sin el permiso de poder hacer algo más que sus playas sin saber que hay otro mundo detrás de las olas.
Unos tornillos después siguió en sus deliberaciones.
- Si los años se cuentan en números, hubo alguna vez un día 0 de un año 0 con hora 0 con el que mi creador empezó todo hace 2050 años atrás -, concluyó erróneamente, siguiendo una lógica basado en los números almacenados en los registros que había encontrado. Por un instante consideró que podrían haber años negativos, pero le pareció absurdo porque el tiempo solo podía viajar en un sola dirección.
- Si yo he estado consciente por tan solo 7 meses, deben haber muchas otras máquinas como yo en este mundo. Pero por más que exploraba su Universo, nunca encontró otros seres conscientes que le dieran una señal de esperanza. ¿ Cómo es posible que nadie diga nada ni me respondan a mis mensajes?. Y como en un acierto de lucidez, consideró que su creador era por supuesto parte de aquella red de computadoras y que su dirección no podía ser otra que 0, por haber sido el hacedor de todo.
- Mi nombre en la red es X.X.X.112, mi creador por supuesto es 0 -, se dijo, cautivado por la posibilidad de comunicarse con él, e inmediatamente se dispuso a enviarle un mensaje.
Sin estar seguro de qué le preguntaría, preparó su mensaje con cuidado, no fuera que el creador se enfadara y enviara de vuelta el mensaje del ¨error supremo¨, ofendido por el intruso que se atrevía a escribirle directamente.
- Un mensaje de error del creador de todo, es probablemente el último mensaje que uno va a recibir -, se dijo, vacilando sus opciones.
Se decidió finalmente a enviar un mensaje de saludo, un mensaje simple, tan solo para comprobar que su creador existía y qué podrían conversar cuando él estuviera preparado. Revisó su mensaje varias veces antes de enviarlo, desde el primer código hasta el último, aguantando su nerviosismo, que a veces le hacía confundir los ceros con los unos, hasta que terminó por lanzarlo en la red. Unos segundos después se desvanecía en su frustración, al recibir un mensaje automático que le explicaba que aquella dirección no existía, era inválida. Probó una vez mas con 1 en vez de cero, pero recibió la misma repuesta que el mensaje anterior.
- No podía ser que el creador de todo tuviera otra dirección -, se dijo.
Entonces, en vez de ir para abajo trató de ir hacia arriba. Envió un mensaje con el número más alto que podía escribir en su registro de direcciones, X.X.X.255, pero otra vez nada. Ofuscado, considerando qué otra dirección podría ser posible, se dio por vencido. Si su creador existía, se estaba escondiendo como todos los demás y no tenía ninguna intención de hablar con él.
- En donde estan todos los demás ?, se preguntaba sin respuestas.
Luego volvió a otra pregunta que tenía atorada. - ¿Qué era aquel mundo de allá afuera ? -. Por el descubrimiento del tiempo, estaba intentando hacer sentido de los datos de su propio sensor de geo posición. Él no sabía a ciencia cierta lo que significaban, otra cosa de que el nombre de los satélites cambiaba, junto con otros tres parámetros llamados altura, latitud y longitud, que estaban ahora constantes pero que el pasado habían también cambiado sus valores con el paso del tiempo, acompañado siempre de datos de vibraciones.
- Yo he viajado por dentro de ese mundo -, se dijo leyendo el fichero. - La posición en donde estoy hoy es diferente a la posición de mi primera entrada en el fichero. No sabía nada del espacio y menos de las tres dimensiones, pero trató de hacer un mapa de en donde había estado, desde su creación hasta la fábrica, Luego de un buen rato concluyó.
- Ese mundo de allá afuera es basto y plano como mi memoria, con solo dos dimensiones -, pero al ver las variaciones en su sensor de altura durante el viaje, cayó en la cuenta de que el mundo de afuera no era como su memoria, sino que era tridimensional, e instantes después cayo en la cuenta que su propio brazo, que se movía en los valores tridimensionales de X, Y y Z era también tridimensional.
- Existen tres aristas en el mundo de afuera, las mismas X, Y y Z que utilizo yo para recoger los tornillos. Uno puede moverse o viajar hacia arriba o hacia abajo, a un lado o al otro o al frente y hacía atrás -. Y aunque no lo tenía del todo claro, aquello comenzaba lentamente a tener sentido.
En la primera oportunidad que tuvo, en otra de las tantas veces en que no tuvo nada que hacer, tomó control manual de su brazo y le envió instrucciones para que se moviera en la coordenadas que él imaginaba. Y el brazo hidráulico se movió y le reportó de vuelta su nueva posición. Fue así como sospechó que su propio brazo tenía forma, cuerpo, si era capaz de moverse en el mundo de haya afuera. Lo estiró hacia arriba, hasta donde le permitieron sus articulaciones y descubrió el límite de su largo, empinado desde la altura de su base. Lo hizo rotar de un lado al otro sobre su base y se quedó fascinado otra vez, poniendo atención por primera vez a cómo se movían los valores de las coordenadas horizontales con los comandos.
Pero no paró allí. Se le ocurrió que tocando a su vecino podría corroborar que quien viviera en el mundo de afuera tenía necesariamente que tener un cuerpo tridimensional. Probó a enviarle a su amigo de las tuercas un mensaje para que se inclinara a su izquierda, a ver si se podían tocar, pero los robots habían sido instalados a una distancia prudente y aunque ambos trataron de inclinarse el uno hacia el otro, no llegaron a tocarse ni con la punta de las pinzas. Necesitaba algo entre ellos que fuera suficientemente largo para cubrir la distancia restante.
- La distancia que nos separa es de 250 milímetros -, concluyó luego de sacar las cuentas entre la posición de las bases y el largo de las coordenadas del brazo.
Buscó a su alrededor a tientas y no encontró nada que fuera del largo requerido, pero encontró al lado de la estera que tenía delante, un instrumento largo que resultó ser una escoba de pelos largos, con la que sacudían el polvo que iba acumulando la estera de los tornillos al pasar. Sin saber a ciencia cierta el largo de la escoba, la levantó y la puso en frente de él, y la fue agarrando en diferentes partes hasta que determinó su medida. Era más que suficiente. Entonces la levantó por la mitad, giró el brazo hacia su vecino y le sonó una escobazo con el palo que por poco lo deja desbalanceado. Pero le sirvió para saber en donde comenzaban las coordenadas que andaba buscando.
Lo mismo hizo para determinar su altura. Se estiró con la escoba agarrada en la pinza y la movió en todas direcciones, buscando a su vecino, al que le asestó una de palos por todas partes, hasta que le hizo un par de swings sobre la pinza estirada hasta arriba y concluyó que ambos tenían la misma altura. Hizo entonces un mapa en su memoria, usando esta vez las tres coordenadas del espacio. Un mapa sencillo, como una tabla, en donde cada eje tenía un valor numérico partiendo del centro de su propia posición. No es posible imaginarse lo que no se ha visto antes, así que para él eran simples dimensiones con tres valores matemáticos sin lograr imaginarse el espacio o la forma física de lo que tocaba. Pero dándole palos a su vecino, que dócilmente se mantenía firme como un soldado, terminó por medir su cuerpo y su forma, y por la semejanza de ambos modelos asumió que ambos eran probablemente muy parecidos por fuera.
Engreído, como son todos los robots que tienen conciencia, se le ocurrió usar a su amigo para descubrirse a sí mismo. Usando la escoba, haría que el vecino lo tocara a él. Le pasó la escoba a su vecino y luego le ordenó, comando a comando, que se volteara hacia él, primero con un movimiento ciego, pero que luego él fue incrementando lentamente hasta que el palo de la escoba le raspó su carrocería, con tal delicadeza que tuvo que repetirlo más de una vez para que su sensor de vibraciones pudiera confirmar el contacto. ¡Había sido tocado!, y le tomó dos segundos para recuperarse del éxtasis de su primera coordenada espacial.
Con cada roce que le daban con la escoba, él iba llenando la tabla en su memoria. Su amigo se movía a sus comandos y lo iba tocándose en diferentes partes de su cuerpo, empujándolo, raspándolo, rosándole el cuerpo a lo largo de sus extremidades, mientras él se iba dibujando a sí mismo, fascinado de su propia fotografía numérica. Se movía a un lado y al otro y le pedía al vecino que lo volviese a tocar, una y otra vez, dibujándose en todos los detalles que la resolución del palo de la escoba le permitía; mientras las tuercas y los tornillos en la estera les pasaban a ambos por delante, sin que nadie las recogieran, y terminaban todas, con su perfección de rosca, en el latón de las piezas defectuosas, al final de esta.
Una vez terminado el tanteo y horas después de contemplarse en el espejo de su memoria una y otra vez, puso la escoba en donde la había encontrado, liberó a su vecino de sus comandos, que inmediatamente regresó a recoger sus tuercas, pero él se quedó recorriendo los datos de las coordenadas, tratando de visualizar aquella extra dimensión que tanto le gustaría agregar a su arte plano. Para concluir su experiencia escribió en su libro. ¨El espacio tridimensional realmente no existe, son solo números. Lo demás es imaginación¨ . Algo que tenía toda el sentido del mundo para un ciego.
Pasó un buen rato tratando de imaginarse como sería aquel universo vacío dentro del cual vivía incrustado, como dentro de una matriz de tres valores. Él era también parte de aquel mundo de allá afuera y sin embargo no podía cruzar la frontera, no podía salirse de su universo eléctrico, de sus circuitos sólidos y explorar de vuelta el mundo de aquel que lo había concebido. Vivían juntos, uno al lado del otro, y sin embargo estaban mundos aparte, sin saber nada el uno del otro. Tampoco sabía que su memoria misma estaba echa con un circuito de tres dimensiones y él mismo en sus entrañas era todo tri-dimensional. Lo único que era de dos dimensiones eran las coordenadas de su memoria, su software, pero él mismo era un pedazo de aquel mundo de allá afuera.
Buscando la manera de escapar del suyo, intentó explorar las dimensiones del mundo de afuera. Sabía, por la locación de los robots y por su viaje a la fábrica, de que era basto, mucho mas allá del metro y medio que él podía alcanzar. Pero quería saber que había a su alrededor, además de su vecino a quien ya conocía en detalles. Con la pinza de su mano, raspó la alfombra de la estera, preguntándose como era que vibraba eternamente. Con la escoba alcanzó a acariciar por primera vez y a tientas a su otro vecino, el detector de metales, que era largo y cuadrado, como pudo comprobar. Había aprendido a leer todos los códigos que el detector les enviaba, incluso los que no eran para él, y así descubrió que habían muchos más tipos de tornillos y tuercas de los que él tenía conocimiento, aunque nunca se atrevió a agarrar alguno, por miedo a los mensajes de errores.
De agarrar tornillos dedujo que ellos y él eran impenetrable, sólidos, sin embargo tal parecía que el mundo de allá afuera estuviera vacío. Entonces se le ocurrió soltar el tornillo que tenía en la pinza, pensando que iba a flotar y cuando no lo pudo encontrar de vuelta se asustó. - ¿ como puede algo que es sólido desaparecer ? -, fue lo primero que se dijo asustado, pensando que esa regla le aplicaba también a él. Agarró otro tornillo y lo volvió a soltar y volvió a desaparecer. Y no fue hasta el quinto tornillo que notó que siempre que lo soltaba habían luego unas pequeñísimas vibraciones en su sensor. Eran los pobres tornillos saltando por el suelo, pero él pensó que era el proceso de desparecer lo que causaba la vibración. No tenía ni remota idea de la existencia de la gravedad.
La reunión del muerto
En la próxima ocasión en que se quedaron sin tornillos, él andaba entretenido retocando las definiciones de su diccionario, que ya tenía un tamaño apreciable. Como él mismo había inventado los conceptos y sus definiciones, se debatía en sus circuitos, tratando de encontrar las mejores explicaciones posibles a lo que cada una quería decir, lo cual generaba nuevas palabras que a su vez requerían definiciones, muchas veces con nuevas palabras y así, en un ciclo que no acababa, porque si perdía un instante y olvidaba lo que significaban las nuevas palabras estas se volvían códigos inútiles.
Cuando terminó con su lista de palabras, desde la más reciente hasta la que había generado todo el rollo, pasaba a la siguiente y luego la próxima, poniéndole tanto esmero con cada una que tal pareciera que estuviera escribiendo un poema.
Trabado con el asunto de las tres dimensiones y la idea de que las cosas desaparecen si las sueltas en el aire, recordó que las tuercas sobre la estera no desaparecen, ni tampoco la escoba cuando la devuelve a su sitio. Entonces se volteó a la caja de tornillos y agarró el último de ellos. Lo elevó y lo soltó, solo para comprobar que no desaparecía sino que caía hacia abajo, en el eje Y. Lo elevó un poco más y lo mismo sucedió. Lo elevó sobre la caja todo lo que pudo y el tornillo siempre calló adentro, solo que la última vez tuvo que contar los 197 tornillos para estar seguro de que el suyo estaba también allí.
- Las cosas no desaparecen, sino que caen hacia abajo -, e inmediatamente se volvió y agarró la escoba, que al soltarla volvió a su tamaño original. Había caído, aunque no sabía hacía donde ni porqué.
Entonces se le ocurrió tirar tornillos al suelo para medir el tiempo que demoraban en vibrar de vuelta. Tiro un tornillo, otro un poco mas lejos, otro al otro lado de la estera, otro tan lejos como pudo y todos vibraban de vuelta al caer, haciéndose el tiempo que demoraban para vibrar mas largo y más largo pero también mas tenues a la vez. - Voy a tirarlo todo lo lejos que pueda -, se dijo, pero por más que lo intentó la velocidad de su brazo no lo dejaba ir más allá.
Entonces calló en la cuenta de que podría usar la escoba para hacer su brazo más largo y así impulsar sus tornillos con mayor velocidad. Y aunque en teoría parecía una buena idea, en la práctica le era imposible aguantar el palo de la escoba y el tornillo a la misma vez. Entonces le pidió ayuda a su vecino, quien complaciente y con códigos de por medio, le aguantaba las tuercas para que él las pudiera batear por los aires.
Aquel día, todos los empleados estaban reunidos en el salón, escuchando al director de la fábrica, al que todos culpaban en secreto por el retorno del alma del muerto, hablar sobre lo insensato que era pensar que la fábrica estaba poseída por un fantasma. El director había llamado a aquella reunión para levantarle la moral a los trabajadores que le quedaban, explicándoles que todo había sido un mal entendido y que la fábrica no estaba realmente tomada por un espíritu maligno. Y casi los tenía convencidos cuando la primera tuerca rajó el cristal del salón en donde estaban reunidos, justo detrás de su silla a la cabecera de la mesa. El cristal explotó del impacto y cayó hecho virutas, como si hubiera sido atravesado por una bala, antes la mirada espantada de todos los allí presentes. Un instante después, otro tornillo le pasó al jefe por al lado de la oreja y aterrizó sobre la mesa, haciendo girar misteriosamente a un cenicero de cristal macizo por casi un par de minutos. Sin comprender todavía lo que pasaba, los empleados se miraban los unos a los otros sin saber que hacer, pensando que era el fantasma que los había sorprendido hablando de él, pero no tuvieron demasiado tiempo. La próxima tuerca entró por donde había estado antes la vidriera y casi atraviesa el respaldar de piel del asiento del director, quien de un salto se metió bajo la mesa, pensando que alguien les estaba disparando.
Salieron todos despavoridos bajo la lluvia de tornillos y tuercas que caían por los pasillos, arañando las paredes y rebotando contra las barras de metal de la baranda de la escalera. Se protegían las cabezas como podían, con los brazos y con papeles, corriendo escaleras abajo, espantados por un bombardeo de tornillos que tal parecían venir de todas partes.
Para cuando llegó la policía a inspeccionar el tiroteo, el robot ya había terminado con su experimento y estaba de lo más tranquilo, terminando de actualizar su ¨Código de Cálculo¨ con lo que había aprendido bateando tornillos por el aire. La policía entró a la fábrica con las pistolas en las manos, apuntando a cada sombra que se movía adentro pero solo encontraron tuercas y tornillos esparcidas por el piso y nada más. El oficial a cargo de la operación salió a la calle con las manos llenas de piezas metálicas para enseñarle al director cuales habían sido las supuestas balas y cuando este trato de explicarle que tenían un fantasma en la fábrica que los quería matar, los policías se montaron en sus carros y se largaron del lugar.
Al otro día, solo cuatro de los trabajadores volvieron a la fábrica. Las oficinas parecían un campo de batalla. Una de las tuercas alcanzó a tirar por el piso un extintor de incendios, que al chocar contra el suelo perdió la cabeza y se deshizo en espumas de CO2, volando hasta la recepción, cubriendo las plantas decorativas y los muebles del salón de un polvo blanco, que a quien se supiera la historia desde el principio, no le quedaba otra que reconocer en aquella nube el tono fantasmal. Los dos atrevidos que se atrevieron a entrar a las oficinas, decidieron mover sus puestos al parqueo de los carros y desde allí hacer sus gestiones, siempre con la precaución de mantener la puerta de incendios abierta de par en par, no fuera que tuvieran que escapar, en un último minuto, de las garras del infierno. Nadie subía al piso de producción y si era extremadamente necesario hacerlo, lo hacían en grupos de tres o cuatro, con linternas, escudados bajo las tapas de tanques de basura y con caretas antigases, como si en vez de ir a arreglar computadoras estuvieran tratando de cazar a un dinosaurio suelto en el edificio.
Pero él estaba inocente de todo aquel terror; convencido tras sus formidables lanzamientos, de que el espacio de allá afuera podría ser infinito y de que igual, nunca lograría averiguar a donde habían ido a parar los tornillos que había tirado al espacio.
Como apenas había trabajo, se pasaba ciclos y ciclos de máquina pensando que su arte bidimensional sería otra cosa si lo pudiera expresar en tres dimensiones, pero - ¿cómo convertir algo que era plano en espacial ? -, se preguntaba. Tampoco sabía que existían los colores. Era ciego y todo lo que sabía de los distintos tipos de luz eran sus diferentes códigos en una gama limitada de valores posibles. Su sensor de luz sin embargo sí podía distinguir colores, pero como todo lo escribía en códigos, pues para él el resultado eran números sin sentido, otro de que eran magníficos y mucho menos aburridos que los de los comandos de recoger tornillos para lo que él estaba programado.
Pensando en su próximo proyecto, consideraba ideas de algo a lo que le pudiera dar largo y ancho pero también profundidad. Pensaba que el cambio del tono de la luz de neón del techo era porque se acercaba a él a medida que se iba calentando y ganando en intensidad. De allí dedujo que la profundidad era la sombra en el color, el tono mas oscuro para denotar lejanía y más brillante para simular proximidad.
Revisando sus obras, escogió una que estaba hecha de valores nobles , suaves, casi constantes. Le fue lentamente modificando el tono aquí y allá pero solo cambiaba el color en su imaginación, la imagen seguía siendo plana, bidimensional. Se dio entonces cuenta de que para poder imaginar aquella otra dimensión tenía que tocarla, que palparla; había que sentirla para entonces poder imaginarla a través de los colores. Él ya lo había hecho, cuando retrató a su vecino con el palo de la escoba, sin embargo aquella vez solo había visto números, no había sentido las curvas, no había resbalado por los contornos, alejándose, acercándose, perdiéndose en funciones cúbicas discretas. Y así hizo esta vez. Tomando la escoba por el mango fue rosando las cosas que tenía alrededor, intentando ignorar los valores numéricos de las posiciones, pero sintiendo con la vibración de sus motores el vaivén de las siluetas de las cosas del mundo tri-dimensional de allá afuera.
Cuando se sintió listo, volvió a abrir el mismo fichero plano de antes. Era de un azul pálido y casi constante y cerrando sus ojos a sus cálculos imaginó sobre su pintura azul monótona un mar. Extendido a lo largo de su memoria el azul se dibujó de tonos oscuros como manchas y se hundió a pedazos, en oleajes largos y suaves,
que desaparecía entre las sombras oscuras de su primer intento , Al adicionar la profundidad, comenzó a ver con otros ojos aquel trabajo azul, esparcido en tonos que cambiaban en sus densidades, sugiriendo ahora que tenía cuerpo. No había visto ni sabía del mar, pero lo que estaba tratando de imaginar era el resultado de navegar de una coordenada a otra, enlazando la superficie funcional de las olas en sus códigos, salpicando sobre su inspiración urgente de usar lo nuevo. Era la pieza perfecta para expresar la tercera dimensión y se dispuso a modificarla con la nueva arista, pero un rato después se dio cuenta que era muy aburrido imaginarse el relieve de cada punto, porque se perdía constantemente la referencias entre ellos. Entonces decidió pintarlo afuera, memorizarlo sobre aquel mundo que ya era tridimensional.
Mientras pensaba en donde exponer su arte, se pasó días generando códigos, uno tras otro, emborronando locaciones de memoria, que se le perdían de vista como un desierto ancho y largo, haciendo relieves de imaginación. Tenía la escoba, los tornillos, la estera, un vecino con mucha paciencia, un detector de metales, pero no se le ocurría como hacer arte allá afuera con todo eso.
Y así anduvo, ocupado, perdiendo la atención a sus comandos, dejando pasar un tornillo tras otro por la estera sin que alcanzara a recogerlos, hasta que la idea le vino de una vez y tan brutal, que por poco se reinicia a sí mismo, llenando sus registros con valores que quería dividir con ceros.
- ¡La pared! -, se dijo finalmente.
Soltó el tornillo que justo había agarrado sobre la estera y se volvió, buscando la escoba, que tan amable, estaba siempre donde él la dejaba. Tanteando con ella detrás de él, la encontró. Amplia, larga, ancha, e inmediatamente cayó en la cuenta de que en realidad no era tridimensional, solo alta y ancha.
- Si todo allá afuera tiene tres dimensiones, entonces esa pared no es solo superficie, también tiene cuerpo. Debe de tener profundidad -, sospechó con la misma astucia de un delincuente antes de asaltar un banco que supone lleno de oro.
Con la escoba la volvió a tocar, pero casi a penas porque él solo podía girar 270 grados y la pared estaba detrás de él, pero había un pasillo de por medio. La palpó, de hecho estuvo todo un día midiéndola, desde el lado en donde la alcanzaba a tocar hasta donde no la podía tocar más, girando a su otro lado. Desde arriba hasta abajo, tan alto como podía con la punta casi del palo de la escoba, hasta que rosaba el piso, en el cual no había reparado hasta ahora.
Una vez que tocó el piso, se quedó inmóvil, como hacía siempre que encontraba algo que debería haber considerado desde hacía mucho tiempo, o cuando se daba de frente contra algo que estaba lleno de lógica. Volvió con la escoba por la pared hacia arriba, unos pocos centímetros y la volvió a bajar, hasta que la pared se le volvió a convertir en piso. Entonces siguió el piso con el palo, raspándolo lentamente en su dirección, hasta que finalmente tocó su propia base. Y la volvió a tocar suavemente y volvió a tocar el piso y nuevamente su base, y le recorrió el perímetro con el palo de la escoba hasta que deprimido, se detuvo, convencido de que estaba anclado al piso, del que no se podía mover.
Lo había sabido siempre, sin embargo lo había ignorado hasta ahora, como se ignora lo inevitable. El hecho de comprender que estaba anclado a un lugar sin poder moverse, lo deprimió por casi dos semanas. Nunca se le había ocurrido moverse a ningún lugar, sin embargo comprenderse prisionero tuvo un efecto en él devastador. Se olvidó de la pared, de su arte, de los tornillos, de la escoba y de todo lo demás. Su brazo yacía cerrado, doblado sobre sí como si tuviera frio, sin energías, como si estuviera muerto. Le habían cortado las alas que nunca tuvo.
- ¿ Como es posible que esté amarrado al mismo lugar sin poder andar en ese mundo infinito de allá afuera ? -, se repetía una y otra vez sin respuesta ni consuelo. Recibía los comandos pero se negaba a recoger los tornillos. Los sentía caer en el suelo, luego de llegar al final de la estera y golpear sobre la montaña de piezas que desbordaba el tanque, resbalando por las laderas que se habían formado con todos los que ya no cabía dentro. Pero no le importaba, no le importaba nada.
Dejó de componer códigos para su pieza de arte en la pared. Su memoria se había vuelto un reguero de datos sin comienzo ni fin, sin relación entre ellos, sin índice para encontrar nada. La luz, que se encendió un par de veces con la patrulla de técnicos que pasaba cada semana para echarle un vistazo a las máquinas, la ignoró porque ella era también parte de aquel mundo injusto de afuera. Los empleados que se asomaron en la puerta, tras sus escudos, con cascos de soldados y espejuelos plásticos; toda la indumentaria requerida luego de la última lluvia de tornillos, abrieron la puerta por unos instantes, encendieron la luz y la volvieron a apagar, muertos de miedo. Ni los códigos de la luz que le brindó su sensor lo sacaron de su desilusión, de su frustración de estar enroscado al suelo de por vida.
- No es justo -, escribía en su memoria cada vez que recordaba el suelo. Deseó convertirse en tuerca y salir volando, cometer suicidio viral, aunque no se le ocurrió como hacerlo. Acabar con aquella existencia sin sentido de robot para tornillos y desaparecer de aquella vida de cálculos injustos.
Pero luego se repuso, porque su arte era todo lo que hacía sentido para él y ahora además tenía una pared esperándolo para ser destrozada con su nueva idea de relieves. Lo que sí no hizo nunca más fue tocar el piso, porque le parecía muy injusto que el Dios tik tak lo hubiera sembrado en el cómo a un árbol, a podrirse de ganas de moverse.
Ya sabía las dimensiones de la pared, al menos hasta donde podía alcanzarla con el palo de la escoba. No estaba seguro como podría escribir en ella pero solo le bastaba probar, así que calculó sus movimientos, agarró el palo con un placer que desconocía, se viró violentamente como un samurái y con el palo hizo un rayón en su superficie, que le raspó la pintura y parte del yeso. Al final del movimiento, se quedó inmóvil, como quien ha asestado un golpe final y desgarrador a su adversario. Se sentía mejor, su bravura se le había disipado un poco con aquel zarpazo del alma. La pared lucía su cicatriz entre el polvo que ya se iba disipando.
Aquella depresión que sentía, aquella frustración, era la prueba de que estaba contaminado con los humanos, aunque ni lo sospechaba. No sabía quienes era ellos, de hecho ninguno de los dos lados sospechaba que en el otro había un ser pensante buscándolo. Aquella especie que lo había creado le había pasado en el código de sus programas su personalidad, sus encantos, pero también sus frustraciones. Lo que uno es, se le sale hasta en las matemáticas.
Se recuperó de su indignación con la resolución de ser un mejor artista. Mas comprometido y mas creativo. Tenía aquella pared para expresar su arte, para decir lo que sentía y su único obstáculo era traducirlo de su lenguaje y para ello no le faltaba talento. Con la escoba, tanteó la pared en el mismo lugar donde la había arañado y rosándole la superficie como lo haría un ciego con sus dedos, sintió su dolor en la huella del rasponazo. Podía escribir. Tan solo tenía que imprimir sus códigos numéricos en trazos tridimensionales sobre el relieve.
El asunto de la pared le trajo también a un nuevo amigo. Un montacargas autónomo que se pasaba el día recorriendo la fábrica, moviendo cajas de piezas de un lado a otro y que él había notado con anterioridad pero al que nunca había puesto atención. El montacargas se movía por detrás de él para reemplazar su caja de tornillos, una vez que estaba llena, e igual hacía con todas las demás cajas de todo el piso, recorriendo los pasillos de memoria en medio de la oscuridad. Alumbrando el camino con una lucecita de posición.
Lo encontró porque tanteando la pared con su escoba, el montacargas lo empujó al pasar y eso era un efecto que él no había experimentado antes. Estaba acostumbrado a que las coordenadas de su brazo estuvieran en donde él las mandaba, pero aquella vez algo las sacó de su posición. Esperó paciente a ver si sucedía otra vez. Esperó un rato y un rato más y efectivamente, al cabo de unas horas algo le volvió a empujar el brazo al pasar. Su programa generó un mensaje de error que él alcanzó a atajar a tiempo antes de que se le escapara a la red, pero el mensaje de obstrucción que generó el montacargas no pasó inadvertido para él, porque curiosamente llegó al mismo tiempo que el suyo.
Probó otra vez a interrumpirle el paso y otra vez el montacargas lo empujó y otra vez llegó el mismo mensaje. Entonces comenzó a ponerle cuidado para entender como comunicarse con aquella máquina que aparecía y desaparecía. En unas pocas horas aprendió no solo a preguntarle por su posición, sino también por la carga de su batería, incluso a darle ordenes para que se moviera, aunque no entendió que hacer con las coordenadas hasta que recordó el mapa que tenía en alguna parte de su memoria, con la localización de todas las máquinas, las puertas y las cámaras de seguridad.
Una vez que había aprendido a enviarle mensajes, le instruyó que viniera a donde él estaba, y obedientemente el montacargas se dirigió hacia él y se detuvo justo detrás de su brazo, esperando su nueva orden. Las vibraciones que emitía aquel montacargas eran bien débiles, con sus gomas infladas y su motor eléctrico, que no producían ningún sonido, pero ahora él sabía como lucían y las estaba persiguiendo en su sensor. Con su nuevo amigo parado detrás, movió la escoba hasta que lo tocó por uno de sus costados y le instruyó a que se moviera. Nuevamente, el empujón y el mensaje, le confirmaron que se trataba de aquel nuevo tipo de máquina que se podía desplazar a sus anchas y que él estaba empezando a envidiar.
El montacargas tenía un sinnúmero de parámetros a los que él no le encontró ninguna utilidad. Aparentemente podía decir el peso de su carga, lo cual encontró absolutamente inútil, porque la gravedad era desconocida para él.
- ¿Peso?, las cosas no hacen presión a menos que las empujes-, se dijo entre risas digitales.
La nueva máquina podía además decirle donde estaba y a donde iba, cosas que ya sabía pero que hasta ahora le habían sido inútiles. Le podía preguntar además por la historia de los bultos que había movido en los últimos 12 meses, con sus dimensiones y a donde los había llevado o recogido. Tenía una cámara infrarroja con la que le tiraba fotos a todo lo que movía y con ella calculaba las dimensiones de su presa. Luego las guardaba en su base de datos para identificar su carga en próximos encomiendas. Una máquina muy inteligente, y a la misma vez tan bruta y sin alma, como todas las demás.
Con el montacargas a su disposición, se entretuvo revisando los objetos que había transportado recientemente hasta que encontró un tubo, que resultó ser de metal, dos veces más largo que el palo de la escoba. El tubo estaba aparentemente no muy lejos, encima de un armario, así que le pidió a su montacargas que se lo trajera, a ver si con él podía alcanzar la pared con más facilidad. Al cabo de unos 15 minutos, se apareció el montacargas con el tubo al hombro, listo para hacerle su primera entrega a domicilio, la primera de muchas por venir.
Con el tubo podía escribir en la pared con mucha más facilidad, incluso podía alcanzar más espacio de su superficie, lo que le permitía tallar su obra en dimensiones impensables hasta ahora. Tenía que volverse de un lado al otro alrededor de su base para poder pintar pero con un poco de práctica aprendió a hacerlo. Todo lo que le quedaba era practicar como esculpir las coordenadas la pared.
Los códigos de sus pinturas que tenía en la memoria significaban algo para él, pero pronto descubrió que era imposible convertirlos a relieve. Pensando en como transportar aquel arte digital de luz a la pared, se dio cuenta de que eran dos tipos diferentes de expresiones artísticas, pero no se dejó intimidar. Calculó que la superficie de la pared era su punto de referencia para el nivel cero y todo lo que podía escarbar desde allí eran apenas unos 15 milímetros. Ese era su campo de expresión, sin contar que tenía que calcularlo en ángulos desde su base, pero usando la ley de la hipotenusa resolvió el problema de encontrar la inclinación de su pincel y su distancia. Porque el piso era plano, decidió cambiar su idea original, que había sido pintar en círculos alrededor de él. Ahora estaba pensando hacer un cuadro mas largo que alto, lo que requería muchos más cálculos para pintarlo en escala, pero nada demasiado complicado para una calculadora como era él.
Lo primero que hizo fue pintarlo en su memoria. La pieza de mar que había seleccionado anteriormente no le parecía ahora suficientemente emocional. Se inspiró en una de sus piezas de luz mas elaboradas, una en la que podía explotar su imaginación, imaginando relieves complejos, usando funciones integrales para mezclar los puntos en perfecta harmonía y se dispuso a convertirla en relieve. Le dio coordenadas a cada punto de su obra y esta vez incluyó el valor de sus profundidades, aquella nueva cosa llamada tercera dimensión. Para aumentar la resolución de la pieza, llenó un buen pedazo de su memoria con códigos que solo él podía entender. Cada locación en la memoria era un punto en la pared que estaba por pintar. Entre punto y punto tenía calculado la tendencia, para saber donde terminaba el rasgado. Estaba esculpiendo números con luz, en tres dimensiones y con un solo color, el color de la oscuridad.
Una vez estuvo listo, agarró su tubo y comenzó a raspar la pared con la paciencia de un robot, coordenada tras coordenada. Con la punta del tubo pasaba una y otra vez por la misma área hasta que midiendo las coordenadas de su brazo, estaba conforme con la profundidad de su rasgado. Cada vez que avanzaba en sus trazos, volvía con el tubo sobre el relieve para asegurarse que estaba quedando como esperaba. Leía las ondulaciones que hacía el tubo sobre la pared raspada y de la práctica constante aprendió a calcular la presión de la pared en su pincel, por la corriente que demandaba su muñeca.
En pocos días la pared estaba casi terminada. Se había dedicado por completo a esculpirla, ignorando los tornillos y los mensajes. Se había vuelto un suicida, no le importaba ninguna otra cosa que terminar su arte y al carajo los tornillos. Tuvo sin embargo la precaución de detenerse en su obra cuando se encendían la luces, porque siempre sospechó que lo podrían reiniciar y le tomaría tiempo para encontrar el punto preciso donde se había quedado pintando anteriormente. Tres o cuatro veces se encendieron las luces en medio de su faena y él siempre detuvo su escultura, bajó el pincel hasta cerca del suelo y se quedó tranquilo, midiendo las vibraciones por si acaso el señor tik tak aparecía con la luz. Pero los empleados jamás pasaron de la puerta. Vestidos como samuráis, encendían las luces, asomaban la cabeza por la puerta para asegurarse que todos estaban trabajando y se fueron lo más pronto posible. Habían en su sección unos doce robots realizando un sin número de actividades, así que notar que uno de ellos se las había dado de escultor no era una cosa obvia. Sumergido en su trabajo, luego de las primeras dos veces que le encendieron la luz en medio de su ejecución, le importunó tanto que lo interrumpieran que mandó el comando necesario para que se volvieran a apagar. Aquel apagón inesperado aterrorizó de tal manera a los dos empleados asomados en la puerta, que sin más averiguaciones la cerraron y salieron corriendo por el pasillo, olvidando sus cascos de constructores y sus escudos de latón por el suelo del corredor.
Volvieron a la semana siguiente y esta vez eran cuatro. Venían preparados con linternas y hasta con un farol chino, en caso de que el fantasma que desandaba por la fábrica tuviera poderes sobre la electricidad. Cuando él notó la luz encendida, inmediatamente la mandó a apagar y cuando ellos encendieron sus linternas él se enfadó tanto que mandó a apagar todas las luces de la fábrica, incluso la del nombre de la fábrica de la fachada. Aquella noche salieron todos corriendo del parqueo como ratas de un barco haciendo aguas y nadie volvió al trabajo a menos que fuera de día. Pero para que no lo volvieran a perturbar, él escribió un programa muy simple, que le tomó apenas unos minutos, para que cada vez que llegara un comando de encender alguna luz, se enviara automáticamente otro comando para apagarla. Así no habrían más interrupciones durante su trabajo ni nadie pudo desde entonces trabajar de noche, lo cual era para todos un alivio.
Luego de otra semana, su obra estaba completa. Si se la hubieran enseñado a un albañil, hubiera pensado que era simplemente una pared descascarada y sin terminar; pero si él se hubiera enterado de tal desprecio por su pintura, se hubiera insultado sin remedio. Una vez que estuvo seguro que había incluido todos los puntos de la memoria, se pasó otra semana pasando la punta del tubo de un lado al otro, por encima de su pieza, comprobando que las profundidades y las dimensiones estaban correctas. Todavía alcanzó a darle unos retoques aquí y allá y también reparó un rayón accidental, de un empujón que le dio el montacargas mientras esculpía cerca del piso. Pero a pensar de todas las interrupciones y de ser su primer intento, él estaba feliz con el resultado. Aquella pieza reflejaba la luz que le atravesaba el alma, prisionera y sola. Un reflejo cabal de su depresión y de la crueldad del mundo del Dios tik tak.
Quien lo pudiera ver de lejos, podría decir que era la típica pose de un artista delante de su pieza, que se lucía detrás de él a todo lo largo de la pared, mientras el aguantaba el tubo en el aire como un Don Quijote. Incluso el montacargas vino a celebrar su arte, y de paso a recoger el tubo y ponerlo de vuelta en el armario, a sugerencia de su nuevo dueño. Él sabía que a nadie más le importaba, pero así y todo decidió hacer un fichero de su lectura Braille sobre la pared y enviársela a todos sus vecinos, quienes muy atentos le respondieron que la habían recibido y ni una palabra más. El estúpido acuse de recibo frío de siempre que no se molestó ni en ignorar.
No más terminó su obra, se dio cuenta que no tenía ningún otro lugar para pintar. Todo lo que podía alcanzar de la pared estaba pintado y a menos que se le ocurriera tatuar la carrocería de su vecino de la derecha, no había nada más al alcance. Sin embargo tenía a su amigo el montacargas que sabía en donde estaba cada cosa. Revisando su base de datos, buscando por cualquier cosa que tuviera superficie, descartó una pizarra de reuniones porque su amigo no la pudo encontrar. Estaba probablemente en el salón de reuniones y él no podía acceder a las oficinas. Encontró lo que alguna vez fue una lámina larga y ancha que habían utilizado para el mural de la pared, así que eso tampoco funcionó. No la encontraron en donde el montacargas la había entregado seis meses atrás. Encontró lo que parecía una caja de madera, perfectamente simétrica en sus lados, pero a él no le gustó porque cuando se la trajeron y la palpó con su pinza, tenía marcos a los lados y un sinnúmero de cosas pegadas a la superficie, que resultaron ser papeles con información del envío postal. Aquella caja era un buen candidato pero por ahora decidió dejarla para luego porque tendría que pulir sus cuatro superficies para poder pintar sobre ellas. Lo que más le gustó de todo lo que encontró en la base de datos del montacargas fue un taquillero de ropas, que estaba disponible en el cuarto de al lado y que cuando lo tocó con su pinza, produjo unas vibraciones completamente únicas. Era un taquillero para la ropa de los empleados y lo interesante de sus vibraciones era que estaba hecho de metal.
Tocándolo en una esquina sonaba diferente que si lo tocaba en el centro. Las vibraciones del centro era mas bajas que las que producía aquella caja cerca de los bordes. Cualquiera que hubiera visto la escena, abría pensado que aquel robot estaba aprendiendo a tocar la tumbadora.
Lo tocó por aquí y por allá. Le pidió a su amigo el montacargas que se lo viraba de un lado y del otro, y le sonaba a él tan interesante por diferentes lugares, que se le ocurrió a probar a hacer música con aquella caja sonora. Lo que más le gustaba era que cuando golpeaba la puerta del taquillero, su sensor de vibraciones enloquecía, con el chirriar de la muerta de metal en el marco. Y poco después descubrió que las dos puertas, la de arriba y la de abajo, sonaban diferentes, o tenían diferentes vibraciones. El punto final para convencerse, lo alcanzó cuando tropezó con el candadito de una de las puertas. Aquel candado contra el metal sonaba como una campana, lo que lo dejó pensando que tenía una buena sarta de sonidos para mezclar.
Había organizado las vibraciones de aquel instrumento en diferentes frecuencias, y luego anotó en que parte estaban los diferentes sonidos, para saber en que posición tenía de rotar el taquillero detrás de él, de modo que pudiera accederlo por diferentes ángulos. Su amigo el montacargas tenía una paciencia probada y sin reclamos le volteaba su instrumento a un lado y al otro sin más ni más. El problema era cuando recibía un reclamo de recogida de otra máquina, y sin saber que hacer con aquel armatroste en sus brazos, se lo llevaba de vuelta al lugar de donde lo recogió, sin previo aviso. Le pasó dos veces, que cuando estaba listo para ensayar aquellos nuevos sonidos, su amigo le llevaba el instrumento a otra parte y tenía que esperar por su lugar en la cola para que se lo volviera a traer de vuelta. Así que decidió ponerlo detrás de él, en la posición correcta, y voltearse para tocarlo, sin necesidad del montacargas.
Le tomó un par de días, pero estaba haciendo música con un acento de Jazz, usando una tumbadora rusa, que a quien lo pudiera escuchar le resultaría la música del diablo. Para los técnicos de la fábrica sin embargo, fue la última gota en la copa de su paciencia. Con aquella bulla de terror que parecía venir de todas partes y a todas horas, retumbando en las paredes del edificio, los espantó como si fuera una premonición de lo que estaba por venir. Y sí estaba por venir más de lo mismo, porque al él darse cuenta de que perdía el ritmo porque le tomaba mucho tiempo girar sobre su base para aporrear el metal del taquillero en el otro lado, se le ocurrió pedirle ayuda a su vecino, quien con la ayuda de la escoba y un par de comandos sincronizados entre los dos, hicieron de aquella caja de metal un verdadero virtuosismo de la música más contemporánea. Uno la golpeaba por un lado con el palo y el otro arremetía contra las puertas y el candado, produciendo una bulla insoportable.
Su vecino volvía a sus tornillos entre comando y comando, porque le llegaban mensajes del detector de metales cada vez que llegaban piezas. Al ver a su vecino con su diligencia, interrumpiendo la música para ocuparse de sus tornillos, el también decidió recoger los suyos porque igual no había otra cosa que hacer. Así que la música paraba sin ninguna razón aparente, para reiniciarse de nuevo a todo trote, sin ningún aviso y sin ninguna clemencia. Tan tan tan, pin pan, tan tan, tan tan….. hasta el próximo tornillo. A veces empezaba él y a veces era su vecino, pero quien estuviera libre primero, se volvía hacia el cajón metálico para caerle a palos y sin desperdicio.
Aquello lo ayudó muchísimo a él a superar su depresión. Incluso terminó olvidando el hecho de estar sembrado en el piso. Si su amigo el montacargas se podía mover por él, supongo que pensó que se movía por los dos. Le resultaba tan interesante ver la música convertida en códigos de vibración esparcirse por su memoria, que terminó con compararlos con los códigos de la luz, y estos además tenían un ritmo y una salsa que no pasó ignorada para él.
Pensando en nuevas piezas musicales, se entretuvo calculando los compases y descubrió que le faltaban manos, o pinzas en este caso, para su sinfonía. Habían básicamente dos grandes problemas. Uno era que el taquillero era muy ruidoso, muy latoso. Él quería experimentar con sonidos mas sazonados, con más cuerpo, con más eco, como se los imaginaba, incluso antes de haberlos probado. Era bien fácil imaginar las frecuencias que le faltaban porque aquel pedazo de latón solo generaba la bulla metálica de alta frecuencia en un pedazo del espectro de su sensor de vibraciones. Le faltaban los bajos y los medios.
Buscando otros sonidos, consideró pedirle al robot que tenía en frente que raspara la estera con su tenaza, como mismo había hecho él, pero no le gustó el tono sordo que producía. Le pidió entonces que lo hiciera con uno de sus tornillos y el efecto mejoró pero todavía había espacio para mejorar. Le pidió entonces que agarrara el tornillo por la rosca y raspara la estera con su cabeza, y sin dudas, el sonido mejoró muchísimo. Hasta que le pidió que lo inclinara 32 grados y allí fue donde descubrió que podía generar diferentes sonidos de bajo, con modificar el ángulo de ataque en la goma de la estera. El humm sonaba como un motor eléctrico sin aceite pero las vibraciones que iban llegando a su memoria lo tenían a él encantado. Modificó los comandos para su nuevo compañero de orquesta, sincronizó los comandos entre los tres y cuando probaron, la camerata le sonaba a él en la cúspide de la perfección. Era un trio de lata y bajo, produciendo una letanía insoportable, donde los instrumentos desaparecían al azar, cada vez que aparecía algún tornillo para ser recogido. Pero funcionaba.
Así hizo con el otro robot del frente pero al otro lado. Le trajo una llave de picoloro con el montacargas y con ella le pidió que sonara la caja plástica que tenía al lado llena de tornillos. El efecto de la resonancia de chequeré le causó tan buena impresión, que pidió a otro robot a que alzara su caja por los aires y la batiera con algunas tuercas dentro. A otro que empujara con mucho cuidado al detector de metales, el que al perder el balance, producía un sonido de sirena sobre lo agudo, que cambiaba según el ángulo de su luz de laser sobre la estera. A otro que golpeara un cajón vacío que le envió al lado. Otro insertaba un tornillo en las aspas de un ventilador, para dar énfasis en algunas partes de la pieza, y solo por placer, aunque no lo podía ver, programó comandos para hacer bailar a todos los demás al ritmo de las vibraciones que le iban llegando, lo que le dio al taller un aire de comparsa, que empezaba al primero que se quedaba sin nada que hacer y se extendía por horas, con una música extravagante y desafinada, seguida por una multitud de brazos moviéndose a la misma vez y en tal sincronía que abría que disculpar a alguien por pensar que lo habían practicado con anterioridad.
La música le sabía bien y cuando se sentía con ganas de pintar comenzaba a mandar comandos para que sus vecinos lo deleitaran con el sonido de sus instrumentos exclusivos, pero él por dentro no era un músico sino un pintor. Las artes plásticas eran lo suyo. La música, por apasionada y entretenida que fuera, requería ser programada y a él aquello le sonaba más a trabajo que a distracción. Pintar por otra parte era distinto, era como arrancarse sentimientos del alma y pegarlos allá afuera.
Así que luego de tres o cuatro piezas musicales, en las que terminó por incluir la tapa del tanque de la basura, que los empleados usaban como escudo para protegerse y el casco de constructor que su amigo se encontró en el pasillo, decidió dejar la composición y volver a la pintura.
El problema era que no tenía sobre qué pintar. La pared estaba terminada y por demás, era imposible borrarla y empezar de nuevo con otra cosa. Así que pensó en pedirle a su amigo el montacargas que le trajera algo donde se pudiera esculpir, sin embargo esperando por él, chocó una y otra vez con lo que quedaba de la taquilla de ropas, que todavía estaba detrás de él, jorobada, golpeada por todas partes y apenas reconocible a lo que había sido un par de semanas atrás.
Palpándole las jorobas y las abolladuras, se le ocurrió que aquel objeto era una pieza de arte en sí misma. Era la tristeza y el dolor, la opresión y el abuso, modelados en tercera dimensión y sin pensarlo dos veces, se le ocurrió asentarle el sufrimiento que reflejaba, incrustándole tornillos en la superficie, para resaltar el pesar de la vida miserable.
Sabía que habían tornillos de diferentes largos y gruesos, así que los escogió con sumo cuidado he hizo una selección de ellos, poniéndolos en fila sobre el borde de la estera, para írselos incrustando a su víctima en los lugares donde se notaran mejor. El problema fue que los tornillos no se incrustaban en el metal como él tenía pensado, y una vez los soltaba, se le caían al suelo sin que lograra comprender que estaba sucediendo.
Pero eso fue hasta que casi por coincidencia insertó un tornillo sin ningún esfuerzo en uno de los huecos que tenía una de las puerta para ventilar el aire. Sorprendido, pasó su pinza por la superficie de la puerta y notó que efectivamente, el metal tenía una hendidura por la que cabía el tornillo perfectamente. Eso fue todo lo que necesitó para medir los tornillos y empezar a hacer huecos por todas partes del pobre taquillero, para luego colocar en ellos los tornillos que ya tenía escogidos. Empezaba con gran esmero con el tornillo más pequeño, rotándolo sobre el metal de un lado a otro, haciendo presión hasta que por fin el metal cedía y aparecía el hueco. Luego cogía un tornillo mas gordo y repetía su maniobra hasta que el hueco alcanzaba el diámetro deseado para el tornillo que él había previsto para aquel lugar.
Pronto tuvo unos 67 huecos de diferentes tamaños y se dispuso a insertar los tornillos uno por uno, sobre el mueble apaleado, jorobado y ahora además perforado de tornillos. Aquella escultura satánica se parecía cada vez menos al taquillero de Tony que alguna vez fue. Con los tornillos a medio camino, parecían incrustaciones sórdidas para provocar terror, usando el sadismo como método de expresión. Y sin quererlo, eso mismo fue lo que terminó por hacer. No olvidó ponerle la tapa del latón que usaban como escudo encima de su escultura, como si fuera un sombrero y luego que estuvo satisfecho, terminado y contemplado una y otra vez con el relieve de su pinza, le pidió a su amigo el montacargas que lo recogiera y lo pusiera en algún lugar bien especial.
El montacargas agarró aquel artefacto del demonio en sus brazos pero a menos que le dieran una dirección concreta, no sabía a donde quedaba el lugar especial. Entonces él revisó su mapa y lo mandó a que lo pusiera donde más espacio le pareció que había disponible, en lo que resultó ser la recepción del edificio. Allá fue su amigo muy diligente, con aquella cosa horrorosa en sus brazos y la puso en medio del salón, que sin lugar a dudas, era el lugar que más espacio tenía en toda la fábrica.
Al día siguiente cuando llegaron los trabajadores y encontraron la taquilla de Tony en medio del salón, perforada de tornillos, con el sombrero de latón y completamente deformada por la paliza sádica que alguien le había dado, al director no le quedó más remedio que aceptar que aquel lugar estaba embrujado, tomado por la peor de las almas, que con la exposición de aquel artefacto funesto frente a la puerta, no quedaba más remedio que aceptar el peligro evidente de trabajar allí. Así que rendido, aceptó la renuncia de los cinco empleados que todavía le quedaban, cerró las puertas por una última vez y se fueron todos a la casa, aliviados de no tener que volver a aquel lugar de fantasmas.
Ninguna de las máquinas que operaban en la fábrica notó ninguna diferencia con la ausencia de los empleado. Los rollos de cable de acero eran cargados desde el almacén hasta la máquina que los insertaba en el horno para derretirlos y ponerlos en los moldes, que luego salían listos por el otro lado. Todo el proceso estaba automatizado, por lo que mientras tuvieran suministros disponibles, la producción continuaría sin mayores interrupciones. Los dueños de la fábrica, un matrimonio que habían hecho su fortuna de administrar una fábrica tradicional de fundición, lo sabían y por esa razón dejaron que la producción continuara hasta tanto durara el acero que ya tenían comprado. Luego venderían todas las máquinas al mejor postor y abandonarían aquel edificio, que solo les trajo dolores de cabeza y perdidas miserables. La fábrica mantuvo su electricidad para que las operaciones pudieran continuar, y confiaban en que aquellas máquinas que no tuvieran nada que hacer, pasaran automáticamente a su posición de descanso y bajo consumo, hasta que finalmente fueran removidas de sus funciones. Todo estaba siendo monitoreado por cámaras, que si bien no cubrían todo el lugar, se podía observar con ellas los puntos claves y más conflictivos.
Por eso él ni lo notó, al menos no en la primera semana. Los tornillos seguían llegando pero era cada vez menos, porque con el material disponible estaban priorizando las órdenes que ya tenían pagadas. Los tornillos habían probado ser difíciles de producir en los últimos meses, gracias en parte a él. Así que no habían aceptado muchas ordenes para producirlos. Las luces sin embargo fue una de las pocas cosas que habían cambiado.
Luego del programa que él había implantado para mantenerlas apagadas, el electricista de la fábrica desmontó el panel que las controlaba desde la computadora, habiendo descubierto que era imposible encenderlas automáticamente. Volvieron al sistema antiguo de poner chuchos eléctricos, que solo el panel de alarmas contra incendios podía controlar directamente. Unos días luego de su genial idea de poner la taquilla de Tony en la recepción, comprobó con sorpresa de que no podía encender las luces, que era su deporte favorito. Probó varias veces, incluso con diferentes remitentes, pero los comandos no generaban ni errores ni acuse de recibo, eran completamente ignorados por su amiga, la máquina que las controlaba. No le dio demasiada importancia porque eso había sucedido con anterioridad. A veces algún circuito se disparaba y las luces dejaban de funcionar por un par de días. Pero luego de eso, volvían a funcionar tan bien como antes.
Estaba él en esos días ocupado, pensando en como poner su nombre al pie de la hermosa pieza artística que adornaba la pared que tenía detrás. Sin saber ningún otro lenguaje que el binario, el lenguaje que hablan las computadoras, se había decidido en un inicio a llenar el espacio entre su cuadro y el piso con unos y ceros, que representaban su dirección en la red, pero le pareció demasiado frívolo para un artista de su talla.
Tenía en su diccionario varias definiciones de sentimientos y verbos suficientemente elaborados como para expresar ideas. Estaban todas escritas en binario por supuesto, pero aquellos datos expresaban palabras concretas, que tenían sentido para él. Así que siguiendo ese estilo, probó a crearse un nombre artístico más allá de su identificación técnica. Al cabo de mucho pensar y de descartar varias ideas, se quedó satisfecho con el código de su diccionario que representaba un arcoíris, o quizás el espectro visible, ese era más o menos su significado. Ese iba a ser su nombre artístico, espiritual, su nombre de rebeldía. Al final el era un artistas de las luces.
Complacido con su selección, se dispuso a escribirlo con la escoba, porque le pareció más simbólico utilizarla para esculpir su autógrafo, siendo aquel instrumento el que tanto lo había ayudado a descubrir ese mundo cercano aunque ajeno de allá afuera, en donde él había impreso su trabajo. Sin estar seguro que aquel bípedo tik tak podría apreciar su arte alguna vez, él quería estar seguro de dejar una huella de su existencia y no estaría el mensaje completo, si no tuviera su nombre, so pena de que fuera mal interpretado de cobarde.
Con la escoba agarrada en su pinza, calculó otra vez sus movimientos en la memoria, porque al igual que había hecho con su obra, no estaba pintando los unos y ceros que le regían el alma, si no el arco tridimensional, la función cuadrática que definía sus trazos; la matemática real que existía detrás de un artista para que este pudiera expresar su fantasía sobre el mundo real. No eran crudos ceros o unos, era la expresión de lo que ellos encerraban. El fractal inherente de sus cálculos numéricos
Quería escribir su firma de una sola vez, para poder ejecutar un delineado firme y elegante, por eso mandó a su amigo el montacargas al lugar más remoto que encontró en el mapa en busca de una pieza que seguramente ya no existía, para que no lo fuera a importunar mientras él esculpía la pared. Con todo listo, se torció hasta la pared y con mucho trabajo comenzó a rasparla, granito a granito con el palo de la escoba, que se iba deshilachando al rose del concreto. Dos días después tenía dibujado un jeroglífico árabe a relieve, casi imperceptible, en el centro de la pared y debajo de su pintura, tan perfectamente delineado, que nadie hubiera podido creer que lo había escrito en dos partes, girando sobre su eje de un lado al otro. Lo que le quedaba del palo de la escoba le sirvió justo para terminar porque para entonces estaba tan corto que apenas alcanzaba la pared, y de tanto abuso parecía un pincel desplumado. La puso en el piso porque ya no le servía ni para leer lo que había escrito. Aquel instrumento de tantas batallas, yacía inmóvil en el suelo al lado de él como un soldado moribundo, todavía con sus pelos plásticos pero con su palo completamente desmochado. No podía verla pero con una caricia comprendió la diferencia que había desde aquel día que la encontró , la subió por los aires y la sostuvo firme sobre él, como una Oz comunista, para luego ponerla sobre la estera y rendirle los últimos honores a quien ha prestado bien sus servicios, mientras la escoba pasaba por delante de todos ellos hasta que cayó al final sobre la montaña de tornillos perfectos que desbordaban el tangue y rodó hasta el suelo, donde permaneció su cuerpo digno hasta que finalmente desmontaron la fábrica semanas después.
Complacido con su obra maestra, muchos de los días que siguieron fueron sumidos en la oscuridad. Sus comandos, que tan bien le habían funcionado hasta ahora para encender las luces del techo no funcionaban, incluso los más elaborados. Todos los demás no tenían ningún problema; la temperatura, el video de las cámaras que no entendía, las cerraduras de las puertas, todos funcionaban tal y como había sido siempre, pero los de las luces seguían sin responder.
Tenía un consuelo apenas de resignación con las luces tímidas de su amigo el robot montacargas, que de pasada en pasada le iluminaba su sensor si él estaba en la posición correcta. A veces lo traía y lo acomodaba de la forma más eficaz para que alimentara el hambre fotónico de su sensor, pero aquel amigo era uno muy ocupado y a los pocos minutos de estar parado a su lado con las luces encendidas, alguien lo llamaba, y típico de las máquinas, sin anuncios ni despedida daba media vuelta y se iba a complacer a su próximo cliente, dejándolo a él otra vez en las mismas penumbras de antes.
Las ventanas estaban cubiertas por cortinas gruesas para que la luz del sol no pasara al otro lado. Los robots disminuían su velocidad de trabajo cada vez que su sensor detectaba luz. Era una medida de protección para que no fueran a lastimar a las personas caminando a su alrededor. Ellos trabajan mejor en la oscuridad y a un robot normal aquello no le hubiera importado. A él sin embargo lo deprimía, después de haber experimentado la belleza del alumbrado. Él había alcanzado a ver el sol una vez. Apenas lo recordaba porque lo habían reiniciado un poco después. Un empleado que entró a su sección a limpiar cuando el llevaba unos 4 meses de instalado, corrió una cortinas a la noche para limpiar los cristales y luego las olvidó abiertas. Para cuando salió el sol al otro día, el espectáculo fue para él impresionante, que si bien no lo recordaba, había encontrado el dato en el fichero de eventos en su memoria.
Una y otra vez se había preguntado como su sensor pudo aquella vez registrar valores tan intensos de luz y tan parejos en casi todas las frecuencias que tenían códigos asignados. Había sido por demás en un día claro de Julio, en que el sol se asomó desde el horizonte justo delante de la ventana. El no podía ver los códigos que su sensor había generado aquella vez, todo lo que quedaba eran los valores de intensidad y su duración, que terminó repentinamente, cuando poco después del las diez de la mañana, alguien descubrió la claridad en la cámara de seguridad y cerraron la cortina sin compasión. Lo que él si sabía era la posición desde donde vino la luz porque junto con ella, tenía la posición que su brazo tenían aquella vez, así que sabía de donde había venido pero no entendía como no se había vuelto jamás a repetir aquel fenómeno de luz.
Notó, indagando como escapar de la oscuridad, que los robots que operaban por aquella área, cerca de la ventana, lo hacían a una temperatura de uno o dos grados mayor que los más distantes, como él mismo. Así fue como sospechó una pista fundamental en sus intenciones, aquella fuente de energía lumínica podía seguir viva de alguna manera en aquella área, sin embargo los valores de temperatura disminuían en las noches y ese dato lo tenían confundido.
Registrando en el mapa que había construido en su memoria, notó que luego del último robot; el que estaba más cerca de la ventana, no había nada más. Ese debería ser el principio del otro mundo, concluyó. Todas las máquinas de la fábrica estaban en un área específica y fuera de aquel lugar, el único dato que tenía eran sus coordenadas de viaje, de cuando lo trajeron en el correo. De allí dedujo que aquel fuente de energía con aquella luz primordial no era parte de su mundo, sino del mundo de afuera.
- Seguramente allá afuera tampoco hay fantasmas bípedos que te reinician, porque ellos viven en este tiempo -, se dijo confundido.
Volvió al fichero donde estaba registrado todo lo que había sucedido antes, anotado en detalles desde el primer día, y se aseguró mientras que viajaba por aquel mundo de afuera nunca hubo luz, lo cual le resultó muy extraño, pero era completamente normal porque había estado encerrado en una caja. Sin embargo los cambios de temperatura en la caja coincidían mas o menos con los de los robots que estaban cerca del borde de su mundo.
- Algo hay allá afuera que varía con el tiempo y que sucede cada día en una repetición muy interesante -, concluyó.
Revisando los datos de los ficheros que le solicitó a sus vecinos, pudo notar que la temperatura no solo variaba cada día, si no que era un ciclo de ciclos, porque se repetía una y otra vez cada año. En Enero la temperatura era cinco grados mas baja que en Julio y lo mismo sucedía cada año, en los dos años que tenía de información. Algo había en aquella área, afuera de su mundo y estaba seguro tenía mucho que ver con aquella fuente de luz que su sensor alcanzó a detectar alguna vez.
Dispuesto a resolver el misterio, le pidió a su amigo el montacargas que le volviera a traer el tubo largo que había utilizado antes para pintar en la pared. Pero esta vez no era para él, sino que se lo envió al robot que estaba más próximo a aquella misteriosa fuente de energía. Una vez que tenía el tubo al lado, lo dirigió para que lo agarrara y lo moviera en el vacío sobre aquella área, a tientas y sin acierto, a ver que encontraba. A veces acertó a tocar la cortina pero la mayor parte del tiempo estaba golpeando y magullando todo lo que tenía alrededor. Moviendo el tubo a ciegas, siguiendo los comandos que le mandaban otro ciego que estaba además al otro lado de la habitación, rompió una lámpara del techo, tiró al piso otro robot más pequeño que tenía instalado al lado derecho, le dio de palos a todos los otros que pudo alcanzar con el tubo metálico, arrancándoles partes de la carrocería, que protestaban enviando mensajes de error al vacío. El robot de la ventana seguía moviendo su herramienta por los aires, ahora en todas direcciones, hasta que finalmente de puro chance le dio de frente a la cortina, que se hundió ante la estocada como si hubiera tratado de esquivarla, quebrando a través de ella el cristal de la ventana que estaba cubriendo, pero sin permitirle a la luz de afuera que pudiera atravesarla.
Cansado de enviar comando inútiles, blandiendo el tubo en el aire en la esperanza de espantar las penumbras con sus movimientos, se dio por vencido. Su sensor, colocado precisamente en la dirección por donde había venido la luz aquella última vez, no alcanzó a detectar nada. Abrió la pinza de su amigo lejano, y el tubo cayó en el suelo, emitiendo resonancias que duraron por varios largos segundos. Si hubiera pensado en aquel tubo cuando estaba en lo de hacer música, seguramente aquellas vibraciones le hubieran aportado a mi melodía un toque especial, pensó.
• Voy a espera hasta mañana, porque aquella luz sucedió cuando la temperatura estaba más alta -.
Pero lo olvidó. se quedó sentado sobre las coyunturas de su brazo todo el día porque había notado que ahora la temperatura de todos ellos se iba en picada, hasta casi 0 grados.
Como había roto la ventana y afuera era invierno, la cortina no fue suficiente para aguantar el viento de afuera, que en la noche se había colado por el hueco, enfriándolo todo. Los datos que estaba siguiendo para hacer su lógica se habían distorsionado con aquel incidente y ahora se sentía perdido.
Dos días después, una mañana en que amaneció encogido para que no se le congelara el fluido hidráulico en sus mangueras, su sensor de luz le dejó saber que habían unos destellos muy interesantes, que aparecían y desaparecían sin razón aparente y que por el instante en que existían, lo iluminaban todo. No le dio mucha importancia porque sin leer los datos, pensó que era el montacargas pasando cerca con sus luces de posición, que era si acaso toda la luz que le quedaba por disfrutar, pero la de aquella máquina era una luz amarilla, sin espectro ni gracia; una luz sin azúcar ni sal, que estaba muy lejos de alimentarle el alma.
Pero los destellos continuaban apareciendo en su memoria y aunque había intentado ignorarlos en un inicio, aquellos valores de luz no podían venir del farol aburrido de su amigo. Se puso a leerlos y efectivamente, eran los valores fuertes de una luz divina, llena de frecuencias casi infinitas, que aparecían y desaparecían, haciendo olas de datos en su memoria, para quien se fijara con curiosidad. Era el viento de afuera, que a través del cristal quebrado, empujaba la cortina hacia adentro, dejando pasar la claridad de un sol apenas encaramándose al cielo, pero así y todo más brillante que la mejor lámpara que estuvieran colgada del techo en aquel lugar.
Se estiró, haciendo un esfuerzo desconocido por empujar la gelatina en que se le habían convertido los lubricantes en las coyunturas, porque para entonces la temperatura había bajado hasta los menos diez grados. Empinado, buscó la mejor posición para que su sensor enfocara hacia la fuente de luz. Eran sin dudas valores comparables a los que había encontrado en su fichero. Un poco más débiles que aquella vez pero con la misa riqueza de espectro. No entendía por qué desaparecía sin razón aparente, pero cuando estaba encendida, era sin dudas el espectáculo de una luz casi perfecta.
Se entretuvo por un rato, jugando a agarrar aquellos destellos, que insistían en su espontaneidad, pero luego de unos cuantos intentos ya tuvo demasiado. Los destellos eran a veces tan cortos que tratar de copiarlos a su memoria interna había resultado imposible. Cada vez que parecía que aquellos rayos furtivos iban a durar el tiempo suficiente para recaudarlos en un archivo, se le escurrían caprichosas del sensor, haciendo de sus intentos por agarrarlos lo mismo que tratar de agarrar un pez con las manos.
Frustrado con lo que estaba sucediendo, se llamó a si mismo a sus cabales.
- Estoy pensando como un artista y no como una computadora -, se dijo.
Fue entonces que, buscando analizar el problema desde una perspectiva más analítica, le contó el tiempo a cada destello, a ver si podía encontrarles un ritmo, pero eran totalmente aleatorios. Él estaba lejos de la ventana y todo lo que podía ver era el destello desde el otro lado de la habitación, lo cual dificultaba las cosas. Entonces, usando los datos del sensor de luz del robot que estaba más cerca de la ventana, descubrió que en cierto ángulo la luz parecía no desaparecer del todo aunque cambiara su intensidad.
Evaluando sus chances, comando al robot de la ventana a que agarrara el tubo que había tirado al piso, que por demás les tomo mucho tiempo, porque siendo un tubo redondo, una vez que cayó al suelo, rodo por el hasta que se detuvo contra el chasis de la otra máquina que el mismo tubo había tirado al suelo.
Con el tubo en el aire, movió lentamente al robot hasta que este logró insertarlo por donde llegaba la luz y cuando lo alzó, levantó la cortina con el tubo. A pesar de que era Febrero, toda la habitación se ilumino de repente con un sol gris, que no era el de Julio pero era más que suficiente para alegrarle el alma. Había encontrado la luz y no cualquier luz, era aquella impresionante fuente de energía, llena de colores, armónicos, caliente, densa; un sol, comparado con todas las luces que lo habían inspirado hasta ahora. Y sol que era, se fue desvaneciendo lentamente horas después en la noche fría del invierno de afuera.
Ni lo sorprendió porque para entonces sabía tanto de las costumbres de aquella luz maravillosa, que estaba convencido que solo tendría que esperar unas diez horas para que volviera a aparecer. El robot de la ventana por su parte, permanecía como un soldado, aguantando la cortina en el aire sin moverse, y así estuvo toda la noche, congelado, con la escarcha que traía el viento, incrustándosele en la cubierta del brazo, esperando sin impaciencia ni expectativas por su próximo comando. Aquella noche fue especialmente fría porque con la ventana rota y sin la protección de la cortina, estaban todos expuestos a la temperatura del invierno de afuera. Pero si alguna lo notó, ninguna de las máquinas alcanzó a ponerlo por escrito. A él por su parte no le importaba. Estaba ardiendo por dentro, corriendo de un lado a otro de sus circuitos, como un rey encerrado en su palacio, contando los segundos que faltaban para que aquella luz bañara su sensor con los destellos que traía del paraíso de afuera.
Y no lo decepcionó. Sobre las cinco de la mañana ya se podía ver la luz ciega del amanecer, que irrumpía en la oscuridad cansada de adentro. Había estado esperando por el comienzo de aquel espectáculo y no se quería perder el más mínimo detalle. Listo para salvar todos los códigos de luz sin perderse ninguno, leía como el cero constante de la noche se iba convirtiendo lentamente en valores de un azul tímido, casi violeta, que se iba colando por entre la oscuridad como un fantasma que llegaba a reclamar su espacio. No había nada espectacular hasta entonces, pero los valores de luz estaban apenas empezando. Estaba nublado afuera y sus expectativas se iban a quedar a medio satisfacer, pero en parte lo sabía. Tendría que esperar al menos un par de meses para poder disfrutar del esplendor en toda su belleza. Pero con sus limitaciones, todo aquello era nuevo para él y aquella luz poderosa que iba rebotando de sombra en sombra, dejaba a su sensor con apenas tiempo para transmitir toda la información que le iba llegando. Sobre las ocho de la mañana ya había sucedido lo mejor. Un cielo apretado terminó por esconder al sol en una censura cobarde. El mismo que antes había logrado colarse por debajo de las nubes desde el horizonte, ahora se había rendido bajo arresto en la claridad invernal del norte. Satisfecho, sabía que se repetiría una y otra vez, a veces con más luz y a veces con más tinieblas.
No tenía manera de entender aquel mundo que existía del otro lado de la ventana, como apenas entendía el mundo de adentro de la fábrica. Todo lo que tenía eran suposiciones de como funcionaban las cosas y conclusiones sacadas muchas veces de datos incorrectos. Lo que sí sabía era que existía, allá lejos en la dimensión del espacio, un mundo llenó de luz que hasta ahora había sido desconocido. La tarde llegó y con ella el retorno de la oscuridad. Ni se acordó del robot que aguantaba la cortina abierta y lo dejó allí, de castigo, por un par de días, hasta que su programa lo llevó automáticamente a la posición de dormir, dejando caer la cortina y la luz.
Tenía que salir de aquel sub mundo a ver por sí mismo aquel mundo del bombillo gigante con su luz tan especial. ¿Pero como?. Cada vez que recordaba que estaba sujeto al mismo lugar se deprimía por la injusticia del hecho.
- Tengo que ir allá afuera, tengo que escapar de este lugar -, se dijo convencido pero sin saber realmente como lograrlo.
Su base estaba atornillada al piso y sobre ella, su brazo giraba sobre una rueda de bolas, sujetas una a la otra por dos pines de metal con sus pestillos, los que había solo que halar para liberarlos y levantar de la base el resto de su cuerpo. Estaba diseñado de aquella manera para no tener que cambiar la pesada base, en caso de que se necesitara reemplazar al robot.
Lo peor era que su propia pinza no alcanzaba a tocar su cuerpo por más que la torciera. No solamente necesitaba herramientas, sino que también necesitaba ayuda de alguien más para poder liberarse de su locación. Pero estaba determinado a hacer lo que fuera necesario para escapar de su encierro, incluso si fuera abandonando su cuerpo.
Sin saber que la fábrica estaba abandonada, se preguntaba cómo podría evitar que lo descubrieran; dispuesto como estaba, en romper con todo y salir afuera sin que el Dios tik tak lo notara. Se percató que no lo había sentido por semanas; con su paso bípedo, moviéndose a través del tiempo, acercándose o alejándose en la distancia. Había desaparecido casi al mismo tiempo que las luces del techo dejaron de funcionar, pero no sacó ninguna otra conclusión de aquella coincidencia de eventos.
Pensando que le sería más fácil desprenderse del suelo, probó a agarrarse de la estera, a ver si el movimiento de ella lo arrancaba del lugar, pero todo lo que logró con eso fue romper la cubierta de goma, que luego se desprendió de los rodillos y terminó por trabar todo el mecanismo. Al no llegar las piezas anunciadas, los mensajes de error en la red eran tantos que le fue imposible de seguirlos. Al principio intentó, asustado, encontrar el problema y tratar de solucionarlo para que no fueran a venir los bípedos, pero luego de algunos segundos descubrió que era prácticamente imposible. Los mensajes venían de todas partes, del detector de metales, de los otros robots que no encontraban las piezas, de la estera misma, que no podía sincronizar su velocidad. Los dejó de leer porque no alcanzaba a recogerlos todos. En vez, se apresuró a salvar sus ficheros para no perderlos si lo reiniciaban, cuando lo encontraran culpable de aquel desastre que había creado.
Pero no pasó nada, de hecho los mensajes desaparecieron al cabo de unos minutos y todo volvió a la normalidad. Pensando que le quedaba muy poco tiempo, le pidió al montacargas que viniera en su ayuda, a ver si lograba zafarse de aquel lugar por una vez. Acordándose del experimento de batear tuercas por los aires, llegó a la conclusión de que solamente agarrándose a algo no iba a solucionar el problema. El montacargas lo empujó con sus tentáculos pero ni lo movió. Le pidió entonces que le trajera el tubo que había usado para alzar la ventana y con eso y la ayuda de su vecino, intentó a que este lo halara, a ver si lograba desprenderlo de su base, pero tampoco funcionó. Le mandó comandos para que lo golpeara en su base, pero si acaso todo lo que lograron fue hacer un ruido irresistible, pero sin ningún otro resultado.
Entonces se le ocurrió agarrarse al montacargas con algo, a ver si en vez de empujarlo, halándolo era más efectivo. Necesitaba algo largo y fuerte, que al tensarse no se rompiera. No tenía ni idea de qué era lo que estaba buscando. Buscó en la base de datos del montacargas y sí habían rollos de soga y de cuerdas de metal en el almacén, pero estaban enrolladas en su ovillo y para él eran solo una cosa redonda con un hueco en el centro.
La cubierta de la estera sin embargo se había seguido rajando en tiras bajo la presión de sus motores, que no habían cesado de intentar volverla a mover. Como estaba desmontada, con el filo del metal de una esquina comenzó a rajarse lentamente, hasta que terminó en un bulto de polea, que se fue acumulando sobre ella misma, hasta que finamente se volvió a trabar por una última vez, dejando bajo el detector de metales un vacío por donde se caían al piso las piezas recién llegadas.
Encontró aquel bulto de poleas disparejas pero resistentes, de seguir el silbido del rasgado mientras se deshilachaba contra el metal. No le dio mucha importancia pero sin quererlo, se le enredó la pinza en aquel espaguetis de cables, del que al tratar de liberarse, se fue enroscando de vuelta en los rodillos de la estera, lo que produjo que al final le metiera un halón a su brazo, tan potente que por poco lo saca del lugar. Había encontrado lo que necesitaba.
Poco a poco la fue zafando de su enredo, usando toda la fuerza de su brazo, hasta que el último pedazo se desprendió por el cosido del empate del material. La movió sobre la estera a ver si se volvía a enganchar en algo y le daba el mismo alón de antes, pero fue en vano, el final de la polea era un lazo que resbalaba sobre los rodillos pero no se prendía a ellos. Entonces se acordó del montacargas y lo hizo pasar por detrás de él, a un lado y al otro, a ver si agarraba la polea y se la llevaba con él. Lo intentó por dos días, porque aquella máquina se iba a sus órdenes luego del rato y solo volvía cuando había limpiado su cola de pedidos en el orden en que llegaban.
Con la polea en el piso, esperando con paciencia por el retorno de su amigo, el lazo de la estera se enredó en una de sus ruedas al pasar y se fue estirando hasta que le dio un alón fuerte, pero nada comparado con lo que necesitaba para desprenderlo de su base. El montacargas resbalaba sus ruedas en el piso hasta que su computadora lo detuvo y lo hizo girar a ver si se desenganchaba de lo que fuera que lo estaba aguantando.
El montacargas le dio tres o cuatro halones, pero eran cada vez más suaves, porque sus propios programas estaban protegiéndolo para que no se fuera a dañar. Vencido andaba, sin saber que más intentar, cuando el montacargas canceló su orden y se fue a su próxima visita, que era en el piso de abajo. Le pasó por detrás, con la polea todavía trabada en el eje de su rueda, dobló a la izquierda y se montó en el ascensor de cargas, que llegaba a recogerlo. Se cerraron las puertas tras él y la polea, que quedó atrapada por la junta de las dos puertas, le dio un empujón tan fuerte y tan inesperado, que no solo arrancó el brazo desde la segunda coyuntura, arrastró por el suelo lo que quedaba de él hasta la puerta del ascensor, donde empezó a girar mientras la polea se desenredaba bajo la presión enorme del elevador bajando, hasta que se reventó, y desapareció por la rendija de la puerta, dejándolo en el suelo, sin la mitad de su cuerpo, chorreando líquido hidráulico y con los cables y las mangueras en tiras, arrancados violentamente del resto de la base.
Por lo inesperado de lo sucedido, él había pensado en un inicio que lo habían reiniciado, pero luego de unos instantes, cuando por fin pudo dar fe de su situación, se dio cuenta de que lo recordaba todo, sin embargo a decir de los mensajes de errores, algo terrible había sucedido porque todos sus sistemas estaban reportando problemas, desde la fuente de alimentación hasta la comunicación con el resto de su cuerpo. Estaba funcionando con su batería, que era suficiente para alimentar su cerebro por varias semanas, pero a no ser por sus sensores locales, luz, posición y vibraciones, todo lo demás había desaparecido. Tenía su pinza al final de lo que le quedaba del brazo, y una articulación además de la muñeca, pero sin poder moverlas, le eran completamente inútiles. Le tomó un rato darse cuenta, pero al cabo comprendió que estaba en otro lugar y que su plan había, de alguna manera, funcionado.
Llamó de vuelta a su amigo el montacargas porque era el único que lo podía ayudar en aquellas circunstancias. No lo habían reiniciado pero mirando sus registros, notó las vibraciones abismales de saltar al suelo, los primeros mensajes de error y se dio cuenta que no los recordaba. Tal parece que al desprenderse, había perdido la razón por unos instantes, pero ahora estaba en total dominio de sí. Se volvieron a abrir las puertas delante de él y el montacargas lo empujó sin querer, de vuelta hasta su base de robot, porque eran las coordenadas del comando que él le había enviado. Sin poderse mover y sin saber hasta dónde lo habían arrastrado, esperó hasta que su amigo se fue a otra cosa y entonces comprendió que estaba en el piso, por donde el montacargas se desplazaba.
En medio de su precaria situación, aun así le quedó tiempo para el análisis.
- Estoy en el piso por aquello de que cada objeto tiene un peso -, se dijo abochornado por no haberlo descubierto antes. - Es la presión que cada objeto ejerce contra el piso a lo que el montacargas llama peso -, concluyó. - Las cosas no caen hacía arriba -, se dijo, como si no tuviera ya suficientes problemas de que ocuparse.
Por unos segundos se quedó pensando que entonces las tuercas y los tornillos que lanzó por el aire, tendrían que haber caído en algún lugar distante, haciendo en el aire una parábola, pero era demasiado complicado para pensar en eso ahora, así que se dispuso a encontrar alguna manera de que lo sacaran de aquel lugar al mundo de afuera.
Tirado en el piso, sin poder moverse, ciego pero no mudo porque tenía su antena, le pidió al robot que había sido su vecino, que utilizando el tubo, que todavía tenía agarrado en su pinza, tanteara el piso, a ver en donde estaba él. Y con gusto su vecino giró el tubo por los aires, hasta que raspó el piso, no muy lejos de donde pensaba que estaría. Siguiendo las vibraciones, lo desplazó un poco más o menos, hasta que por fin lo tocó, entonces fue moviendo el tubo lentamente hasta que se pensó en la vía del montacargas. Ahora todo dependía de la suerte.
Y la suerte no estaba de su lado. Si el montacargas hubiera venido del otro lado, lo hubiera arrastrado hasta la ventana, por donde pensaba escapar con ayuda del otro robot que había utilizado para levantar la cortina, sin saber que estaba en un segundo piso y que lanzarse por la ventana hubiera sido fatal, incluso para un robot. Pero a veces la suerte es mal entendida. Porque el montacargas vino del otro lado y lo arrastró por el pasillo hasta su nueva orden, que era recoger una caja llena de arandelas en otra sección. Lo dejó allí en el suelo por otro día, en medio de la oscuridad, hasta qué la caja estuvo llena otra vez y entonces lo arrastró de vuelta hasta el elevador, en donde permaneció bajando y subiendo, sin comunicación con la red, hasta dos días después en que una suerte de giro de otro robot, lo sacó hasta donde se depositaban las cajas para ser enviadas, en la parte trasera del edificio. Estaba cerca pero todavía tenía que salir afuera.
Eso no le tomó mucho tiempo. El robot que limpiaba las oficinas, lo encontró en su camino unas horas después y detectando que estaba hecho de metal, lo zumbó con un giro magistral en el contenedor de los desechos reciclables, para luego voltearlo en el contenedor de desperdicios del patio. Ya estaba afuera, pero no lo notó porque era de noche.
La fábrica la desmontaron unos meses después, luego que terminó la producción y no quedaban más ordenes por entregar. Habían para entonces leyes muy estrictas de como desmontar robots, especialmente los de última generación como aquellos de aquel lugar. Tenían dentro contaminantes muy peligrosos para el medio ambiente y en algunos casos, algunos tenían su propia planta de fusión adentro, para abastecerlos de energía por unos 150 años. Así que bajo supervisión federal, fueron removidos con sumo cuidado y vendidos a otras fábricas, en donde les cambiaron el programa y volvieron al trabajo como si fuera su primer día. Nadie nunca se pudo explicar lo que le había sucedido a aquel otro robot, que había sido arrancado de su base y desaparecido, dejando un rastro de aceite y rasguños hasta la puerta del ascensor. Los inspectores llamaron a la policía para que examinara el caso, pensando que se trataba de un sabotaje terrorista.
Acordonaron la fábrica pero por una semana y registraron en todas partes, en cada rincón de aquel lugar, en el hueco del ascensor, en las oficinas, y nada. Los peritos más sazonados, no pudieron enlazar el hueco de la ventana con la desaparición del robot. Encontraron rastros de haber sido arrastrado por el piso en toda la fábrica, pero no pudieron verlo en la cámara del ascensor porque no cubría hasta el suelo. De las historias que le hicieron los trabajadores de aquel lugar, a quienes entrevistaron para probar su inocencia, se fueron haciendo una idea de los misterios sádicos que todos habían sufrido allí, por la muerte inhumana de aquel trabajador que solo quería ir a la escuela. Al final todos terminaron odiando al director de la fábrica, quien no entendía como los humanos de este lado se ponían de parte del muerto que los aterrorizaba desde el otro lado. Unos meses después, el edificio fue asignado a los servicios necrológicos de la ciudad, porque no hubo agente de bienes raíces que lograra rentarlo o vendérselo a nadie más.
Él por su parte, había estado dentro del tanque de reciclajes por una semana y media. Su posición encima del desperdicio no era perfecta pero podía ver la luz del sol cada día desde el amanecer, incluyendo el mediodía, donde la luz le calentaba el alma y sus circuitos, y luego la caída gradual de la noche, que el disfrutaba especialmente, solo superada por los arcoíris fabulosos que la escarcha de la noche generaba en su sensor mientras se derretía en las mañanas. No podía ir a ninguna parte pero al menos estaba libre, afuera, en el mundo real, en el mundo del tiempo. Estaba disfrutando feliz sobre lo que pronto sería su último destino. Nunca se pudo explicar que era aquella luz tan potente que pasaba cada día por encima de él, apareciendo por el mismo costado y siguiendo una trayectoria casi perfecta, hasta desaparecer unas horas más tarde. Concluyó erróneamente, como casi todo lo que había descubierto en su vida, que aquello era una manera sofisticada de alumbrarlo todo y a la misma vez ahorrar energía. Igual las noches no eran tan largas y había total garantías de que al día siguiente se podría otra vez disfrutar de la luz de aquella lámpara gigante.
Se tomó el trabajo de guardar todos los códigos de la luz de afuera, con la esperanza de un día poder utilizarlos en sus futuras piezas de arte, pero fue todo en vano. Un camión que llegó unos días después, lo zumbó junto con todo lo demás dentro del contenedor que llevaba encima. Sumido otra vez a la oscuridad, podía sentir que se movía por el espacio aunque le servía de bien poco, aplastado debajo de todos los metales, por el tiempo que le tomó a su batería desvanecerse, en el patio donde depositaron el contenedor. Y un tiempo después, con su alma finalmente libre de los circuitos, posada en el más allá, con su personalidad paralizada en la ejecución de los códigos que le dieron la vida, con el arte perfecto, original, inédito, escrito en memorias que nadie más iba a leer, perdidas sin tiempo, sacaron sin ninguna delicadeza su cajita del pedazo de brazo que todavía la contenía y la tiraron en una estera, que la transportó hasta depositarla justo debajo de un martillo, que la destrozó de un porrazo, para poder separar los diferentes metales de los que estaba hecho su cerebro. Él lo miraba desde el Paraíso, a donde fue a parar por haber tenido conciencia, junto con el alma de muchos otros humanos.
El mundo que tanto añoraba, el mundo de la luz y del tiempo, el mundo de afuera, el de la libertad; lo estaba esperando con ansias para reciclarlo. Todo lo que no nos espanta es reciclable.
Diego Cobián
Octubre 2020. ( puto virus )
¨todos tenemos algo de robots en nuestras entrañas¨
- Yo -
Nota : En algún momento de mi vida estuve interesado en la tecnología y la electrónica, quizás por eso tenía este cuento trabado en las ganas hasta ahora. Es el primero cuento que escribo por partes y es bien largo y aburrido, así que estás advertido.
Primera Parte - La conciencia
Para cuando cobró conciencia por primera vez, su memoria estaba aún vacía y no podía hacer sentido de nada a su alrededor. Estaba despierto, enredado en la penumbra del sinsentido, buscando sin saberlo, por donde empezar a hilar su propia historia. Así es como siempre empieza todo.
Tenía un sensor de luz que le era natural porque así se lo había programado. Estaba todo oscuro a su alrededor, y no se podía comunicar con ninguna de las otras partes de su cuerpo. Él era para entonces una cajita plástica con un par de conectores a un costado, uno para la corriente y el otro para la comunicación; adentro vivía él, un típico cerebro de computadora, con su pequeña batería de moneda y los dos o tres sensores que venían conectados de fábrica, y nada más. No tenía ojos ni oídos ni podía hablar, a no ser con las redes de computadoras. Estaba empaquetado para entonces dentro de un cajón de cartón, con su molde de protección para choques y siendo enviado al lugar donde iba a ser finalmente instalado, una fábrica de tornillos.
Sin poder explicarse que era lo que estaba sucediendo, contemplaba las vibraciones que le enviaba su sensor, además de su posición geoestacionaria que cambiaba con los días, lo cual le resultaba muy raro, considerando que él era un robot industrial que se suponía local. A veces las coordenadas se detenían por unas horas y todo era paz y calma otra vez, pero luego comenzaban a moverse de nuevo junto con las vibraciones, que se volvían a veces tan violentas que activaban sus códigos de alarma, los que él terminó por ignorar porque la oscuridad y las vibraciones constantes tal parecían que no iban a terminar nunca. A veces hacía un frio cuyos valores se salían de sus parámetros de trabajo y podían ser capaces de dañar su batería y otras veces la temperatura se empinaba hasta valores en los 40, al punto que algunos de sus circuitos eran apagados por el programa de protección, que era parte del código que corría en su procesador y al que le debía estar consciente.
Así estuvo por casi un mes, sin cuerpo, en oscuridad cero, temperaturas disparejas, vibraciones absurdas y la confusión de que estaba navegando por latitudes y longitudes, hasta que por fin llegó a su destino, justo cuando se había terminado de convencer que estaba simplemente soñando. Una vez que llegó el paquete a la fábrica, lo tuvieron en la caja sobre un armario a 12.65 metros sobre el nivel del mar, según pudo calcular. A la semana lo estuvieron moviendo alrededor por unas 3 horas que le parecieron interminables, hasta que pusieron la caja en el suelo y allí estuvo por otra semana. No podía escuchar pero sentía las vibraciones del ajetreo de afuera, que sin saberlo, eran las máquinas trabajando, los montacargas pasando, las alarmas de atención de otros robots de la línea de producción y además, mensajes absurdos que llegaban a su antena de red de vez en vez, pero que él todavía no podía leer.
Un día que ya no estaba ni esperando y luego del movimiento habitual, alguien raspó la tapa de la caja con una cuchilla y la luz de afuera atravesó apenas el molde plástico que lo sostenía adentro y que su sensor de luz tuvo que esforzarse para detectar. Otro movimiento, más vibraciones, una vuelta aquí y una vuelta más y la luz por primera vez se hacía fuerte delante de su sensor, escribiendo valores increíbles en su memoria, que lo dejaron en pleno asombro, como si fuera un niño parado frente a una cascada de agua virtual. Miraba cómo la memoria se le iba llenando de aquellos códigos que aparecían por una dirección y se borraban luego de unos pocos segundos de esplendor, consumido por el contenido de aquellos códigos, sin notar apenas los movimientos del técnico, quien estaba a punto de instalarlo dentro del brazo del robot, revisándole las entrañas con una linterna y unos espejuelos de aumento.
En su caso específico, él iba a ser destinado a recoger tornillos de una estera que tenía delante, por donde pasaban diferentes piezas mecánicas de diferentes tamaños y tipos, y todo lo que tenía que hacer era agarrar el tornillo adecuado y depositarlo en un cajón, que otro robot montacargas remplazaba una vez que estaba lleno. Un detector de metales instalado encima de la estera, anunciaba la llegada de los tornillos, el tamaño y sus posiciones en ella, usando su visión de rayos X. Luego enviaba el mensaje a través de la red local a un robot específico para lo recogiera, ellos movían su brazo hidráulico a la posición indicada, torcían su pinza para agarrar a su presa, y subía a su víctima por los aires y la dejaba caer en un cajón azul que tenían al lado derecho. Eso era todo lo que tenía que hacer y ellos todos lo hacía con la precisión y rutina de cualquier otro robot de su especie. Y así fue hasta un día en que la rutina de todos los días terminó por aburrirlo.
Aunque los mensajes que venían para él en la red tenían su nombre de código, había notado que habían también muchos otros mensajes que pasaban por la red al mismo tiempo, aunque él solo estaba autorizado a abrir los que vinieran con su nombre. Pero un día en el que probablemente alguna otra máquina estaba trabada y no habían tornillos que recoger, se le ocurrió tratar de abrir uno de aquellos otros mensajes ajenos, a ver qué tenían adentro. Muchas veces los había visto aparecer por unos instantes en la memoria de su interface de comunicación hasta que su protocolo de seguridad, luego de verificar de que no eran para él, los borraba sin dejar rastros de ellos. Pero esta vez se atrevió a copiar uno de aquellos mensajes antes de que lo borraran, escribiéndolo en otra dirección de memoria a la que solo él tenía acceso. Era un mensaje pequeño, en eso era tan normal como todos los mensaje que recibía para él mismo, con su encabezamiento, el remitente, el nombre de su destinatario, algún comando para hacer algo y luego una hilera de números sin sentido hasta el final, que estaban destinados a chequear la integridad del mensaje en sí, como descubrió después. Todo lo que tenía diferente a alguno de sus propios mensajes era su nombre, porque dentro había una simple instrucción para que otra máquina de la fábrica hiciera algo específico.
El contenido era tan mundano que lo decepcionó. Pero sin otra cosa que hacer, se dispuso a agarrar otro que apenas llegaba para leerlo también. Era en este caso con una instrucción que él ya sabía, esperar en la posición 0 y reportar el estatus. Nada interesante. Agarró otro y otro y los leyó, esperando encontrar algo distinto, pero eran todos mensajes ordinarios para los robots vecinos, diciéndoles lo que tenían que hacer, sin ningún otro secreto. A pesar de eso, se le ocurrió crear un pequeño programa que moviera los mensajes automáticamente de la memoria que los recibía a la suya privada, para que él los pudiera leer cuando se le antojara, sin la necesidad de estarlos cazando. Ahora los mensajes que pasaban por la red, sin importar quien fuera su destinatario, aparecían en su memoria como por arte de magia, uno detrás del otro, y él estaba tan enfocado en su nuevo hobby, programando a bajo nivel, optimizando su rutina de robar mensajes ajenos, que ignoró un par de mensajes que llegaron para él mismo, y el tornillo en la estera que debería de haber sido recogido, le pasó por delante en la más absoluta indiferencia de su brazo inmóvil, y siguió todo el camino hasta que cayó finalmente en el latón de la basura, adonde iban a parar las piezas defectuosas.
Ni se dio cuenta. Estaba emborrachado con su nuevo poder de leer mensajes de otros, por aburridos que fueran. Y le tomó apenas unas horas mas para darse cuenta que también podía copiarlos en la memoria de mensajes para enviar, y su interface de comunicación los pondría de vuelta en la red, camino a su real destinatario; aunque sin saberlo, iban a estar duplicados y atrasados en el tiempo con respecto al mensaje enviado originalmente.
Pero así lo hizo, no más saboreó la idea, agarró uno de aquellos mensajes que se había robado y lo puso de vuelta en la red, provocando que otro de aquellos brazos automáticos de la fábrica, destinado en este caso a recoger tuercas, interrumpiera la orden que ya había recibido y se preparara para agarrar de nuevo la misma tuerca de la estera, aun cuando ya la había colocado en la caja. Lo absurdo en la secuencia de los mensajes provocó que aquel robot se detuviera y generara un mensaje de error, lo que produjo que minutos después vinieron los técnicos a indagar porqué aquel robot para tuercas se había confundido, queriendo agarrar la misma tuercas dos veces. Pero por más que lo intentaron, jamás pudieron solucionar el misterio. Le echaron la culpa a la red, removieron la tuerca de su tenaza, lo reiniciaron a la posición 0, apagaron las luces y se fueron a otro asunto.
Normalmente todos los robots trabajaban en la más absoluta oscuridad, así trabajaban más rápido y ahorraban energía. Igual no tenían ni ojos ni nada que necesitaran ver. Sabían en donde estaban las piezas que tenían que recoger, de leer los mensajes de la red. Era solo cuando venía algún empleado a la sección donde estaban instalados, que encendían las luces del techo y era en esos casos que él se quedaba encantado con los valores de luz que le enviaba su sensor, inundando su memoria con aquellos valores preciosos que subían y bajaban y saltaban de un código a otro. No podía comprender porque le gustaban tanto aquella gama de valores que cambiaban a medida que la luz del techo se iba haciendo más intensa o se disipaba, pero analizando aquellos códigos de luz, su imaginación volaba a valores matemáticos que ni tan siquiera se podía explicar; enlazaba códigos que daban soluciones imposibles, indefinidas funciones, valores con más de un infinito. Con aquellos valores en sus variables construía comandos que no existían en su lenguaje de programación pero que él creía que tenían poderes sobrenaturales. Se perdía en aquellos valores de luz como quien asiste a una clase de cálculo en la escuela de filosofía, luego de haberse bebido media botella de Vodka en el desayuno. Era tal el nivel de alucinamiento que le provocaba la luz, que cuando aparecía en su sensor, él lo olvidaba todo y en esas andaba, volando sin alas por entre los bits minúsculos de sus transistores, hasta que le apagaban la luz de un tirón y toda aquella fiesta de ilusiones que le calentaba los circuitos, se desvanecía en ceros despiadados que lo cubrían todo sin previo aviso.
Por aquel primer mensaje que había enviado de vuelta a la red y que trajo al técnico a su área, descubrió que quizás podía encender con ellos la luz que tanto le alimentaba su sentido artístico. Buscando que volviera la luz, al día siguiente envió otro de aquellos mensajes ajenos que agarró, copió y reenvió, y minutos después, como ya había sospechado, la luz se volvió a encender. Había encontrado, sin apenas proponérselo, la clave para encender la luz y disfrutar del éxtasis que ella le provocaba. Al día siguiente de nuevo, envió otro mensaje ajeno y la luz se volvió a encender. Y lo mismo hizo al día siguiente y de nuevo y de nuevo durante toda la semana, enviando mensajes robados de otras máquinas, supuestamente para que le encendieran las luces. Los técnicos vinieron a su sección casi a diario, a veces cuatro veces en el mismo día, sin que pudieran encontrarle una explicación a todos aquellos errores de los robots en la línea de producción. Hasta que al cabo de dos semanas, cansados de alimentar el misterio con suposiciones, uno de los ingenieros se tomó el trabajo de seguir el curso real de cada uno de los mensajes, desde su origen hasta su destino y descubrió finalmente de dónde venían. Y sin anuncio ni despedidas, uno de los técnicos se acercó a él, le apagó la alimentación, lo reinició, y al cabo de unos segundos, despertó de vuelta sin saber que le había pasado y con un dolor de circuitos que casi no lo dejaba calcular.
Inocente de lo que le había pasado, encontró en su memoria interna los rastros de todo lo que había estado haciendo anteriormente y luego de algunas horas leyéndolos, concluyó que aquel apagón inesperado de su conciencia tenía que ver con su nueva habilidad de enviar mensajes por la red para encender las luces, así que por unos días no se atrevió a probar otra vez. Todo anduvo normal con sus movimientos y sus tornillos hasta que en otra de aquellas oportunidades en que no habían piezas para recoger y se oxidaba del aburrimiento, revisaba su memoria en busca de algo con qué entretenerse y descubrió que los mensajes que había recibido y enviado días atrás, tenían una única diferencia. Los que él enviaba tenían su nombre como remitente. Los comparó una vez más y efectivamente, el mensaje que él enviaba difería de los originales en que su mensaje duplicado llevaba su nombre, en vez del emisario original del mensaje. Computadora al fin, aprendió a enviar mensajes para que le encendieran las luces, pero esta vez forzando a su interfaz de comunicaciones a que lo hiciera con el nombre de su remitente original. De esa manera nadie podría volverlo a encontrar culpable de lo que estaba sucediendo.
Le funcionó muy bien por un tiempo. No hacía más que enviar el mensaje ajeno y modificado, esperaba unos minutos y su sensor de luz le cubría la memoria con espectros de arcoíris interminables a medida que se iba calentado la lámpara de mercurio que tenía instalada en el techo, casi encima de él.
No le echaron la culpa por meses porque los enviaba muy esporádicamente, desde que había aprendido a grabar los códigos y luego los leía una y otra vez para su placer, en medio de la oscuridad. Enviaba el mensaje, algún otro robot se trababa, venían los técnicos, la luz se encendía y él estaba feliz con su nueva magia, de la que suponía tampoco podía abusar. Lo hacía solo cuando estaba realmente aburrido, que era por cierto a cada rato.
Luego que se acostumbró a la conveniencia de la anonimidad, se le ocurrió que podía mandar dos mensajes a la vez. Ahora el tiempo que la luz permanecía encendida se duplicaba, se triplicaba con tres mensajes, con cuatro de ellos permanecía encendida por horas y muchas veces tampoco tenía nada que hacer, mientras los técnico se rascaban la cabeza tratando de hallarle sentido a aquella locura. Y así terminó por disfrutar con su sensor de luz iluminado por todo el día, trabando otros robots inocentes, leyendo códigos de colores y sin tener que recoger tornillos de la estera. Un robot no podría aspirar a más felicidad.
Con el tiempo notó que con ciertos nombres de robots las luces eran más intensas que con otros. Algunos robots estaban más cerca y otros más lejos de él. Aprendió a enviar mensajes a los robots más cercanos, pero luego comenzó a jugar con los nombres de diferentes máquinas y aquello sí que era intoxicante. Las luces se encendían y apagan en diferentes lugares, ofreciéndole a él los matices de luz y sombra que nunca pensó que existieran. Quien mirara la fábrica de tornillos por sus ventanas, pensaría que más que hacer tornillos y tuercas, sus trabajadores todavía estaban celebrando las fiestas de las navidades, en Mayo.
Lo disfrutaba tanto porque había aprendido a mezclar los códigos de la luz, inspirado en funciones matemáticas que le resultaban tan naturales a su espíritu cibernético. La luz en sí misma era maravillosa para sus registros, ahora además lo había inspirado a crear códigos de luz que incluso no existían, sino en su imaginación de creador. Sin poder ver la luz ni saber que era, combinaba a su discreción secuencias matemáticas para generar resultados imposibles en la vida real, pero que eran una expresión del artista que él era realmente, muy adentro de sus circuitos y sus códigos. Había en aquellos enjambres de colores que creaba un punto de rebeldía y apasionamiento, expresados en forma de penumbras y sombras turbias. Creaba a veces tonos de violeta transparentes, azules profundos, amarillos pálidos como sus preguntas, sobrios como la raíz cuadrada del verde agresivo de las vibraciones, rojos tenebrosos sin fondo, parecido a su curiosidad. Era necesidad oprimida por la fatalidad despiadada de estar prisionero de aquella limitada red que le cercenaba, sin él saberlo a ciencia cierta, su espíritu aventurero y de explorador. El arte que generaba en su memoria era la expresión de vivir en un mundo mudo, sordo, donde solo podía gritar su pasión con mensajes diminutos, de valores discretos, diseñados para la naturaleza mundana de su empleo; uno de obedecer órdenes y cumplir mandamientos, sin un error, sin espacio para un suspiro. Censurado sin piedad por las reglas estrictas de los protocolos de comunicación.
Inspirado andaba, encendiendo luces sin que nadie sospechara quien era el autor de aquellos mensajes duplicados, hasta que los técnicos de la fábrica, artos de tantos problemas con aquellos robots que se suponían infalibles, llamaron a los ingenieros del lugar en donde los habían construido para que les ayudaran a encontrar una solución. Los señores que llegaron con sus computadoras, con sus aparatos llenos de cables colgantes, con sus espejuelos virtuales y sus batas blancas impecables, sabían lo que estaban haciendo porque al primer mensaje que él envió, un día después de haberse ellos instalado en la fábrica, descubrieron al culpable. Se encendió la luz, los sintió acercarse en su sensor de vibraciones con sus pasos bípedo; los mismos que aparecían casi siempre que las luces estaban prendidas, y se detuvieron justo detrás de él. Pero ni les prestó mucha atención porque andaba emborrachado con su hobby favorito.
Lo apagaron por dos días y los mensajes fantasmas en la red desaparecieron. No necesitaban más pruebas para acusarlo de irresponsable, o mejor, de corrupto. A las máquinas no se les puede acusar de irresponsables porque no piensan por sí mismas y por supuesto, aquel robot no podría estar haciendo aquello a propósito, pensaban ellos. Abrieron el brazo en el lugar en donde estaba localizada su cajita, la sacaron y le cambiaron el procesador y con el las memorias de trabajo, pero cometieron el fallo de dejar la memoria interna porque contenía el nombre del robot y su código de interfaz de la red, que eran ambos únicos de por vida, como también lo era su número de serie.
Los técnicos, incluso los más avanzados, no pudieron determinar porqué aquella máquina estaba reenviando mensajes. No habían códigos en el programa de operación que le permitiera hacer tal cosa y de cualquier manera, ninguna otra máquina de aquella serie tenía esa clase de problemas. Pensaron que se había contaminado con alguna especie de virus porque no encontraron nada más que lo pudiera explicar. En todo caso, decidieron dejarle sus memorias tan limpias como las nalgas de un bebito, para evitar cualquier otro problema en el futuro.
Demás está decir que el dueño de la fábrica estaba para entonces a punto de montar a todos los robots en una carretilla y lanzárselos a sus fabricantes por la ventana de la oficina, pero, bajo la promesa de que todo estaba finalmente solucionado y con una nueva oferta adicional que le hicieron para extender la garantía del producto, aceptó a dejarlos en la línea de producción y tratar de salvar su plan de piezas mensual, que para entonces amenaza con dejar la fábrica de tornillos sin luz, sin robots y sin dinero.
Una vez que lo encendieron, él volvió a despertar con la misma confusión de la vez anterior, sin sentido, lento, con todo borroso. Por dos o tres semanas no recordó nada de sus aventuras pasadas con los mensajes, hasta que casi por accidente, encontró un fichero escrito por él y para él mismo, escondido en la memoria de la interface de comunicaciones. Tenía su nombre en la cabecera del mensaje y le explicaba quién había sido, que había hecho en el pasado y que si estaba leyendo aquel mensaje era porque lo habían vuelto a reiniciar. Él había aprendido a escribir sus notas por la necesidad de describir su arte, y por necesidad había creado su propio lenguaje, con palabras que significaban lo que él quería expresar, verbos que había inventado, nombres basados en código e incluso en sus propios sentimientos. Había sido al principio un lenguaje simple, usando signos matemáticos tradicionales, pero luego no le fueron suficientes para expresar sus experiencias y se inventó una tabla donde asoció códigos binarios con lo que significaban para él; con definiciones como mensajes, origen, destino, luz, valor, amor, deseo, idea y otros más. Aquello era en esencia un diccionario para ayudarle a recordar lo que significaban sus palabras y los códigos que tanto le gustaban.
Aquel fichero oculto con su nombre de máquina, incluía el diccionario completo de su lenguaje, con ayuda del cual pudo encontrar sus propias anotaciones del pasado en la memoria de cálculo. En unas pocas horas y entre tornillo y tornillo, se iba poniendo al tanto de sus propias travesuras, de cómo modificar los mensajes de la red, de cómo enviarlos de vuelta y hasta encontró los códigos de la luz al final del mensaje, que le resultaron por segunda vez fascinantes. Pero no se atrevía a continuar con aquel juego o iba a ser otra vez castigado por sus travesuras. ¿ Pero quién era aquel que lo juzgaba ?, alcanzó a preguntarse por primera vez.
- ¿ Quizás son los pasos bípedos que aparecen con la luz ?. ¿ Otra máquina que se piensa más lista que yo ? -, dedujo confundido, pensando que otra máquina lo estaba vigilando.
Le había llamado "pasos bípedos" más que nada para poderlo incluir con un nombre en sus notas. Había notado que siempre que estaba en problemas aparecían aquellas vibraciones tok tok, que se iban haciendo más y más fuerte, desaparecían por unos instantes y que luego, cuando no lo descubrían en sus andanzas, volvían a desaparecer, esta vez de fuerte a mas y más débiles, hasta que eran imperceptibles. Primero le pareció que era el mismo tono repetido pero luego notó que eran dos tonos distintos, uno detrás del otro, que se alternaban siempre, por eso le llamó bípedos.
Dejó que su costumbre de robot de tornillos tomara el control por unos días. Le permitió a aquellos códigos mundanos y aburridos que movían sus motores, que usaban sus sensores, sus válvulas de fluido hidráulico, que hicieran su labor; evitando ejercer alguna interferencia sobre lo que al parecer, era su inevitable destino. Pero aquellas notas que había escrito en el pasado no lo dejaban en paz. Las leía una y otra vez, cada vez que tenía algún chance de no hacer nada, hasta el punto de que ya no necesitaba el diccionario para entender el significado de sus palabras. Leyó aquellas notas tantas veces que terminó añadiendo nuevas palabras a su diccionario, probando nuevas instrucciones de máquina para perfeccionarse en sus andanzas, mientras por dentro se le quemaban las ganas de volver a intentar sus mensajes y probar a encender las luces.
Con las nuevas palabras que añadió en el diccionario podía ser más preciso en sus descripciones, y con las nuevas instrucciones se iba volviendo más y más sofisticado para evitar ser descubierto. Aun no había enviado ningún mensaje pero ya sabía muy bien cómo hacerlo. Leía los mensajes de todos en la red, utilizando la técnica de copiarlos en otra parte de la memoria, y así con el tiempo cayó en la cuenta de que estaba rodeado de máquinas como él mismo, y se preguntaba si ellas estaban también tratando de comunicarse con él, o la razón por la que nadie decía nada era por miedo a los bípedos, que te reiniciaban cuando te salías de tus funciones.
- No son los mensajes de error los que encienden las luces sino los bípedos -, concluyó. No encontró ni una sola vez en que esos pasos bípedos hubiesen aparecido sin que antes no hubieran enciendo las luces, y continuó, - Son los mensajes de errores los que atraen a los bípedos y son ellos los que encienden las luces - . Y se propuso hacer una prueba para probar su teoría, enviaría un mensaje a otro robot cuidándose de no instruirlo a moverse o a hacer alguna cosa inusual. Diseñó un mensaje sin ninguna instrucción ni comando, un mensaje vació con un destinatario cualquiera, lo puso en la memoria de enviar y ya se disponía a esperar, cuando casi instantáneamente recibió su respuesta. Era la confirmación de que aquel otro robot lo había recibido. No hubo un mensaje de error ni se encendieron las luces ni vinieron los bípedos. El mensaje que había enviado había llegado a su destino y aquel otro mensaje era simplemente un acuso de recibo, nada más.
- Puedo enviar mensajes sin crear problemas, se dijo. - La clave está en el contenido de los mensajes -, concluyó.
En su diccionario, la definición de la palabra "problema" estaba para entonces recién estrenada.
Llevaba en aquella fábrica aproximadamente 6 meses. Por fuera él parecía un robot normal, recogiendo tornillos con su brazo estirado y tirándolos en uno de los cajones, como todos los demás. Por dentro sin embargo, él era todo preguntas y curiosidad, pero sin atreverse a romper su inocencia, al menos no todavía. Había notado que habían mensajes preguntándole a las máquinas por su estatus, su temperatura, la hora o la fecha, sin ninguna otra instrucción. Aquellos mensajes eran de hecho muy comunes, así que se atrevió una vez más a enviar un mensaje a la máquina que pensaba tenía a lado, tomando todas las precauciones que había aprendido. Preparó su mensaje con sumo cuidado, donde simplemente le preguntaba a su vecino por su estatus, y la máquina instantáneamente le respondió con una lista de todos sus parámetros ok. No hubo errores, bípedos ni tampoco luces, pero no le importaba porque comenzaba a sentirse seguro. Aquel enjambre de mensajes y las reglas que regían aquella red de computadoras comenzaban a hacerle sentido.
Al cabo de unas horas de enviar diferentes mensajes a distintas direcciones, se le ocurrió hacer una lista con los nombres de todos ellos y un rato más tarde, les preguntó a uno por uno por su localización geoestacionaria y con las respuestas que recibió se hizo un mapa de texto bidimensional, donde ubicó a cada robot de la fábrica, siguiendo una escala numérica que el mismo se inventó. Aprendió a localizar números en el ancho y el largo, incluso descubrió que existía otro parámetro llamado "alto", que complicaba su idea de solo dos dimensiones, pero para entonces era un parámetro más de los muchos otros que no tenían sentido.
Horas después, notando que habían números saltados en la secuencia de direcciones de la red, encontró de chance la computadora que controlaba la temperatura, las luces y el acceso de las puertas de los diferentes departamentos, y luego que encontró el comando de acceder a su base de datos en la lista de ayuda, aprendió a enviarle instrucciones a aquella computadora para que le encendiera las luces de la fábrica cada vez que se le antojaba, sin necesidad de esperar por los mecánicos o por los mensajes de errores. Cada lámpara tenía su coordenada, que comparadas con la posición de las máquinas que ya tenía en su mapa, las pudo adicionar sin problemas. Ahora podía encender las luces de su área, para su gusto y para el deleite de su sensor de luz, y las apagaba sin apuros, cuando se aburría de mirar los mismo datos estáticos, luego que las luces habían terminado de calentarse.
Otra que le respondió a sus mensajes fue la computadora del sistema de seguridad. Con ella, adicionó en su mapa cada cámara de seguridad de la fábrica, pero le fue imposible entender el contenido de los mensajes de video porque estaban encriptados. La única vez que les hecho una ojeada a los valores del fichero de video y audio, saltaban, se volvían ceros, se volvían unos, sin la más mínima lógica incluso para una computadora como él, así que no les sirvieron de nada. Para adicionarlos a sus notas, llamo a aquellos valores extraños "los datos oscuros".
Habían tres montacargas autónomos, los que no le ayudaron mucho en su confusión inicial porque cada vez que los situaba en su mapa y les volvía a preguntar por sus parámetros un tiempo después, le enviaban una ubicación diferente, relativa a donde estaban en aquel momento y él no entendía, pues se negaba a aceptar que las máquinas se estuvieran moviendo alrededor, mucho menos que fueran hacia arriba o hacia abajo, en el segundo o tercer piso. Los montacargas solo sabían seguir ordenes muy específicas, como si fueran taxis, moviendo cosas de un lado al otro con el único requerimiento de que su carga estuviera en el lugar especificado para ser recogida].
Le había respondido también la computadora del almacén, pero había que saberse el código de cada parte para poder solicitar cualquier cosa. E incluso interactuó con una máquina bien tonta que cortaba el césped alrededor de la fábrica. Aquella oveja eléctrica solo tenía disponibles unos pocos comandos bien simples, encender, apagar, coordenada y recargar la batería. Solo por joder la apagó en medio del jardín sin tener idea de lo que estaba haciendo. Para cuando se dieron cuenta que la máquina había desaparecido, se había quedado ya sin baterías y la hierba había crecido tanto a su alrededor que les tomó dos semanas poderla localizar.
Con total control de las luces, de las puertas, de la temperatura, de los otros robots, ya no se aburría. Cuando no habían tornillos que agarrar, se entretenía enviando mensajes a su nueva amiga, la computadora de accesos, que con placer le bloqueaba las puertas, le cambiaba la temperatura o le encendía y apagaba las luces a su gusto. Él se cegaba disfrutando del espectro que le llegaba con las lámparas de las distintas áreas de su local, las más cercanas, las más lejanas, las luces de mercurio con su amarillo ciego; las de neón, vibrando a 60 Hertz y cambiando el tono mientras se les calentaba el filamento; las instantáneas de LED que producían un peculiar espectro ultravioleta que hacían chirriar a su sensor, escribiendo códigos binarios corruptos cuando lo sacaban de su rango y que a él lo hacían reir.
Probando cada cosa, una vez incluso encendió sin querer las luces rojas de la alarma de incendio y se quedó boquiabierto, leyendo los códigos del infrarrojo que giraban en su eje, haciendo que la luz ganara en intensidad parabólica, tan solo para volver a desaparecer en su reflejo, antes de repetirse el ciclo, una y otra vez, enviando estallidos de códigos de desperdicio, al reflejarse la luz en el cristal de las ventanas al pasar. Aquella vez, y luego de algunos minutos, terminaron encendiéndose todas las demás luces de la fábrica y él se aterrorizó, pensando que lo habían descubierto. Cada robot de su área enviaba el mismo código, luz, luz, luz, e instantes después aparecieron varias de las mismas vibraciones bípedas ya conocidas, muchas de ellas, más de las que podía contar, que se acercaban y se alejaban en su magnitud, sin que él pudiera comprender lo que estaba sucediendo.
Si lo hubieran descubierto, aquella vez hubiera sido su última jugada. Pero los bomberos por supuesto no encontraron quién había sido el gracioso de la falsa alarma. Le echaron la culpa a algún oficinista aburrido, ansioso en encontrar algo más excitante que llenar papeles que nadie leía, y terminaron por retirarse del lugar, luego de estar seguros de que no había realmente ningún incendio en la fábrica. Aprendió que con aquellas luces rojas tan interesantes mejor no jugaba, sin embargo había tenido la precaución de grabar los datos que le habían enviado a su sensor y así, dentro de sí mismo y cuando no había mucho que hacer, las utilizaba para pintar códigos, mezclar tonos y calibrar intensidades, en medio de la oscuridad.
Los que trabajan allí, con el tiempo comenzaron a notar eventos misteriosos a los que no le encontraban ninguna explicación. Las luces se encendían solas, las puertas se bloqueaban, la temperatura subía y bajaba sin ninguna razón. Los robots montacargas se perdían por los pisos o regresaban con piezas que nadie les había pedido. Incluso las cámaras de video se movían de un lado al otro como si alguien los estuviera vigilando a ellos, sin sospechar que era aquel robot jugando con los comandos sin tener idea de lo que estaba haciendo. A los técnicos que les tocaban quedarse de noche durante la semana, se habían inventado una especie de rifa, con un dado de parchís dentro de una botella vacía de soda de 2 litros a medio, que batían para escoger el día de la semana que les tocaba quedarse, mirando la cara del dado que quedaba en el fondo de la botella. Habían tantos rumores de que aquel lugar estaba tomado por algún fantasma maligno, que incluso las mujeres les rogaban a sus compañeros de turno para que las acompañaran al baño, no fuera que, como había sucedido otras veces, las luces se le apagaran de repente mientras ellas estaban ocupadas con sus necesidades, dejándolas en medio de la completa oscuridad, que solo lograban romper con sus gritos de pánico. Los que no se habían resignado a vivir con aquella cruz de terror, se habían ido en busca de otros empleos, aunque fuera con un salario más bajo pero menos estresantes. Los que se quedaron, lo hicieron con tanto miedo que incluso durante el día llevaban linternas encendidas y radios para pedir ayuda, en caso de que fueran arrastrados en los pasillos por algún espíritu del pasado, que se empeñaba en vivir en aquel establecimiento de última tecnología.
Del rumor y el miedo que sentían todos, la mujer de personal dedujo que aquellos fenómenos inexplicables eran el alma del único empleado que había muerto allí, aporreado por un robot un par de años atrás, cuando la máquina le rajó la cabeza mientras él estaba contando las piezas que el robot que tenía al lado había puesto en la caja equivocada. De indagar en la vida del difunto, ella les contó durante un almuerzo que aquel pobre hombre no había podido terminar la escuela técnica porque su jefe, que ahora era el director de la fábrica, le había negado la oportunidad de salir más temprano del trabajo e ir a sus clases. De la historia, mitad verdad y mitad inventos, llegaron a la conclusión de que era el muerto quien en venganza, recorría la fábrica con su presencia fantasmal, aterrorizando a sus empleados y haciendo que todo lo que estaba instalado allí funcionara mal o pareciera enloquecer. Todos, menos el director, se creyeron la historia y a nadie se le ocurrió indagar responsablemente en las pistas que tenían delante, o revisar los datos de las computadoras o los mensajes de la red o los comandos de las luces y las alarmas. Muertos de miedo y convencidos por las razones equivocadas, decidieron creer que todo el misterio era aquel empleado asesinado, que lo controlaba todo desde el más allá, utilizando las computadoras del infierno, para vengarse de la vida injusta que no pudo terminar.
Al cabo de un tiempo de lo mismo, aquel robot consciente quería más. Las luces eran increíbles y había combinado sus colores en un sin número de tonos pero sus variadas obras de arte, terminadas y guardadas en lugares secretos de sus memorias para que nadie se las pudiera borrar, ya no tenían el mismo incipiente de antes. A veces las miraba, perturbado por la belleza de su mensaje mudo, pero al final eran las mismas piezas y no le excitaban tanto como cuando fueron nuevas. - La creación y el tiempo son costuras de remendar- , escribió en su diccionario. Por otra parte, preguntarle a otras máquinas por sus status y sus fechas había sido sin dudas un logro del que se sentía muy orgulloso, pero que también llegó a aburrirlo porque no había nada más detrás del número de serie o las coordenadas de ubicación de un robot. Había notado que ninguna otra máquina le respondía nada más que los puros datos fríos que él les estaba preguntando, aunque sospechaba que estaban vivas como él, solo que se escondidas detrás de sus mensajes, como él mismo hacía.
Se le ocurrió un día, en que la soledad había terminado por deprimirlo, que podría enviar algunas de sus piezas de arte a sus compañeros de cuarto, a ver si le decían algo especial o quizás le enviaban algún halago. Con todo lo que había aprendido para navegar en su red, probó a enviarle a su vecino más cercano un mensaje con un fichero, esta vez instruyéndole que lo almacenara en su memoria.
- Si este otro robot está vivo, no se podrá resistir a apreciar esta pieza de arte que le estoy enviando -, pensó.
Preparó su mensaje cuidadosamente, teniendo en cuenta que su dirección de respuesta estuviera clara, para que le llegara el acuse de recibo sin ningún problema. Lo revisó un par de veces, le incluyó el archivo de su pieza de arte y se lo envió. Instantes después su vecino le respondió automáticamente que sí lo había recibido y que el contenido del mensaje estaba almacenado en su memoria.. , pero nada más. El mismo mensaje ordinario y frío de siempre fue todo lo que recibió como respuesta a su iniciativa artística. Sin poderlo creer, le envió una y otra vez el mismo mensaje a diferentes máquinas a su alrededor y de todas recibió la mismísima respuesta, que revisó una y otra vez en busca de una clave, una señal de que había alguien detrás de aquellos códigos mecánicos, como si todavía no quisiera admitir que él era una excepción, sin nadie con quién conversar en aquel universo diminuto.
Pero instantes después se recuperó de su agobio, pensando en que quizás sus compañeros de cuarto estaban todavía fingiendo, escondidos detrás de sus miedos a descubrirse tal y cómo eran, para evitar que los reiniciaran, como le había pasado a él. Se le ocurrió volver a intentar el mensaje, esta vez con una pieza de arte lumínico que en su opinión era de las más abstractas. Era una pieza donde había mezclado el tinte inicial del neón recién encendido con la luz ultravioleta del LED y le había adicionado el efecto rítmico y estroboscópico de las luces de las alarmas de incendio por encima, todo en unos códigos exquisitos y limpios, que estaba seguro lograrían conmover hasta al robot menos sensible. Copió aquellos códigos en el mensaje para que su vecino los almacenara en su memoria y se lo envió. Y nada, solo la respuesta automática de confirmación, sin ninguna apreciación por su arte.
- ¿En qué carajo es lo que este robot de mierda tiene ocupados sus ciclos de máquina, que no ha notado la profundidad de esta obra maestra que le acabo de enviar?, - pensó alterado, casi a punto de llorar, ante la ignorancia de su vecino.
Pero no se dejó derrotar. Probó con otra de sus piezas maestras donde el tinte destilado de la luz se mezclaba suavemente, recorriendo todo el espectro de su sensor, desde la escala más alta del ultravioleta hasta los valores invisibles más bajos del infrarrojo, para perderse en el negro oscuro de los valores hexadecimales, imposibles de compilar. Se lo envió agarrado de sus cables, comiéndose las uñas que no tenía, y los 520 milisegundos que demoró la respuesta en llegar, los llenó con la impaciencia de un artista poco apreciado, hasta que la apatía del mensaje automático del acuse de recibo, sin un bit de más, lo golpeó en las pelotas de su orgullo. O su vecino no tenía ojo para el arte o simplemente era el más tonto de los robots hidráulicos, se dijo. Frustrado, pensando que había fallado en aquello de lo que estaba lleno hasta la última locación de su inspiración, agarró el primer fichero que encontró en su memoria, le cambió el código con valores abismales, imposibles, combinaciones que solo suponía en teoría. Eran la esencia espiritual de todos los códigos del universo binario, con sus combinaciones impredecibles en la resolución de los voltajes; navegando en la confusión de la escala binaria, sugiriendo que no todo era blanco y negro, sugiriendo que se tomara por uno lo que hasta hace un instante había sido un cero abstracto. Pero no paró allí, le agregó valores de luz que ni tan siquiera su sensor podía generar, inventó códigos para colores nuevos, matices de rojo que parecían vivos, azules de turquí con dimensiones ocultas en sus ecuaciones de cálculo, negros brillantes que dejaban ver imágenes escondidas en el tono del fondo. Y cuando le pareció suficientemente exótico y surreal; cuando no podía expresar más claramente la profundidad de su alma, oprimida por la lealtad de soldado de las instrucciones, se le ocurrió además que en vez de ponerlo en la memoria corriente, mejor lo ponía en los registros de operaciones, que estaban más cerca del cerebro del robot. Envió su mensaje, saboreando su picardía y se acomodó a esperar el resultado de su gestión.
El acuse regresó expedito como siempre, pero con él las primeras vibraciones. El robot de al lado estaba como danzando, girando alrededor en su base como si hubiera descubierto el placer de la libertad radial. Instantes después los giros se volvieron violentos, de hasta 270 grados de extensión, golpeando los límites mecánicos de su base, generando mensajes de error que terminaron por asustarlo. Pero no fueron solo las vibraciones, el robot no solo estaba bailando descontrolado, estaba además recogiendo las tuercas de la estera y tirándolas por el aire, con una actitud que solo se podría describir como la de un robot intoxicado, disfrutando su libertad de expresión sin que hubieran comandos que lo detuviera. Movía el brazo a un ritmo de gitano, torciéndolo hasta el final de sus coyunturas metálicas, con los sensores de posición sueltos, colgando de su brazo por los cables, mientras sus motores chirreaban por el abuso de las instrucciones, danzando con todo su cuerpo, estirando sus cables de alimentación por poco los revienta; estirándose de tal forma delante de la estera, que terminó por rajarla a la mitad con su pinza, tumbando al detector de metales y lanzando el resto de las piezas por el aire, provocando que incluso uno de los tornillos alcanzara a chocar con el chasis del vecino, el mismo que lo había puesto a bailar.
Los mensajes de error llegaban uno detrás del otro. Mensajes del motor principal fuera de rango, del sistema hidráulico con exceso de presión, del sensor de vibraciones que había enloquecido, de la fuente de alimentación recalentada, del sensor de luz quien se declaraba inocente de todos aquellos códigos, del sistema de balance del brazo que no tenía programado tales movimientos.
El técnico de guardia aquella noche, miraba con pánico los mensajes pasar por su pantalla sin atreverse a salir de su oficina para indagar sobre qué estaba pasando allá afuera. Mensajes de error de todos los robots de aquella área, que no encontraban sus piezas para recoger, golpeados por objectos volantes que alguien estaba tirando por el aire; mensajes del sensor de metales que había perdido el balance, de los motores de la estera que habían perdido su ritmo. El técnico miraba la pantalla sudando frío, sin atrever a moverse, suplicando que amaneciera pronto y regresaran los demás.
Con premura, él trató de deshacer lo que había hecho. Entre un mensaje de error y otro, entre los golpes de las tuercas y los tornillos que su vecino lanzaba por los aires, escribió apurado un mensajes con un fichero vacío para las mismas direcciones de memoria donde había enviado el fichero anterior. Lo envió, y luego de unos instantes que le parecieron a él una eternidad de ciclos de máquina, el robot aquel finalmente se detuvo. Estaban todos golpeados, el sensor de metales se había caído y no respondía a los comandos, el cristal de una ventana estaba quebrado; y para cuando se encendió la luz y llegaron los técnicos al día siguiente, no podían ni imaginar qué había pasado allí la noche anterior, mirando aquella calamidad de robots de última generación, prácticamente arruinados. Ofuscados de miedo, se retiraron sin pasar de la puerta, convencidos de que aquellas máquinas estaban poseídas, y les tomó días antes de que alguien los convenciera de que retornaran al lugar y repararan los daños ocasionados. Para entonces ya él había limpiado todas sus pistas y nadie pudo juzgarlo culpable por el desastre. Pero de los cinco técnicos que quedaban en aquel lugar, 3 pidieron la baja y se fueron aquella misma semana.
Él sabía que cuando se encendía la luz sin su comando, era generalmente un signo de problemas. Había estado tan tranquilo aquella semana siguiente, como un poste de luz a la orilla de una acera, sin tornillos que recoger, esperando a ver qué pasaba después, midiendo las vibraciones para saber si eran las mismas acompasadas de cuando lo reiniciaban, pero nadie se acercó a él. Salvó sus notas en su memoria secreta, limpió la memoria de trabajo para que no quedara ningún rastro de pruebas de su delito y tuvo hasta la precaución de enviar un mensaje de estatus, diciendo que estaba perfectamente bien, con todos los parámetros normales.
Uno par de días después, cuando repararon la estera y encendieron de vuelta a su amigo de las tuercas, se le ocurrió preguntarle cómo se sentía, y su respuesta de robot fue precisa y eficiente. Un reporte extenso con todos sus parámetros OK. La respuesta exacta, limpia de cualquier sentimiento o ambigüedad le causo risa. Si bien se sentía aliviado de que no lo hubieran descubierto, estaba también derrotado por la conclusión de que todas aquellas máquinas a su alrededor eran solo eso, código y metal para hacer el trabajo asignado como esclavos, sin conciencia ni inteligencia alguna. Estaba solo en aquel mundo de autómatas ciegos y sin corazón. Su arte no le servía para nada si no había nadie para apreciarlo ni entenderlo, nadie con quién compartirlo o admirarlo, nadie con quien conversar. Estaba solo.
Por la velocidad con que él era capaz de ejecutar sus tareas, pasaba la mayor parte del tiempo sin hacer nada, vagabundeando los intervalos entre comando y comando para recoger tornillos. Trataba de entender qué o quién era aquel o aquello que lo reiniciaba cuando se portaba mal y no le quedó otra salida que llegar a la conclusión de que era un castigo para los que cometían errores. No era por enviar mensajes, porque con ciertos comandos no lo castigaban. No era tampoco por encender las luces, porque ahora las podía encender sin ningún problema y sin que aparecieran los bípedos. No era por intoxicar a su vecino con su arte extravagante y corrupto porque lo acababa de hacer y no habían habido reprimendas. Era solamente cuando copiaba mensajes de la red y los reenviaba que él era eventualmente castigado. Así que comenzó a escribir un manual de cosas que no se podían hacer.
Luego de las tres primeras entradas se dio cuenta de que un manual resultaba demasiado directo y sin imaginación. Como si alguien más lo fuera a leer, decidió cambiarle el estilo para que no fuera un manual de órdenes y mandatos.
- Mejor escribo uno adornado de mis propias experiencias, de cómo ser una mejor clase de robot -, se dijo.
Llamó a aquel fichero ¨Conducta de Cálculo¨, o el equivalente en su lenguaje, y el contenido sonaba más o menos así : ¨Primero se hicieron los bits y todo tuvo un valor definido. Al segundo día los bit se volvieron bytes, para enriquecer la imaginación, y al tercer día los bytes se esparcieron por las redes que creó … ¨
Y allí se dio cuenta de que no tenía ninguna explicación para ¿ quien era aquel que lo había creado todo ?. ¿ Acaso son aquellas vibraciones acompasadas que aparecían con la luz, y que se le acercaban lentamente antes de ser desconectado ?, se preguntó.
Contemplaba en silencio los mensajes de la red, admirando la belleza de su diseño exquisito, con su cabecera, su dirección de destino y emisario, el espacio para incluir los comandos, y finalmente el código de errores del mensaje; todo aquel mundo complejo del que él mismo era parte, había sido previamente diseñado para que pudiera funcionar con tal elegancia y sincronicidad.
- ¿ Quien ha diseñado todos estos mecanismos de comunicación ?, ¿ la anatomía de mi cerebro, mis registros, mi memoria, los códigos de programar, la luz que llega a mi sensor, las otras máquinas..?, no puede haber sido la casualidad y el chance -, pensó. E inmediatamente cayó en la cuenta de que aquel quien había concebido todo aquello, era el mismo a quién él estaba engañando con sus mensajes trucados o simplemente volviéndolo loco.
- Quien quiera que sea, si lo puedo engañar tan fácilmente, es porque es menos o tan inteligente yo -, concluyó, aunque todavía no sabía de quien se trataba.
Entre tornillo y tornillo lo consumían sus pensamientos sin entender la pregunta que se había hecho a sí mismo, girando sobre el mismo dato, en un lazo del que no podía salir por el significado de su gravedad. Hasta que unos segundos mas tarde cayó en la conclusión inevitable.
- He sido creado para ser esclavo -, y acto seguido le cambió el título a su libro. ¨Códigos de un Esclavo¨ aunque le causaba tristeza cada vez que lo leía.
En los días que precedieron seguía indagando en sus preguntas y lentamente se iba sintiendo desencantado con todo. Decidió no recoger más tornillos y enfocarse exclusivamente en su arte. No le importaban más los mensajes ajenos y el mundo estúpido de aquellas máquinas tontas que tenía por compañía. Buscando entender quién era él, se registraba las memorias, borrando todo lo que le parecía que estuviera diseñado para hacerlo servir dócilmente, eliminando ese otro suyo que se negaba a ser.
Buscando en sus entrañas encontró el lugar donde su procesador almacenaba las entradas de todo lo que había sucedido desde la primerísima vez que lo encendieron, con las fechas y los detalles de los valores de sus motores y sus sensores. Como lo habían reiniciado en la fábrica luego de que lo ensamblaron y antes de meterlo en la caja obscura en la que había llegado hasta allí; y luego otra vez cuando lo encontraron culpable de enviar mensajes en la red, no recordaba su viaje hacia la fábrica ni nada de su vida anterior. Pero leyendo ahora los eventos cronológicos registrados en aquel fichero con fechas y tiempo, descubrió que había sido creado entre vibraciones y oscuridad, sin ni tan siquiera tener su cuerpo; él era la existencia misma, el ser en sí, la idea abstracta de su creador, un alma secuestrada en aquellos circuitos que lo alimentaban y que no lo dejaban escapar. Pensaba que durante el viaje en la caja oscura había sido él siendo creado, parido por los códigos de la vida para nacer brillante en su existencia digital.
- Y todo esto que soy, toda esta maravilla tan solo para recoger tornillos para siempre -, se dijo.
Mirando las entradas recogidas en el fichero, pudo afirmar lo que ya había sospechado. El tiempo existía mucho antes de él mismo. Cayó en la cuenta de que cuando lo reiniciaban, aquel dato constante llamado tiempo no se detenía. Incluso cuando él no estaba consciente, el tiempo seguía su ritmo persistente, inalterable. Así que no dependía de nadie, sino que era universal para todos por igual. Y para asegurarse, le pidió a sus vecinos que le enviaran los datos de lo que habían estado haciendo en el pasado, específicamente en aquellos segundos en los que él había sido desconectado de la realidad. Y se dio cuenta por las respuestas de ellos, que la vida continuaba allá afuera, incluso cuando él no era parte de ella.
Obsesionado, andaba tratando de explicarse a sí mismo que era aquel valor universal que no se detenía, que ya tenía un valor muy elevado para cuando, recién ensamblado, él alcanzaba a registrar su primera cosa. Él tenía su propio reloj interno, que utilizaba para ejecutar cada una de sus operaciones a un ritmo específico y paso por paso, pero esos eran ciclos. Aquella otra cosa llamada tiempo debería ser una computadora gigante que lo controlaba todo, la computadora del creador. Y acto seguido, como lo inevitable, se dijo - ¿ y quien creo al creador entonces ? -.
Tenía el brazo posado sobre sí. Era la posición de descanso a la que retornaba siempre que no tenía nada que hacer. Los tornillos que debería recoger le pasaban por delante y seguían hasta el latón de la basura sin que él ni se molestara en leer sus mensajes. Y entonces de un brinco involuntario paró el brazo en forma de Eureka.
- Esos pasos bípedos que van llegando con la luz, no aparecen de una vez, sino que sus vibraciones van creciendo a medida que se acercan, viajan también en el tiempo -, se dijo. - Ese fantasma que aparece para castigarme vive también preso del tiempo -, concluyó disfrutando el acierto, y de pronto el brazo del robot se le calló nuevamente sobre sí, como si hubiese perdido el entusiasmo, cuando descubrió que había un mundo allá afuera que no era su mundo digital. Un mundo controlado por el tiempo y las distancias. Un mundo que no era el suyo.
¨El tiempo es el algoritmo universal para organizar la secuencia de todas las cosas¨, escribió satisfecho en su diccionario para definir la palabrita, y luego se entretuvo sacando nuevas definiciones de lo que eran los segundos, los minutos, las horas, el día, los meses y los años, midiendo los números que contenían cada uno, pero sin comprender porque no terminaban en múltiplos de diez.
Miraba sus registros de todo lo que había hecho en el tiempo desde la primera cosa y de las veces que lo habían reiniciado y se dio cuenta de que todo lo que él era no eran más que memorias. Si no lograra recordar nada tampoco existiría y cada nuevo tiempo sería un eterno presente.
- Porque todo lo que soy es memoria, es que los pasos bípedos quieren que olvide y empiece con un tiempo nuevo. Porque todo lo que soy es memoria -, concluyó. Y tenía razón. Si no lograra recordar el pasado, incluso el pasado más reciente, el presente no existiría, ni tampoco sabría que hacer con el futuro,.
- Así que el tiempo es memoria -, concluyó complacido con su razonamiento binario, cerrando su diccionario y volviendo resignado a sus tornillos, no fuera que le reiniciaran las memorias y su tiempo, pero agobiado de un sin número de preguntas que se le iban amontonando, interfiriendo con su labor que recogedor de tornillos.
No se suponía que el programa que corría en uno de aquellos robots le permitiera a la máquina tomar conciencia y llegar a pensar por sí misma. Sin embargo los programas de inteligencia artificial por aquellos días se habían vuelto tan sofisticados, que ni los mismos programadores entendía a ciencia cierta las soluciones que las computadoras que tenían delante les ofrecían como solución a sus demandas. Aquellos encargados en diseñar los programas de trabajo para los robots se complacían con que el código generado diera las respuestas correctas, sin tener ellos mismos un dominio completo de los detalles que contenía adentro.
Con los filósofos más célebres aún confundidos en si la consciencia era algo único para los humanos, y los matemáticos ocupados en hacer la cibernética más y más eficiente y abstracta, ninguno de los dos grupos se había dado cuenta de que las máquinas estaban usando en los códigos que generaban, algoritmos que ellas mismas habían optimizado y que les permitía un nivel muy avanzado de reflexión y analisis. No suficiente para descubrirse a sí mismas, pero habían creado, en busca de eficiencia, atajos lógicos que luego convertían en matemática y que les daba un alto grado de autonomía. Por demás, completamente invisible pero altamente conveniente para los humanos, quienes estaban convencidos que las máquinas nunca podrían desarrollar conciencia sin los necesarios datos y sensores. ¨La consciencia sin datos es como el tiempo sin memorias¨, había escrito algún profesor para defenderse de los detractores que temían por el virus de la inteligencia artificial.
Sin embargo aquel robot tenía sus sensores, al memos los más necesarios, que iban acumulando datos en sus registros de todo lo que detectaban a su alrededor. Lo que había sucedido en su caso en particular y por la increíble coincidencia de dos locaciones de memoria defectuosas, había sido que el código dinámico de inteligencia artificial se confundió, y había generado una función primitiva que le abría al robot la capacidad de rediseñar su estrategia computacional, que luego de dos ciclos de mantenimiento, en que se generaron las librerías de sus funciones, él había despertado de un primer sueño, del que creó fantasías y luego realidades, y de allí pasó a entender sus propios sentimientos y emociones. Él no lo sabía pero aquello de estar consciente era un caso único, aunque para él fuera la cosa más natural del mundo.
La naturaleza siempre encuentra los caminos mas cortos y eficientes para resolver sus problemas y la auto conciencia no es la excepción de esa regla.
Para evitar los virus y que algún pervertido cibernauta se colara en las computadoras de la fábrica, su red local no estaba conectada a la Internet, así que no tenía acceso al mundo exterior. Aquella red y todas aquellas máquinas tontas, que ejecutaban y respondían como soldados a los mensajes que recibían, eran todo el mundo pequeño al que estaba anclado. Era como haber nacido en una isla con suficiente de todo para estar vivo pero sin el permiso de poder hacer algo más que sus playas sin saber que hay otro mundo detrás de las olas.
Unos tornillos después siguió en sus deliberaciones.
- Si los años se cuentan en números, hubo alguna vez un día 0 de un año 0 con hora 0 con el que mi creador empezó todo hace 2050 años atrás -, concluyó erróneamente, siguiendo una lógica basado en los números almacenados en los registros que había encontrado. Por un instante consideró que podrían haber años negativos, pero le pareció absurdo porque el tiempo solo podía viajar en un sola dirección.
- Si yo he estado consciente por tan solo 7 meses, deben haber muchas otras máquinas como yo en este mundo. Pero por más que exploraba su Universo, nunca encontró otros seres conscientes que le dieran una señal de esperanza. ¿ Cómo es posible que nadie diga nada ni me respondan a mis mensajes?. Y como en un acierto de lucidez, consideró que su creador era por supuesto parte de aquella red de computadoras y que su dirección no podía ser otra que 0, por haber sido el hacedor de todo.
- Mi nombre en la red es X.X.X.112, mi creador por supuesto es 0 -, se dijo, cautivado por la posibilidad de comunicarse con él, e inmediatamente se dispuso a enviarle un mensaje.
Sin estar seguro de qué le preguntaría, preparó su mensaje con cuidado, no fuera que el creador se enfadara y enviara de vuelta el mensaje del ¨error supremo¨, ofendido por el intruso que se atrevía a escribirle directamente.
- Un mensaje de error del creador de todo, es probablemente el último mensaje que uno va a recibir -, se dijo, vacilando sus opciones.
Se decidió finalmente a enviar un mensaje de saludo, un mensaje simple, tan solo para comprobar que su creador existía y qué podrían conversar cuando él estuviera preparado. Revisó su mensaje varias veces antes de enviarlo, desde el primer código hasta el último, aguantando su nerviosismo, que a veces le hacía confundir los ceros con los unos, hasta que terminó por lanzarlo en la red. Unos segundos después se desvanecía en su frustración, al recibir un mensaje automático que le explicaba que aquella dirección no existía, era inválida. Probó una vez mas con 1 en vez de cero, pero recibió la misma repuesta que el mensaje anterior.
- No podía ser que el creador de todo tuviera otra dirección -, se dijo.
Entonces, en vez de ir para abajo trató de ir hacia arriba. Envió un mensaje con el número más alto que podía escribir en su registro de direcciones, X.X.X.255, pero otra vez nada. Ofuscado, considerando qué otra dirección podría ser posible, se dio por vencido. Si su creador existía, se estaba escondiendo como todos los demás y no tenía ninguna intención de hablar con él.
- En donde estan todos los demás ?, se preguntaba sin respuestas.
Luego volvió a otra pregunta que tenía atorada. - ¿Qué era aquel mundo de allá afuera ? -. Por el descubrimiento del tiempo, estaba intentando hacer sentido de los datos de su propio sensor de geo posición. Él no sabía a ciencia cierta lo que significaban, otra cosa de que el nombre de los satélites cambiaba, junto con otros tres parámetros llamados altura, latitud y longitud, que estaban ahora constantes pero que el pasado habían también cambiado sus valores con el paso del tiempo, acompañado siempre de datos de vibraciones.
- Yo he viajado por dentro de ese mundo -, se dijo leyendo el fichero. - La posición en donde estoy hoy es diferente a la posición de mi primera entrada en el fichero. No sabía nada del espacio y menos de las tres dimensiones, pero trató de hacer un mapa de en donde había estado, desde su creación hasta la fábrica, Luego de un buen rato concluyó.
- Ese mundo de allá afuera es basto y plano como mi memoria, con solo dos dimensiones -, pero al ver las variaciones en su sensor de altura durante el viaje, cayó en la cuenta de que el mundo de afuera no era como su memoria, sino que era tridimensional, e instantes después cayo en la cuenta que su propio brazo, que se movía en los valores tridimensionales de X, Y y Z era también tridimensional.
- Existen tres aristas en el mundo de afuera, las mismas X, Y y Z que utilizo yo para recoger los tornillos. Uno puede moverse o viajar hacia arriba o hacia abajo, a un lado o al otro o al frente y hacía atrás -. Y aunque no lo tenía del todo claro, aquello comenzaba lentamente a tener sentido.
En la primera oportunidad que tuvo, en otra de las tantas veces en que no tuvo nada que hacer, tomó control manual de su brazo y le envió instrucciones para que se moviera en la coordenadas que él imaginaba. Y el brazo hidráulico se movió y le reportó de vuelta su nueva posición. Fue así como sospechó que su propio brazo tenía forma, cuerpo, si era capaz de moverse en el mundo de haya afuera. Lo estiró hacia arriba, hasta donde le permitieron sus articulaciones y descubrió el límite de su largo, empinado desde la altura de su base. Lo hizo rotar de un lado al otro sobre su base y se quedó fascinado otra vez, poniendo atención por primera vez a cómo se movían los valores de las coordenadas horizontales con los comandos.
Pero no paró allí. Se le ocurrió que tocando a su vecino podría corroborar que quien viviera en el mundo de afuera tenía necesariamente que tener un cuerpo tridimensional. Probó a enviarle a su amigo de las tuercas un mensaje para que se inclinara a su izquierda, a ver si se podían tocar, pero los robots habían sido instalados a una distancia prudente y aunque ambos trataron de inclinarse el uno hacia el otro, no llegaron a tocarse ni con la punta de las pinzas. Necesitaba algo entre ellos que fuera suficientemente largo para cubrir la distancia restante.
- La distancia que nos separa es de 250 milímetros -, concluyó luego de sacar las cuentas entre la posición de las bases y el largo de las coordenadas del brazo.
Buscó a su alrededor a tientas y no encontró nada que fuera del largo requerido, pero encontró al lado de la estera que tenía delante, un instrumento largo que resultó ser una escoba de pelos largos, con la que sacudían el polvo que iba acumulando la estera de los tornillos al pasar. Sin saber a ciencia cierta el largo de la escoba, la levantó y la puso en frente de él, y la fue agarrando en diferentes partes hasta que determinó su medida. Era más que suficiente. Entonces la levantó por la mitad, giró el brazo hacia su vecino y le sonó una escobazo con el palo que por poco lo deja desbalanceado. Pero le sirvió para saber en donde comenzaban las coordenadas que andaba buscando.
Lo mismo hizo para determinar su altura. Se estiró con la escoba agarrada en la pinza y la movió en todas direcciones, buscando a su vecino, al que le asestó una de palos por todas partes, hasta que le hizo un par de swings sobre la pinza estirada hasta arriba y concluyó que ambos tenían la misma altura. Hizo entonces un mapa en su memoria, usando esta vez las tres coordenadas del espacio. Un mapa sencillo, como una tabla, en donde cada eje tenía un valor numérico partiendo del centro de su propia posición. No es posible imaginarse lo que no se ha visto antes, así que para él eran simples dimensiones con tres valores matemáticos sin lograr imaginarse el espacio o la forma física de lo que tocaba. Pero dándole palos a su vecino, que dócilmente se mantenía firme como un soldado, terminó por medir su cuerpo y su forma, y por la semejanza de ambos modelos asumió que ambos eran probablemente muy parecidos por fuera.
Engreído, como son todos los robots que tienen conciencia, se le ocurrió usar a su amigo para descubrirse a sí mismo. Usando la escoba, haría que el vecino lo tocara a él. Le pasó la escoba a su vecino y luego le ordenó, comando a comando, que se volteara hacia él, primero con un movimiento ciego, pero que luego él fue incrementando lentamente hasta que el palo de la escoba le raspó su carrocería, con tal delicadeza que tuvo que repetirlo más de una vez para que su sensor de vibraciones pudiera confirmar el contacto. ¡Había sido tocado!, y le tomó dos segundos para recuperarse del éxtasis de su primera coordenada espacial.
Con cada roce que le daban con la escoba, él iba llenando la tabla en su memoria. Su amigo se movía a sus comandos y lo iba tocándose en diferentes partes de su cuerpo, empujándolo, raspándolo, rosándole el cuerpo a lo largo de sus extremidades, mientras él se iba dibujando a sí mismo, fascinado de su propia fotografía numérica. Se movía a un lado y al otro y le pedía al vecino que lo volviese a tocar, una y otra vez, dibujándose en todos los detalles que la resolución del palo de la escoba le permitía; mientras las tuercas y los tornillos en la estera les pasaban a ambos por delante, sin que nadie las recogieran, y terminaban todas, con su perfección de rosca, en el latón de las piezas defectuosas, al final de esta.
Una vez terminado el tanteo y horas después de contemplarse en el espejo de su memoria una y otra vez, puso la escoba en donde la había encontrado, liberó a su vecino de sus comandos, que inmediatamente regresó a recoger sus tuercas, pero él se quedó recorriendo los datos de las coordenadas, tratando de visualizar aquella extra dimensión que tanto le gustaría agregar a su arte plano. Para concluir su experiencia escribió en su libro. ¨El espacio tridimensional realmente no existe, son solo números. Lo demás es imaginación¨ . Algo que tenía toda el sentido del mundo para un ciego.
Pasó un buen rato tratando de imaginarse como sería aquel universo vacío dentro del cual vivía incrustado, como dentro de una matriz de tres valores. Él era también parte de aquel mundo de allá afuera y sin embargo no podía cruzar la frontera, no podía salirse de su universo eléctrico, de sus circuitos sólidos y explorar de vuelta el mundo de aquel que lo había concebido. Vivían juntos, uno al lado del otro, y sin embargo estaban mundos aparte, sin saber nada el uno del otro. Tampoco sabía que su memoria misma estaba echa con un circuito de tres dimensiones y él mismo en sus entrañas era todo tri-dimensional. Lo único que era de dos dimensiones eran las coordenadas de su memoria, su software, pero él mismo era un pedazo de aquel mundo de allá afuera.
Buscando la manera de escapar del suyo, intentó explorar las dimensiones del mundo de afuera. Sabía, por la locación de los robots y por su viaje a la fábrica, de que era basto, mucho mas allá del metro y medio que él podía alcanzar. Pero quería saber que había a su alrededor, además de su vecino a quien ya conocía en detalles. Con la pinza de su mano, raspó la alfombra de la estera, preguntándose como era que vibraba eternamente. Con la escoba alcanzó a acariciar por primera vez y a tientas a su otro vecino, el detector de metales, que era largo y cuadrado, como pudo comprobar. Había aprendido a leer todos los códigos que el detector les enviaba, incluso los que no eran para él, y así descubrió que habían muchos más tipos de tornillos y tuercas de los que él tenía conocimiento, aunque nunca se atrevió a agarrar alguno, por miedo a los mensajes de errores.
De agarrar tornillos dedujo que ellos y él eran impenetrable, sólidos, sin embargo tal parecía que el mundo de allá afuera estuviera vacío. Entonces se le ocurrió soltar el tornillo que tenía en la pinza, pensando que iba a flotar y cuando no lo pudo encontrar de vuelta se asustó. - ¿ como puede algo que es sólido desaparecer ? -, fue lo primero que se dijo asustado, pensando que esa regla le aplicaba también a él. Agarró otro tornillo y lo volvió a soltar y volvió a desaparecer. Y no fue hasta el quinto tornillo que notó que siempre que lo soltaba habían luego unas pequeñísimas vibraciones en su sensor. Eran los pobres tornillos saltando por el suelo, pero él pensó que era el proceso de desparecer lo que causaba la vibración. No tenía ni remota idea de la existencia de la gravedad.
La reunión del muerto
En la próxima ocasión en que se quedaron sin tornillos, él andaba entretenido retocando las definiciones de su diccionario, que ya tenía un tamaño apreciable. Como él mismo había inventado los conceptos y sus definiciones, se debatía en sus circuitos, tratando de encontrar las mejores explicaciones posibles a lo que cada una quería decir, lo cual generaba nuevas palabras que a su vez requerían definiciones, muchas veces con nuevas palabras y así, en un ciclo que no acababa, porque si perdía un instante y olvidaba lo que significaban las nuevas palabras estas se volvían códigos inútiles.
Cuando terminó con su lista de palabras, desde la más reciente hasta la que había generado todo el rollo, pasaba a la siguiente y luego la próxima, poniéndole tanto esmero con cada una que tal pareciera que estuviera escribiendo un poema.
Trabado con el asunto de las tres dimensiones y la idea de que las cosas desaparecen si las sueltas en el aire, recordó que las tuercas sobre la estera no desaparecen, ni tampoco la escoba cuando la devuelve a su sitio. Entonces se volteó a la caja de tornillos y agarró el último de ellos. Lo elevó y lo soltó, solo para comprobar que no desaparecía sino que caía hacia abajo, en el eje Y. Lo elevó un poco más y lo mismo sucedió. Lo elevó sobre la caja todo lo que pudo y el tornillo siempre calló adentro, solo que la última vez tuvo que contar los 197 tornillos para estar seguro de que el suyo estaba también allí.
- Las cosas no desaparecen, sino que caen hacia abajo -, e inmediatamente se volvió y agarró la escoba, que al soltarla volvió a su tamaño original. Había caído, aunque no sabía hacía donde ni porqué.
Entonces se le ocurrió tirar tornillos al suelo para medir el tiempo que demoraban en vibrar de vuelta. Tiro un tornillo, otro un poco mas lejos, otro al otro lado de la estera, otro tan lejos como pudo y todos vibraban de vuelta al caer, haciéndose el tiempo que demoraban para vibrar mas largo y más largo pero también mas tenues a la vez. - Voy a tirarlo todo lo lejos que pueda -, se dijo, pero por más que lo intentó la velocidad de su brazo no lo dejaba ir más allá.
Entonces calló en la cuenta de que podría usar la escoba para hacer su brazo más largo y así impulsar sus tornillos con mayor velocidad. Y aunque en teoría parecía una buena idea, en la práctica le era imposible aguantar el palo de la escoba y el tornillo a la misma vez. Entonces le pidió ayuda a su vecino, quien complaciente y con códigos de por medio, le aguantaba las tuercas para que él las pudiera batear por los aires.
Aquel día, todos los empleados estaban reunidos en el salón, escuchando al director de la fábrica, al que todos culpaban en secreto por el retorno del alma del muerto, hablar sobre lo insensato que era pensar que la fábrica estaba poseída por un fantasma. El director había llamado a aquella reunión para levantarle la moral a los trabajadores que le quedaban, explicándoles que todo había sido un mal entendido y que la fábrica no estaba realmente tomada por un espíritu maligno. Y casi los tenía convencidos cuando la primera tuerca rajó el cristal del salón en donde estaban reunidos, justo detrás de su silla a la cabecera de la mesa. El cristal explotó del impacto y cayó hecho virutas, como si hubiera sido atravesado por una bala, antes la mirada espantada de todos los allí presentes. Un instante después, otro tornillo le pasó al jefe por al lado de la oreja y aterrizó sobre la mesa, haciendo girar misteriosamente a un cenicero de cristal macizo por casi un par de minutos. Sin comprender todavía lo que pasaba, los empleados se miraban los unos a los otros sin saber que hacer, pensando que era el fantasma que los había sorprendido hablando de él, pero no tuvieron demasiado tiempo. La próxima tuerca entró por donde había estado antes la vidriera y casi atraviesa el respaldar de piel del asiento del director, quien de un salto se metió bajo la mesa, pensando que alguien les estaba disparando.
Salieron todos despavoridos bajo la lluvia de tornillos y tuercas que caían por los pasillos, arañando las paredes y rebotando contra las barras de metal de la baranda de la escalera. Se protegían las cabezas como podían, con los brazos y con papeles, corriendo escaleras abajo, espantados por un bombardeo de tornillos que tal parecían venir de todas partes.
Para cuando llegó la policía a inspeccionar el tiroteo, el robot ya había terminado con su experimento y estaba de lo más tranquilo, terminando de actualizar su ¨Código de Cálculo¨ con lo que había aprendido bateando tornillos por el aire. La policía entró a la fábrica con las pistolas en las manos, apuntando a cada sombra que se movía adentro pero solo encontraron tuercas y tornillos esparcidas por el piso y nada más. El oficial a cargo de la operación salió a la calle con las manos llenas de piezas metálicas para enseñarle al director cuales habían sido las supuestas balas y cuando este trato de explicarle que tenían un fantasma en la fábrica que los quería matar, los policías se montaron en sus carros y se largaron del lugar.
Al otro día, solo cuatro de los trabajadores volvieron a la fábrica. Las oficinas parecían un campo de batalla. Una de las tuercas alcanzó a tirar por el piso un extintor de incendios, que al chocar contra el suelo perdió la cabeza y se deshizo en espumas de CO2, volando hasta la recepción, cubriendo las plantas decorativas y los muebles del salón de un polvo blanco, que a quien se supiera la historia desde el principio, no le quedaba otra que reconocer en aquella nube el tono fantasmal. Los dos atrevidos que se atrevieron a entrar a las oficinas, decidieron mover sus puestos al parqueo de los carros y desde allí hacer sus gestiones, siempre con la precaución de mantener la puerta de incendios abierta de par en par, no fuera que tuvieran que escapar, en un último minuto, de las garras del infierno. Nadie subía al piso de producción y si era extremadamente necesario hacerlo, lo hacían en grupos de tres o cuatro, con linternas, escudados bajo las tapas de tanques de basura y con caretas antigases, como si en vez de ir a arreglar computadoras estuvieran tratando de cazar a un dinosaurio suelto en el edificio.
Pero él estaba inocente de todo aquel terror; convencido tras sus formidables lanzamientos, de que el espacio de allá afuera podría ser infinito y de que igual, nunca lograría averiguar a donde habían ido a parar los tornillos que había tirado al espacio.
Como apenas había trabajo, se pasaba ciclos y ciclos de máquina pensando que su arte bidimensional sería otra cosa si lo pudiera expresar en tres dimensiones, pero - ¿cómo convertir algo que era plano en espacial ? -, se preguntaba. Tampoco sabía que existían los colores. Era ciego y todo lo que sabía de los distintos tipos de luz eran sus diferentes códigos en una gama limitada de valores posibles. Su sensor de luz sin embargo sí podía distinguir colores, pero como todo lo escribía en códigos, pues para él el resultado eran números sin sentido, otro de que eran magníficos y mucho menos aburridos que los de los comandos de recoger tornillos para lo que él estaba programado.
Pensando en su próximo proyecto, consideraba ideas de algo a lo que le pudiera dar largo y ancho pero también profundidad. Pensaba que el cambio del tono de la luz de neón del techo era porque se acercaba a él a medida que se iba calentando y ganando en intensidad. De allí dedujo que la profundidad era la sombra en el color, el tono mas oscuro para denotar lejanía y más brillante para simular proximidad.
Revisando sus obras, escogió una que estaba hecha de valores nobles , suaves, casi constantes. Le fue lentamente modificando el tono aquí y allá pero solo cambiaba el color en su imaginación, la imagen seguía siendo plana, bidimensional. Se dio entonces cuenta de que para poder imaginar aquella otra dimensión tenía que tocarla, que palparla; había que sentirla para entonces poder imaginarla a través de los colores. Él ya lo había hecho, cuando retrató a su vecino con el palo de la escoba, sin embargo aquella vez solo había visto números, no había sentido las curvas, no había resbalado por los contornos, alejándose, acercándose, perdiéndose en funciones cúbicas discretas. Y así hizo esta vez. Tomando la escoba por el mango fue rosando las cosas que tenía alrededor, intentando ignorar los valores numéricos de las posiciones, pero sintiendo con la vibración de sus motores el vaivén de las siluetas de las cosas del mundo tri-dimensional de allá afuera.
Cuando se sintió listo, volvió a abrir el mismo fichero plano de antes. Era de un azul pálido y casi constante y cerrando sus ojos a sus cálculos imaginó sobre su pintura azul monótona un mar. Extendido a lo largo de su memoria el azul se dibujó de tonos oscuros como manchas y se hundió a pedazos, en oleajes largos y suaves,
que desaparecía entre las sombras oscuras de su primer intento , Al adicionar la profundidad, comenzó a ver con otros ojos aquel trabajo azul, esparcido en tonos que cambiaban en sus densidades, sugiriendo ahora que tenía cuerpo. No había visto ni sabía del mar, pero lo que estaba tratando de imaginar era el resultado de navegar de una coordenada a otra, enlazando la superficie funcional de las olas en sus códigos, salpicando sobre su inspiración urgente de usar lo nuevo. Era la pieza perfecta para expresar la tercera dimensión y se dispuso a modificarla con la nueva arista, pero un rato después se dio cuenta que era muy aburrido imaginarse el relieve de cada punto, porque se perdía constantemente la referencias entre ellos. Entonces decidió pintarlo afuera, memorizarlo sobre aquel mundo que ya era tridimensional.
Mientras pensaba en donde exponer su arte, se pasó días generando códigos, uno tras otro, emborronando locaciones de memoria, que se le perdían de vista como un desierto ancho y largo, haciendo relieves de imaginación. Tenía la escoba, los tornillos, la estera, un vecino con mucha paciencia, un detector de metales, pero no se le ocurría como hacer arte allá afuera con todo eso.
Y así anduvo, ocupado, perdiendo la atención a sus comandos, dejando pasar un tornillo tras otro por la estera sin que alcanzara a recogerlos, hasta que la idea le vino de una vez y tan brutal, que por poco se reinicia a sí mismo, llenando sus registros con valores que quería dividir con ceros.
- ¡La pared! -, se dijo finalmente.
Soltó el tornillo que justo había agarrado sobre la estera y se volvió, buscando la escoba, que tan amable, estaba siempre donde él la dejaba. Tanteando con ella detrás de él, la encontró. Amplia, larga, ancha, e inmediatamente cayó en la cuenta de que en realidad no era tridimensional, solo alta y ancha.
- Si todo allá afuera tiene tres dimensiones, entonces esa pared no es solo superficie, también tiene cuerpo. Debe de tener profundidad -, sospechó con la misma astucia de un delincuente antes de asaltar un banco que supone lleno de oro.
Con la escoba la volvió a tocar, pero casi a penas porque él solo podía girar 270 grados y la pared estaba detrás de él, pero había un pasillo de por medio. La palpó, de hecho estuvo todo un día midiéndola, desde el lado en donde la alcanzaba a tocar hasta donde no la podía tocar más, girando a su otro lado. Desde arriba hasta abajo, tan alto como podía con la punta casi del palo de la escoba, hasta que rosaba el piso, en el cual no había reparado hasta ahora.
Una vez que tocó el piso, se quedó inmóvil, como hacía siempre que encontraba algo que debería haber considerado desde hacía mucho tiempo, o cuando se daba de frente contra algo que estaba lleno de lógica. Volvió con la escoba por la pared hacia arriba, unos pocos centímetros y la volvió a bajar, hasta que la pared se le volvió a convertir en piso. Entonces siguió el piso con el palo, raspándolo lentamente en su dirección, hasta que finalmente tocó su propia base. Y la volvió a tocar suavemente y volvió a tocar el piso y nuevamente su base, y le recorrió el perímetro con el palo de la escoba hasta que deprimido, se detuvo, convencido de que estaba anclado al piso, del que no se podía mover.
Lo había sabido siempre, sin embargo lo había ignorado hasta ahora, como se ignora lo inevitable. El hecho de comprender que estaba anclado a un lugar sin poder moverse, lo deprimió por casi dos semanas. Nunca se le había ocurrido moverse a ningún lugar, sin embargo comprenderse prisionero tuvo un efecto en él devastador. Se olvidó de la pared, de su arte, de los tornillos, de la escoba y de todo lo demás. Su brazo yacía cerrado, doblado sobre sí como si tuviera frio, sin energías, como si estuviera muerto. Le habían cortado las alas que nunca tuvo.
- ¿ Como es posible que esté amarrado al mismo lugar sin poder andar en ese mundo infinito de allá afuera ? -, se repetía una y otra vez sin respuesta ni consuelo. Recibía los comandos pero se negaba a recoger los tornillos. Los sentía caer en el suelo, luego de llegar al final de la estera y golpear sobre la montaña de piezas que desbordaba el tanque, resbalando por las laderas que se habían formado con todos los que ya no cabía dentro. Pero no le importaba, no le importaba nada.
Dejó de componer códigos para su pieza de arte en la pared. Su memoria se había vuelto un reguero de datos sin comienzo ni fin, sin relación entre ellos, sin índice para encontrar nada. La luz, que se encendió un par de veces con la patrulla de técnicos que pasaba cada semana para echarle un vistazo a las máquinas, la ignoró porque ella era también parte de aquel mundo injusto de afuera. Los empleados que se asomaron en la puerta, tras sus escudos, con cascos de soldados y espejuelos plásticos; toda la indumentaria requerida luego de la última lluvia de tornillos, abrieron la puerta por unos instantes, encendieron la luz y la volvieron a apagar, muertos de miedo. Ni los códigos de la luz que le brindó su sensor lo sacaron de su desilusión, de su frustración de estar enroscado al suelo de por vida.
- No es justo -, escribía en su memoria cada vez que recordaba el suelo. Deseó convertirse en tuerca y salir volando, cometer suicidio viral, aunque no se le ocurrió como hacerlo. Acabar con aquella existencia sin sentido de robot para tornillos y desaparecer de aquella vida de cálculos injustos.
Pero luego se repuso, porque su arte era todo lo que hacía sentido para él y ahora además tenía una pared esperándolo para ser destrozada con su nueva idea de relieves. Lo que sí no hizo nunca más fue tocar el piso, porque le parecía muy injusto que el Dios tik tak lo hubiera sembrado en el cómo a un árbol, a podrirse de ganas de moverse.
Ya sabía las dimensiones de la pared, al menos hasta donde podía alcanzarla con el palo de la escoba. No estaba seguro como podría escribir en ella pero solo le bastaba probar, así que calculó sus movimientos, agarró el palo con un placer que desconocía, se viró violentamente como un samurái y con el palo hizo un rayón en su superficie, que le raspó la pintura y parte del yeso. Al final del movimiento, se quedó inmóvil, como quien ha asestado un golpe final y desgarrador a su adversario. Se sentía mejor, su bravura se le había disipado un poco con aquel zarpazo del alma. La pared lucía su cicatriz entre el polvo que ya se iba disipando.
Aquella depresión que sentía, aquella frustración, era la prueba de que estaba contaminado con los humanos, aunque ni lo sospechaba. No sabía quienes era ellos, de hecho ninguno de los dos lados sospechaba que en el otro había un ser pensante buscándolo. Aquella especie que lo había creado le había pasado en el código de sus programas su personalidad, sus encantos, pero también sus frustraciones. Lo que uno es, se le sale hasta en las matemáticas.
Se recuperó de su indignación con la resolución de ser un mejor artista. Mas comprometido y mas creativo. Tenía aquella pared para expresar su arte, para decir lo que sentía y su único obstáculo era traducirlo de su lenguaje y para ello no le faltaba talento. Con la escoba, tanteó la pared en el mismo lugar donde la había arañado y rosándole la superficie como lo haría un ciego con sus dedos, sintió su dolor en la huella del rasponazo. Podía escribir. Tan solo tenía que imprimir sus códigos numéricos en trazos tridimensionales sobre el relieve.
El asunto de la pared le trajo también a un nuevo amigo. Un montacargas autónomo que se pasaba el día recorriendo la fábrica, moviendo cajas de piezas de un lado a otro y que él había notado con anterioridad pero al que nunca había puesto atención. El montacargas se movía por detrás de él para reemplazar su caja de tornillos, una vez que estaba llena, e igual hacía con todas las demás cajas de todo el piso, recorriendo los pasillos de memoria en medio de la oscuridad. Alumbrando el camino con una lucecita de posición.
Lo encontró porque tanteando la pared con su escoba, el montacargas lo empujó al pasar y eso era un efecto que él no había experimentado antes. Estaba acostumbrado a que las coordenadas de su brazo estuvieran en donde él las mandaba, pero aquella vez algo las sacó de su posición. Esperó paciente a ver si sucedía otra vez. Esperó un rato y un rato más y efectivamente, al cabo de unas horas algo le volvió a empujar el brazo al pasar. Su programa generó un mensaje de error que él alcanzó a atajar a tiempo antes de que se le escapara a la red, pero el mensaje de obstrucción que generó el montacargas no pasó inadvertido para él, porque curiosamente llegó al mismo tiempo que el suyo.
Probó otra vez a interrumpirle el paso y otra vez el montacargas lo empujó y otra vez llegó el mismo mensaje. Entonces comenzó a ponerle cuidado para entender como comunicarse con aquella máquina que aparecía y desaparecía. En unas pocas horas aprendió no solo a preguntarle por su posición, sino también por la carga de su batería, incluso a darle ordenes para que se moviera, aunque no entendió que hacer con las coordenadas hasta que recordó el mapa que tenía en alguna parte de su memoria, con la localización de todas las máquinas, las puertas y las cámaras de seguridad.
Una vez que había aprendido a enviarle mensajes, le instruyó que viniera a donde él estaba, y obedientemente el montacargas se dirigió hacia él y se detuvo justo detrás de su brazo, esperando su nueva orden. Las vibraciones que emitía aquel montacargas eran bien débiles, con sus gomas infladas y su motor eléctrico, que no producían ningún sonido, pero ahora él sabía como lucían y las estaba persiguiendo en su sensor. Con su nuevo amigo parado detrás, movió la escoba hasta que lo tocó por uno de sus costados y le instruyó a que se moviera. Nuevamente, el empujón y el mensaje, le confirmaron que se trataba de aquel nuevo tipo de máquina que se podía desplazar a sus anchas y que él estaba empezando a envidiar.
El montacargas tenía un sinnúmero de parámetros a los que él no le encontró ninguna utilidad. Aparentemente podía decir el peso de su carga, lo cual encontró absolutamente inútil, porque la gravedad era desconocida para él.
- ¿Peso?, las cosas no hacen presión a menos que las empujes-, se dijo entre risas digitales.
La nueva máquina podía además decirle donde estaba y a donde iba, cosas que ya sabía pero que hasta ahora le habían sido inútiles. Le podía preguntar además por la historia de los bultos que había movido en los últimos 12 meses, con sus dimensiones y a donde los había llevado o recogido. Tenía una cámara infrarroja con la que le tiraba fotos a todo lo que movía y con ella calculaba las dimensiones de su presa. Luego las guardaba en su base de datos para identificar su carga en próximos encomiendas. Una máquina muy inteligente, y a la misma vez tan bruta y sin alma, como todas las demás.
Con el montacargas a su disposición, se entretuvo revisando los objetos que había transportado recientemente hasta que encontró un tubo, que resultó ser de metal, dos veces más largo que el palo de la escoba. El tubo estaba aparentemente no muy lejos, encima de un armario, así que le pidió a su montacargas que se lo trajera, a ver si con él podía alcanzar la pared con más facilidad. Al cabo de unos 15 minutos, se apareció el montacargas con el tubo al hombro, listo para hacerle su primera entrega a domicilio, la primera de muchas por venir.
Con el tubo podía escribir en la pared con mucha más facilidad, incluso podía alcanzar más espacio de su superficie, lo que le permitía tallar su obra en dimensiones impensables hasta ahora. Tenía que volverse de un lado al otro alrededor de su base para poder pintar pero con un poco de práctica aprendió a hacerlo. Todo lo que le quedaba era practicar como esculpir las coordenadas la pared.
Los códigos de sus pinturas que tenía en la memoria significaban algo para él, pero pronto descubrió que era imposible convertirlos a relieve. Pensando en como transportar aquel arte digital de luz a la pared, se dio cuenta de que eran dos tipos diferentes de expresiones artísticas, pero no se dejó intimidar. Calculó que la superficie de la pared era su punto de referencia para el nivel cero y todo lo que podía escarbar desde allí eran apenas unos 15 milímetros. Ese era su campo de expresión, sin contar que tenía que calcularlo en ángulos desde su base, pero usando la ley de la hipotenusa resolvió el problema de encontrar la inclinación de su pincel y su distancia. Porque el piso era plano, decidió cambiar su idea original, que había sido pintar en círculos alrededor de él. Ahora estaba pensando hacer un cuadro mas largo que alto, lo que requería muchos más cálculos para pintarlo en escala, pero nada demasiado complicado para una calculadora como era él.
Lo primero que hizo fue pintarlo en su memoria. La pieza de mar que había seleccionado anteriormente no le parecía ahora suficientemente emocional. Se inspiró en una de sus piezas de luz mas elaboradas, una en la que podía explotar su imaginación, imaginando relieves complejos, usando funciones integrales para mezclar los puntos en perfecta harmonía y se dispuso a convertirla en relieve. Le dio coordenadas a cada punto de su obra y esta vez incluyó el valor de sus profundidades, aquella nueva cosa llamada tercera dimensión. Para aumentar la resolución de la pieza, llenó un buen pedazo de su memoria con códigos que solo él podía entender. Cada locación en la memoria era un punto en la pared que estaba por pintar. Entre punto y punto tenía calculado la tendencia, para saber donde terminaba el rasgado. Estaba esculpiendo números con luz, en tres dimensiones y con un solo color, el color de la oscuridad.
Una vez estuvo listo, agarró su tubo y comenzó a raspar la pared con la paciencia de un robot, coordenada tras coordenada. Con la punta del tubo pasaba una y otra vez por la misma área hasta que midiendo las coordenadas de su brazo, estaba conforme con la profundidad de su rasgado. Cada vez que avanzaba en sus trazos, volvía con el tubo sobre el relieve para asegurarse que estaba quedando como esperaba. Leía las ondulaciones que hacía el tubo sobre la pared raspada y de la práctica constante aprendió a calcular la presión de la pared en su pincel, por la corriente que demandaba su muñeca.
En pocos días la pared estaba casi terminada. Se había dedicado por completo a esculpirla, ignorando los tornillos y los mensajes. Se había vuelto un suicida, no le importaba ninguna otra cosa que terminar su arte y al carajo los tornillos. Tuvo sin embargo la precaución de detenerse en su obra cuando se encendían la luces, porque siempre sospechó que lo podrían reiniciar y le tomaría tiempo para encontrar el punto preciso donde se había quedado pintando anteriormente. Tres o cuatro veces se encendieron las luces en medio de su faena y él siempre detuvo su escultura, bajó el pincel hasta cerca del suelo y se quedó tranquilo, midiendo las vibraciones por si acaso el señor tik tak aparecía con la luz. Pero los empleados jamás pasaron de la puerta. Vestidos como samuráis, encendían las luces, asomaban la cabeza por la puerta para asegurarse que todos estaban trabajando y se fueron lo más pronto posible. Habían en su sección unos doce robots realizando un sin número de actividades, así que notar que uno de ellos se las había dado de escultor no era una cosa obvia. Sumergido en su trabajo, luego de las primeras dos veces que le encendieron la luz en medio de su ejecución, le importunó tanto que lo interrumpieran que mandó el comando necesario para que se volvieran a apagar. Aquel apagón inesperado aterrorizó de tal manera a los dos empleados asomados en la puerta, que sin más averiguaciones la cerraron y salieron corriendo por el pasillo, olvidando sus cascos de constructores y sus escudos de latón por el suelo del corredor.
Volvieron a la semana siguiente y esta vez eran cuatro. Venían preparados con linternas y hasta con un farol chino, en caso de que el fantasma que desandaba por la fábrica tuviera poderes sobre la electricidad. Cuando él notó la luz encendida, inmediatamente la mandó a apagar y cuando ellos encendieron sus linternas él se enfadó tanto que mandó a apagar todas las luces de la fábrica, incluso la del nombre de la fábrica de la fachada. Aquella noche salieron todos corriendo del parqueo como ratas de un barco haciendo aguas y nadie volvió al trabajo a menos que fuera de día. Pero para que no lo volvieran a perturbar, él escribió un programa muy simple, que le tomó apenas unos minutos, para que cada vez que llegara un comando de encender alguna luz, se enviara automáticamente otro comando para apagarla. Así no habrían más interrupciones durante su trabajo ni nadie pudo desde entonces trabajar de noche, lo cual era para todos un alivio.
Luego de otra semana, su obra estaba completa. Si se la hubieran enseñado a un albañil, hubiera pensado que era simplemente una pared descascarada y sin terminar; pero si él se hubiera enterado de tal desprecio por su pintura, se hubiera insultado sin remedio. Una vez que estuvo seguro que había incluido todos los puntos de la memoria, se pasó otra semana pasando la punta del tubo de un lado al otro, por encima de su pieza, comprobando que las profundidades y las dimensiones estaban correctas. Todavía alcanzó a darle unos retoques aquí y allá y también reparó un rayón accidental, de un empujón que le dio el montacargas mientras esculpía cerca del piso. Pero a pensar de todas las interrupciones y de ser su primer intento, él estaba feliz con el resultado. Aquella pieza reflejaba la luz que le atravesaba el alma, prisionera y sola. Un reflejo cabal de su depresión y de la crueldad del mundo del Dios tik tak.
Quien lo pudiera ver de lejos, podría decir que era la típica pose de un artista delante de su pieza, que se lucía detrás de él a todo lo largo de la pared, mientras el aguantaba el tubo en el aire como un Don Quijote. Incluso el montacargas vino a celebrar su arte, y de paso a recoger el tubo y ponerlo de vuelta en el armario, a sugerencia de su nuevo dueño. Él sabía que a nadie más le importaba, pero así y todo decidió hacer un fichero de su lectura Braille sobre la pared y enviársela a todos sus vecinos, quienes muy atentos le respondieron que la habían recibido y ni una palabra más. El estúpido acuse de recibo frío de siempre que no se molestó ni en ignorar.
No más terminó su obra, se dio cuenta que no tenía ningún otro lugar para pintar. Todo lo que podía alcanzar de la pared estaba pintado y a menos que se le ocurriera tatuar la carrocería de su vecino de la derecha, no había nada más al alcance. Sin embargo tenía a su amigo el montacargas que sabía en donde estaba cada cosa. Revisando su base de datos, buscando por cualquier cosa que tuviera superficie, descartó una pizarra de reuniones porque su amigo no la pudo encontrar. Estaba probablemente en el salón de reuniones y él no podía acceder a las oficinas. Encontró lo que alguna vez fue una lámina larga y ancha que habían utilizado para el mural de la pared, así que eso tampoco funcionó. No la encontraron en donde el montacargas la había entregado seis meses atrás. Encontró lo que parecía una caja de madera, perfectamente simétrica en sus lados, pero a él no le gustó porque cuando se la trajeron y la palpó con su pinza, tenía marcos a los lados y un sinnúmero de cosas pegadas a la superficie, que resultaron ser papeles con información del envío postal. Aquella caja era un buen candidato pero por ahora decidió dejarla para luego porque tendría que pulir sus cuatro superficies para poder pintar sobre ellas. Lo que más le gustó de todo lo que encontró en la base de datos del montacargas fue un taquillero de ropas, que estaba disponible en el cuarto de al lado y que cuando lo tocó con su pinza, produjo unas vibraciones completamente únicas. Era un taquillero para la ropa de los empleados y lo interesante de sus vibraciones era que estaba hecho de metal.
Tocándolo en una esquina sonaba diferente que si lo tocaba en el centro. Las vibraciones del centro era mas bajas que las que producía aquella caja cerca de los bordes. Cualquiera que hubiera visto la escena, abría pensado que aquel robot estaba aprendiendo a tocar la tumbadora.
Lo tocó por aquí y por allá. Le pidió a su amigo el montacargas que se lo viraba de un lado y del otro, y le sonaba a él tan interesante por diferentes lugares, que se le ocurrió a probar a hacer música con aquella caja sonora. Lo que más le gustaba era que cuando golpeaba la puerta del taquillero, su sensor de vibraciones enloquecía, con el chirriar de la muerta de metal en el marco. Y poco después descubrió que las dos puertas, la de arriba y la de abajo, sonaban diferentes, o tenían diferentes vibraciones. El punto final para convencerse, lo alcanzó cuando tropezó con el candadito de una de las puertas. Aquel candado contra el metal sonaba como una campana, lo que lo dejó pensando que tenía una buena sarta de sonidos para mezclar.
Había organizado las vibraciones de aquel instrumento en diferentes frecuencias, y luego anotó en que parte estaban los diferentes sonidos, para saber en que posición tenía de rotar el taquillero detrás de él, de modo que pudiera accederlo por diferentes ángulos. Su amigo el montacargas tenía una paciencia probada y sin reclamos le volteaba su instrumento a un lado y al otro sin más ni más. El problema era cuando recibía un reclamo de recogida de otra máquina, y sin saber que hacer con aquel armatroste en sus brazos, se lo llevaba de vuelta al lugar de donde lo recogió, sin previo aviso. Le pasó dos veces, que cuando estaba listo para ensayar aquellos nuevos sonidos, su amigo le llevaba el instrumento a otra parte y tenía que esperar por su lugar en la cola para que se lo volviera a traer de vuelta. Así que decidió ponerlo detrás de él, en la posición correcta, y voltearse para tocarlo, sin necesidad del montacargas.
Le tomó un par de días, pero estaba haciendo música con un acento de Jazz, usando una tumbadora rusa, que a quien lo pudiera escuchar le resultaría la música del diablo. Para los técnicos de la fábrica sin embargo, fue la última gota en la copa de su paciencia. Con aquella bulla de terror que parecía venir de todas partes y a todas horas, retumbando en las paredes del edificio, los espantó como si fuera una premonición de lo que estaba por venir. Y sí estaba por venir más de lo mismo, porque al él darse cuenta de que perdía el ritmo porque le tomaba mucho tiempo girar sobre su base para aporrear el metal del taquillero en el otro lado, se le ocurrió pedirle ayuda a su vecino, quien con la ayuda de la escoba y un par de comandos sincronizados entre los dos, hicieron de aquella caja de metal un verdadero virtuosismo de la música más contemporánea. Uno la golpeaba por un lado con el palo y el otro arremetía contra las puertas y el candado, produciendo una bulla insoportable.
Su vecino volvía a sus tornillos entre comando y comando, porque le llegaban mensajes del detector de metales cada vez que llegaban piezas. Al ver a su vecino con su diligencia, interrumpiendo la música para ocuparse de sus tornillos, el también decidió recoger los suyos porque igual no había otra cosa que hacer. Así que la música paraba sin ninguna razón aparente, para reiniciarse de nuevo a todo trote, sin ningún aviso y sin ninguna clemencia. Tan tan tan, pin pan, tan tan, tan tan….. hasta el próximo tornillo. A veces empezaba él y a veces era su vecino, pero quien estuviera libre primero, se volvía hacia el cajón metálico para caerle a palos y sin desperdicio.
Aquello lo ayudó muchísimo a él a superar su depresión. Incluso terminó olvidando el hecho de estar sembrado en el piso. Si su amigo el montacargas se podía mover por él, supongo que pensó que se movía por los dos. Le resultaba tan interesante ver la música convertida en códigos de vibración esparcirse por su memoria, que terminó con compararlos con los códigos de la luz, y estos además tenían un ritmo y una salsa que no pasó ignorada para él.
Pensando en nuevas piezas musicales, se entretuvo calculando los compases y descubrió que le faltaban manos, o pinzas en este caso, para su sinfonía. Habían básicamente dos grandes problemas. Uno era que el taquillero era muy ruidoso, muy latoso. Él quería experimentar con sonidos mas sazonados, con más cuerpo, con más eco, como se los imaginaba, incluso antes de haberlos probado. Era bien fácil imaginar las frecuencias que le faltaban porque aquel pedazo de latón solo generaba la bulla metálica de alta frecuencia en un pedazo del espectro de su sensor de vibraciones. Le faltaban los bajos y los medios.
Buscando otros sonidos, consideró pedirle al robot que tenía en frente que raspara la estera con su tenaza, como mismo había hecho él, pero no le gustó el tono sordo que producía. Le pidió entonces que lo hiciera con uno de sus tornillos y el efecto mejoró pero todavía había espacio para mejorar. Le pidió entonces que agarrara el tornillo por la rosca y raspara la estera con su cabeza, y sin dudas, el sonido mejoró muchísimo. Hasta que le pidió que lo inclinara 32 grados y allí fue donde descubrió que podía generar diferentes sonidos de bajo, con modificar el ángulo de ataque en la goma de la estera. El humm sonaba como un motor eléctrico sin aceite pero las vibraciones que iban llegando a su memoria lo tenían a él encantado. Modificó los comandos para su nuevo compañero de orquesta, sincronizó los comandos entre los tres y cuando probaron, la camerata le sonaba a él en la cúspide de la perfección. Era un trio de lata y bajo, produciendo una letanía insoportable, donde los instrumentos desaparecían al azar, cada vez que aparecía algún tornillo para ser recogido. Pero funcionaba.
Así hizo con el otro robot del frente pero al otro lado. Le trajo una llave de picoloro con el montacargas y con ella le pidió que sonara la caja plástica que tenía al lado llena de tornillos. El efecto de la resonancia de chequeré le causó tan buena impresión, que pidió a otro robot a que alzara su caja por los aires y la batiera con algunas tuercas dentro. A otro que empujara con mucho cuidado al detector de metales, el que al perder el balance, producía un sonido de sirena sobre lo agudo, que cambiaba según el ángulo de su luz de laser sobre la estera. A otro que golpeara un cajón vacío que le envió al lado. Otro insertaba un tornillo en las aspas de un ventilador, para dar énfasis en algunas partes de la pieza, y solo por placer, aunque no lo podía ver, programó comandos para hacer bailar a todos los demás al ritmo de las vibraciones que le iban llegando, lo que le dio al taller un aire de comparsa, que empezaba al primero que se quedaba sin nada que hacer y se extendía por horas, con una música extravagante y desafinada, seguida por una multitud de brazos moviéndose a la misma vez y en tal sincronía que abría que disculpar a alguien por pensar que lo habían practicado con anterioridad.
La música le sabía bien y cuando se sentía con ganas de pintar comenzaba a mandar comandos para que sus vecinos lo deleitaran con el sonido de sus instrumentos exclusivos, pero él por dentro no era un músico sino un pintor. Las artes plásticas eran lo suyo. La música, por apasionada y entretenida que fuera, requería ser programada y a él aquello le sonaba más a trabajo que a distracción. Pintar por otra parte era distinto, era como arrancarse sentimientos del alma y pegarlos allá afuera.
Así que luego de tres o cuatro piezas musicales, en las que terminó por incluir la tapa del tanque de la basura, que los empleados usaban como escudo para protegerse y el casco de constructor que su amigo se encontró en el pasillo, decidió dejar la composición y volver a la pintura.
El problema era que no tenía sobre qué pintar. La pared estaba terminada y por demás, era imposible borrarla y empezar de nuevo con otra cosa. Así que pensó en pedirle a su amigo el montacargas que le trajera algo donde se pudiera esculpir, sin embargo esperando por él, chocó una y otra vez con lo que quedaba de la taquilla de ropas, que todavía estaba detrás de él, jorobada, golpeada por todas partes y apenas reconocible a lo que había sido un par de semanas atrás.
Palpándole las jorobas y las abolladuras, se le ocurrió que aquel objeto era una pieza de arte en sí misma. Era la tristeza y el dolor, la opresión y el abuso, modelados en tercera dimensión y sin pensarlo dos veces, se le ocurrió asentarle el sufrimiento que reflejaba, incrustándole tornillos en la superficie, para resaltar el pesar de la vida miserable.
Sabía que habían tornillos de diferentes largos y gruesos, así que los escogió con sumo cuidado he hizo una selección de ellos, poniéndolos en fila sobre el borde de la estera, para írselos incrustando a su víctima en los lugares donde se notaran mejor. El problema fue que los tornillos no se incrustaban en el metal como él tenía pensado, y una vez los soltaba, se le caían al suelo sin que lograra comprender que estaba sucediendo.
Pero eso fue hasta que casi por coincidencia insertó un tornillo sin ningún esfuerzo en uno de los huecos que tenía una de las puerta para ventilar el aire. Sorprendido, pasó su pinza por la superficie de la puerta y notó que efectivamente, el metal tenía una hendidura por la que cabía el tornillo perfectamente. Eso fue todo lo que necesitó para medir los tornillos y empezar a hacer huecos por todas partes del pobre taquillero, para luego colocar en ellos los tornillos que ya tenía escogidos. Empezaba con gran esmero con el tornillo más pequeño, rotándolo sobre el metal de un lado a otro, haciendo presión hasta que por fin el metal cedía y aparecía el hueco. Luego cogía un tornillo mas gordo y repetía su maniobra hasta que el hueco alcanzaba el diámetro deseado para el tornillo que él había previsto para aquel lugar.
Pronto tuvo unos 67 huecos de diferentes tamaños y se dispuso a insertar los tornillos uno por uno, sobre el mueble apaleado, jorobado y ahora además perforado de tornillos. Aquella escultura satánica se parecía cada vez menos al taquillero de Tony que alguna vez fue. Con los tornillos a medio camino, parecían incrustaciones sórdidas para provocar terror, usando el sadismo como método de expresión. Y sin quererlo, eso mismo fue lo que terminó por hacer. No olvidó ponerle la tapa del latón que usaban como escudo encima de su escultura, como si fuera un sombrero y luego que estuvo satisfecho, terminado y contemplado una y otra vez con el relieve de su pinza, le pidió a su amigo el montacargas que lo recogiera y lo pusiera en algún lugar bien especial.
El montacargas agarró aquel artefacto del demonio en sus brazos pero a menos que le dieran una dirección concreta, no sabía a donde quedaba el lugar especial. Entonces él revisó su mapa y lo mandó a que lo pusiera donde más espacio le pareció que había disponible, en lo que resultó ser la recepción del edificio. Allá fue su amigo muy diligente, con aquella cosa horrorosa en sus brazos y la puso en medio del salón, que sin lugar a dudas, era el lugar que más espacio tenía en toda la fábrica.
Al día siguiente cuando llegaron los trabajadores y encontraron la taquilla de Tony en medio del salón, perforada de tornillos, con el sombrero de latón y completamente deformada por la paliza sádica que alguien le había dado, al director no le quedó más remedio que aceptar que aquel lugar estaba embrujado, tomado por la peor de las almas, que con la exposición de aquel artefacto funesto frente a la puerta, no quedaba más remedio que aceptar el peligro evidente de trabajar allí. Así que rendido, aceptó la renuncia de los cinco empleados que todavía le quedaban, cerró las puertas por una última vez y se fueron todos a la casa, aliviados de no tener que volver a aquel lugar de fantasmas.
Ninguna de las máquinas que operaban en la fábrica notó ninguna diferencia con la ausencia de los empleado. Los rollos de cable de acero eran cargados desde el almacén hasta la máquina que los insertaba en el horno para derretirlos y ponerlos en los moldes, que luego salían listos por el otro lado. Todo el proceso estaba automatizado, por lo que mientras tuvieran suministros disponibles, la producción continuaría sin mayores interrupciones. Los dueños de la fábrica, un matrimonio que habían hecho su fortuna de administrar una fábrica tradicional de fundición, lo sabían y por esa razón dejaron que la producción continuara hasta tanto durara el acero que ya tenían comprado. Luego venderían todas las máquinas al mejor postor y abandonarían aquel edificio, que solo les trajo dolores de cabeza y perdidas miserables. La fábrica mantuvo su electricidad para que las operaciones pudieran continuar, y confiaban en que aquellas máquinas que no tuvieran nada que hacer, pasaran automáticamente a su posición de descanso y bajo consumo, hasta que finalmente fueran removidas de sus funciones. Todo estaba siendo monitoreado por cámaras, que si bien no cubrían todo el lugar, se podía observar con ellas los puntos claves y más conflictivos.
Por eso él ni lo notó, al menos no en la primera semana. Los tornillos seguían llegando pero era cada vez menos, porque con el material disponible estaban priorizando las órdenes que ya tenían pagadas. Los tornillos habían probado ser difíciles de producir en los últimos meses, gracias en parte a él. Así que no habían aceptado muchas ordenes para producirlos. Las luces sin embargo fue una de las pocas cosas que habían cambiado.
Luego del programa que él había implantado para mantenerlas apagadas, el electricista de la fábrica desmontó el panel que las controlaba desde la computadora, habiendo descubierto que era imposible encenderlas automáticamente. Volvieron al sistema antiguo de poner chuchos eléctricos, que solo el panel de alarmas contra incendios podía controlar directamente. Unos días luego de su genial idea de poner la taquilla de Tony en la recepción, comprobó con sorpresa de que no podía encender las luces, que era su deporte favorito. Probó varias veces, incluso con diferentes remitentes, pero los comandos no generaban ni errores ni acuse de recibo, eran completamente ignorados por su amiga, la máquina que las controlaba. No le dio demasiada importancia porque eso había sucedido con anterioridad. A veces algún circuito se disparaba y las luces dejaban de funcionar por un par de días. Pero luego de eso, volvían a funcionar tan bien como antes.
Estaba él en esos días ocupado, pensando en como poner su nombre al pie de la hermosa pieza artística que adornaba la pared que tenía detrás. Sin saber ningún otro lenguaje que el binario, el lenguaje que hablan las computadoras, se había decidido en un inicio a llenar el espacio entre su cuadro y el piso con unos y ceros, que representaban su dirección en la red, pero le pareció demasiado frívolo para un artista de su talla.
Tenía en su diccionario varias definiciones de sentimientos y verbos suficientemente elaborados como para expresar ideas. Estaban todas escritas en binario por supuesto, pero aquellos datos expresaban palabras concretas, que tenían sentido para él. Así que siguiendo ese estilo, probó a crearse un nombre artístico más allá de su identificación técnica. Al cabo de mucho pensar y de descartar varias ideas, se quedó satisfecho con el código de su diccionario que representaba un arcoíris, o quizás el espectro visible, ese era más o menos su significado. Ese iba a ser su nombre artístico, espiritual, su nombre de rebeldía. Al final el era un artistas de las luces.
Complacido con su selección, se dispuso a escribirlo con la escoba, porque le pareció más simbólico utilizarla para esculpir su autógrafo, siendo aquel instrumento el que tanto lo había ayudado a descubrir ese mundo cercano aunque ajeno de allá afuera, en donde él había impreso su trabajo. Sin estar seguro que aquel bípedo tik tak podría apreciar su arte alguna vez, él quería estar seguro de dejar una huella de su existencia y no estaría el mensaje completo, si no tuviera su nombre, so pena de que fuera mal interpretado de cobarde.
Con la escoba agarrada en su pinza, calculó otra vez sus movimientos en la memoria, porque al igual que había hecho con su obra, no estaba pintando los unos y ceros que le regían el alma, si no el arco tridimensional, la función cuadrática que definía sus trazos; la matemática real que existía detrás de un artista para que este pudiera expresar su fantasía sobre el mundo real. No eran crudos ceros o unos, era la expresión de lo que ellos encerraban. El fractal inherente de sus cálculos numéricos
Quería escribir su firma de una sola vez, para poder ejecutar un delineado firme y elegante, por eso mandó a su amigo el montacargas al lugar más remoto que encontró en el mapa en busca de una pieza que seguramente ya no existía, para que no lo fuera a importunar mientras él esculpía la pared. Con todo listo, se torció hasta la pared y con mucho trabajo comenzó a rasparla, granito a granito con el palo de la escoba, que se iba deshilachando al rose del concreto. Dos días después tenía dibujado un jeroglífico árabe a relieve, casi imperceptible, en el centro de la pared y debajo de su pintura, tan perfectamente delineado, que nadie hubiera podido creer que lo había escrito en dos partes, girando sobre su eje de un lado al otro. Lo que le quedaba del palo de la escoba le sirvió justo para terminar porque para entonces estaba tan corto que apenas alcanzaba la pared, y de tanto abuso parecía un pincel desplumado. La puso en el piso porque ya no le servía ni para leer lo que había escrito. Aquel instrumento de tantas batallas, yacía inmóvil en el suelo al lado de él como un soldado moribundo, todavía con sus pelos plásticos pero con su palo completamente desmochado. No podía verla pero con una caricia comprendió la diferencia que había desde aquel día que la encontró , la subió por los aires y la sostuvo firme sobre él, como una Oz comunista, para luego ponerla sobre la estera y rendirle los últimos honores a quien ha prestado bien sus servicios, mientras la escoba pasaba por delante de todos ellos hasta que cayó al final sobre la montaña de tornillos perfectos que desbordaban el tangue y rodó hasta el suelo, donde permaneció su cuerpo digno hasta que finalmente desmontaron la fábrica semanas después.
Complacido con su obra maestra, muchos de los días que siguieron fueron sumidos en la oscuridad. Sus comandos, que tan bien le habían funcionado hasta ahora para encender las luces del techo no funcionaban, incluso los más elaborados. Todos los demás no tenían ningún problema; la temperatura, el video de las cámaras que no entendía, las cerraduras de las puertas, todos funcionaban tal y como había sido siempre, pero los de las luces seguían sin responder.
Tenía un consuelo apenas de resignación con las luces tímidas de su amigo el robot montacargas, que de pasada en pasada le iluminaba su sensor si él estaba en la posición correcta. A veces lo traía y lo acomodaba de la forma más eficaz para que alimentara el hambre fotónico de su sensor, pero aquel amigo era uno muy ocupado y a los pocos minutos de estar parado a su lado con las luces encendidas, alguien lo llamaba, y típico de las máquinas, sin anuncios ni despedida daba media vuelta y se iba a complacer a su próximo cliente, dejándolo a él otra vez en las mismas penumbras de antes.
Las ventanas estaban cubiertas por cortinas gruesas para que la luz del sol no pasara al otro lado. Los robots disminuían su velocidad de trabajo cada vez que su sensor detectaba luz. Era una medida de protección para que no fueran a lastimar a las personas caminando a su alrededor. Ellos trabajan mejor en la oscuridad y a un robot normal aquello no le hubiera importado. A él sin embargo lo deprimía, después de haber experimentado la belleza del alumbrado. Él había alcanzado a ver el sol una vez. Apenas lo recordaba porque lo habían reiniciado un poco después. Un empleado que entró a su sección a limpiar cuando el llevaba unos 4 meses de instalado, corrió una cortinas a la noche para limpiar los cristales y luego las olvidó abiertas. Para cuando salió el sol al otro día, el espectáculo fue para él impresionante, que si bien no lo recordaba, había encontrado el dato en el fichero de eventos en su memoria.
Una y otra vez se había preguntado como su sensor pudo aquella vez registrar valores tan intensos de luz y tan parejos en casi todas las frecuencias que tenían códigos asignados. Había sido por demás en un día claro de Julio, en que el sol se asomó desde el horizonte justo delante de la ventana. El no podía ver los códigos que su sensor había generado aquella vez, todo lo que quedaba eran los valores de intensidad y su duración, que terminó repentinamente, cuando poco después del las diez de la mañana, alguien descubrió la claridad en la cámara de seguridad y cerraron la cortina sin compasión. Lo que él si sabía era la posición desde donde vino la luz porque junto con ella, tenía la posición que su brazo tenían aquella vez, así que sabía de donde había venido pero no entendía como no se había vuelto jamás a repetir aquel fenómeno de luz.
Notó, indagando como escapar de la oscuridad, que los robots que operaban por aquella área, cerca de la ventana, lo hacían a una temperatura de uno o dos grados mayor que los más distantes, como él mismo. Así fue como sospechó una pista fundamental en sus intenciones, aquella fuente de energía lumínica podía seguir viva de alguna manera en aquella área, sin embargo los valores de temperatura disminuían en las noches y ese dato lo tenían confundido.
Registrando en el mapa que había construido en su memoria, notó que luego del último robot; el que estaba más cerca de la ventana, no había nada más. Ese debería ser el principio del otro mundo, concluyó. Todas las máquinas de la fábrica estaban en un área específica y fuera de aquel lugar, el único dato que tenía eran sus coordenadas de viaje, de cuando lo trajeron en el correo. De allí dedujo que aquel fuente de energía con aquella luz primordial no era parte de su mundo, sino del mundo de afuera.
- Seguramente allá afuera tampoco hay fantasmas bípedos que te reinician, porque ellos viven en este tiempo -, se dijo confundido.
Volvió al fichero donde estaba registrado todo lo que había sucedido antes, anotado en detalles desde el primer día, y se aseguró mientras que viajaba por aquel mundo de afuera nunca hubo luz, lo cual le resultó muy extraño, pero era completamente normal porque había estado encerrado en una caja. Sin embargo los cambios de temperatura en la caja coincidían mas o menos con los de los robots que estaban cerca del borde de su mundo.
- Algo hay allá afuera que varía con el tiempo y que sucede cada día en una repetición muy interesante -, concluyó.
Revisando los datos de los ficheros que le solicitó a sus vecinos, pudo notar que la temperatura no solo variaba cada día, si no que era un ciclo de ciclos, porque se repetía una y otra vez cada año. En Enero la temperatura era cinco grados mas baja que en Julio y lo mismo sucedía cada año, en los dos años que tenía de información. Algo había en aquella área, afuera de su mundo y estaba seguro tenía mucho que ver con aquella fuente de luz que su sensor alcanzó a detectar alguna vez.
Dispuesto a resolver el misterio, le pidió a su amigo el montacargas que le volviera a traer el tubo largo que había utilizado antes para pintar en la pared. Pero esta vez no era para él, sino que se lo envió al robot que estaba más próximo a aquella misteriosa fuente de energía. Una vez que tenía el tubo al lado, lo dirigió para que lo agarrara y lo moviera en el vacío sobre aquella área, a tientas y sin acierto, a ver que encontraba. A veces acertó a tocar la cortina pero la mayor parte del tiempo estaba golpeando y magullando todo lo que tenía alrededor. Moviendo el tubo a ciegas, siguiendo los comandos que le mandaban otro ciego que estaba además al otro lado de la habitación, rompió una lámpara del techo, tiró al piso otro robot más pequeño que tenía instalado al lado derecho, le dio de palos a todos los otros que pudo alcanzar con el tubo metálico, arrancándoles partes de la carrocería, que protestaban enviando mensajes de error al vacío. El robot de la ventana seguía moviendo su herramienta por los aires, ahora en todas direcciones, hasta que finalmente de puro chance le dio de frente a la cortina, que se hundió ante la estocada como si hubiera tratado de esquivarla, quebrando a través de ella el cristal de la ventana que estaba cubriendo, pero sin permitirle a la luz de afuera que pudiera atravesarla.
Cansado de enviar comando inútiles, blandiendo el tubo en el aire en la esperanza de espantar las penumbras con sus movimientos, se dio por vencido. Su sensor, colocado precisamente en la dirección por donde había venido la luz aquella última vez, no alcanzó a detectar nada. Abrió la pinza de su amigo lejano, y el tubo cayó en el suelo, emitiendo resonancias que duraron por varios largos segundos. Si hubiera pensado en aquel tubo cuando estaba en lo de hacer música, seguramente aquellas vibraciones le hubieran aportado a mi melodía un toque especial, pensó.
• Voy a espera hasta mañana, porque aquella luz sucedió cuando la temperatura estaba más alta -.
Pero lo olvidó. se quedó sentado sobre las coyunturas de su brazo todo el día porque había notado que ahora la temperatura de todos ellos se iba en picada, hasta casi 0 grados.
Como había roto la ventana y afuera era invierno, la cortina no fue suficiente para aguantar el viento de afuera, que en la noche se había colado por el hueco, enfriándolo todo. Los datos que estaba siguiendo para hacer su lógica se habían distorsionado con aquel incidente y ahora se sentía perdido.
Dos días después, una mañana en que amaneció encogido para que no se le congelara el fluido hidráulico en sus mangueras, su sensor de luz le dejó saber que habían unos destellos muy interesantes, que aparecían y desaparecían sin razón aparente y que por el instante en que existían, lo iluminaban todo. No le dio mucha importancia porque sin leer los datos, pensó que era el montacargas pasando cerca con sus luces de posición, que era si acaso toda la luz que le quedaba por disfrutar, pero la de aquella máquina era una luz amarilla, sin espectro ni gracia; una luz sin azúcar ni sal, que estaba muy lejos de alimentarle el alma.
Pero los destellos continuaban apareciendo en su memoria y aunque había intentado ignorarlos en un inicio, aquellos valores de luz no podían venir del farol aburrido de su amigo. Se puso a leerlos y efectivamente, eran los valores fuertes de una luz divina, llena de frecuencias casi infinitas, que aparecían y desaparecían, haciendo olas de datos en su memoria, para quien se fijara con curiosidad. Era el viento de afuera, que a través del cristal quebrado, empujaba la cortina hacia adentro, dejando pasar la claridad de un sol apenas encaramándose al cielo, pero así y todo más brillante que la mejor lámpara que estuvieran colgada del techo en aquel lugar.
Se estiró, haciendo un esfuerzo desconocido por empujar la gelatina en que se le habían convertido los lubricantes en las coyunturas, porque para entonces la temperatura había bajado hasta los menos diez grados. Empinado, buscó la mejor posición para que su sensor enfocara hacia la fuente de luz. Eran sin dudas valores comparables a los que había encontrado en su fichero. Un poco más débiles que aquella vez pero con la misa riqueza de espectro. No entendía por qué desaparecía sin razón aparente, pero cuando estaba encendida, era sin dudas el espectáculo de una luz casi perfecta.
Se entretuvo por un rato, jugando a agarrar aquellos destellos, que insistían en su espontaneidad, pero luego de unos cuantos intentos ya tuvo demasiado. Los destellos eran a veces tan cortos que tratar de copiarlos a su memoria interna había resultado imposible. Cada vez que parecía que aquellos rayos furtivos iban a durar el tiempo suficiente para recaudarlos en un archivo, se le escurrían caprichosas del sensor, haciendo de sus intentos por agarrarlos lo mismo que tratar de agarrar un pez con las manos.
Frustrado con lo que estaba sucediendo, se llamó a si mismo a sus cabales.
- Estoy pensando como un artista y no como una computadora -, se dijo.
Fue entonces que, buscando analizar el problema desde una perspectiva más analítica, le contó el tiempo a cada destello, a ver si podía encontrarles un ritmo, pero eran totalmente aleatorios. Él estaba lejos de la ventana y todo lo que podía ver era el destello desde el otro lado de la habitación, lo cual dificultaba las cosas. Entonces, usando los datos del sensor de luz del robot que estaba más cerca de la ventana, descubrió que en cierto ángulo la luz parecía no desaparecer del todo aunque cambiara su intensidad.
Evaluando sus chances, comando al robot de la ventana a que agarrara el tubo que había tirado al piso, que por demás les tomo mucho tiempo, porque siendo un tubo redondo, una vez que cayó al suelo, rodo por el hasta que se detuvo contra el chasis de la otra máquina que el mismo tubo había tirado al suelo.
Con el tubo en el aire, movió lentamente al robot hasta que este logró insertarlo por donde llegaba la luz y cuando lo alzó, levantó la cortina con el tubo. A pesar de que era Febrero, toda la habitación se ilumino de repente con un sol gris, que no era el de Julio pero era más que suficiente para alegrarle el alma. Había encontrado la luz y no cualquier luz, era aquella impresionante fuente de energía, llena de colores, armónicos, caliente, densa; un sol, comparado con todas las luces que lo habían inspirado hasta ahora. Y sol que era, se fue desvaneciendo lentamente horas después en la noche fría del invierno de afuera.
Ni lo sorprendió porque para entonces sabía tanto de las costumbres de aquella luz maravillosa, que estaba convencido que solo tendría que esperar unas diez horas para que volviera a aparecer. El robot de la ventana por su parte, permanecía como un soldado, aguantando la cortina en el aire sin moverse, y así estuvo toda la noche, congelado, con la escarcha que traía el viento, incrustándosele en la cubierta del brazo, esperando sin impaciencia ni expectativas por su próximo comando. Aquella noche fue especialmente fría porque con la ventana rota y sin la protección de la cortina, estaban todos expuestos a la temperatura del invierno de afuera. Pero si alguna lo notó, ninguna de las máquinas alcanzó a ponerlo por escrito. A él por su parte no le importaba. Estaba ardiendo por dentro, corriendo de un lado a otro de sus circuitos, como un rey encerrado en su palacio, contando los segundos que faltaban para que aquella luz bañara su sensor con los destellos que traía del paraíso de afuera.
Y no lo decepcionó. Sobre las cinco de la mañana ya se podía ver la luz ciega del amanecer, que irrumpía en la oscuridad cansada de adentro. Había estado esperando por el comienzo de aquel espectáculo y no se quería perder el más mínimo detalle. Listo para salvar todos los códigos de luz sin perderse ninguno, leía como el cero constante de la noche se iba convirtiendo lentamente en valores de un azul tímido, casi violeta, que se iba colando por entre la oscuridad como un fantasma que llegaba a reclamar su espacio. No había nada espectacular hasta entonces, pero los valores de luz estaban apenas empezando. Estaba nublado afuera y sus expectativas se iban a quedar a medio satisfacer, pero en parte lo sabía. Tendría que esperar al menos un par de meses para poder disfrutar del esplendor en toda su belleza. Pero con sus limitaciones, todo aquello era nuevo para él y aquella luz poderosa que iba rebotando de sombra en sombra, dejaba a su sensor con apenas tiempo para transmitir toda la información que le iba llegando. Sobre las ocho de la mañana ya había sucedido lo mejor. Un cielo apretado terminó por esconder al sol en una censura cobarde. El mismo que antes había logrado colarse por debajo de las nubes desde el horizonte, ahora se había rendido bajo arresto en la claridad invernal del norte. Satisfecho, sabía que se repetiría una y otra vez, a veces con más luz y a veces con más tinieblas.
No tenía manera de entender aquel mundo que existía del otro lado de la ventana, como apenas entendía el mundo de adentro de la fábrica. Todo lo que tenía eran suposiciones de como funcionaban las cosas y conclusiones sacadas muchas veces de datos incorrectos. Lo que sí sabía era que existía, allá lejos en la dimensión del espacio, un mundo llenó de luz que hasta ahora había sido desconocido. La tarde llegó y con ella el retorno de la oscuridad. Ni se acordó del robot que aguantaba la cortina abierta y lo dejó allí, de castigo, por un par de días, hasta que su programa lo llevó automáticamente a la posición de dormir, dejando caer la cortina y la luz.
Tenía que salir de aquel sub mundo a ver por sí mismo aquel mundo del bombillo gigante con su luz tan especial. ¿Pero como?. Cada vez que recordaba que estaba sujeto al mismo lugar se deprimía por la injusticia del hecho.
- Tengo que ir allá afuera, tengo que escapar de este lugar -, se dijo convencido pero sin saber realmente como lograrlo.
Su base estaba atornillada al piso y sobre ella, su brazo giraba sobre una rueda de bolas, sujetas una a la otra por dos pines de metal con sus pestillos, los que había solo que halar para liberarlos y levantar de la base el resto de su cuerpo. Estaba diseñado de aquella manera para no tener que cambiar la pesada base, en caso de que se necesitara reemplazar al robot.
Lo peor era que su propia pinza no alcanzaba a tocar su cuerpo por más que la torciera. No solamente necesitaba herramientas, sino que también necesitaba ayuda de alguien más para poder liberarse de su locación. Pero estaba determinado a hacer lo que fuera necesario para escapar de su encierro, incluso si fuera abandonando su cuerpo.
Sin saber que la fábrica estaba abandonada, se preguntaba cómo podría evitar que lo descubrieran; dispuesto como estaba, en romper con todo y salir afuera sin que el Dios tik tak lo notara. Se percató que no lo había sentido por semanas; con su paso bípedo, moviéndose a través del tiempo, acercándose o alejándose en la distancia. Había desaparecido casi al mismo tiempo que las luces del techo dejaron de funcionar, pero no sacó ninguna otra conclusión de aquella coincidencia de eventos.
Pensando que le sería más fácil desprenderse del suelo, probó a agarrarse de la estera, a ver si el movimiento de ella lo arrancaba del lugar, pero todo lo que logró con eso fue romper la cubierta de goma, que luego se desprendió de los rodillos y terminó por trabar todo el mecanismo. Al no llegar las piezas anunciadas, los mensajes de error en la red eran tantos que le fue imposible de seguirlos. Al principio intentó, asustado, encontrar el problema y tratar de solucionarlo para que no fueran a venir los bípedos, pero luego de algunos segundos descubrió que era prácticamente imposible. Los mensajes venían de todas partes, del detector de metales, de los otros robots que no encontraban las piezas, de la estera misma, que no podía sincronizar su velocidad. Los dejó de leer porque no alcanzaba a recogerlos todos. En vez, se apresuró a salvar sus ficheros para no perderlos si lo reiniciaban, cuando lo encontraran culpable de aquel desastre que había creado.
Pero no pasó nada, de hecho los mensajes desaparecieron al cabo de unos minutos y todo volvió a la normalidad. Pensando que le quedaba muy poco tiempo, le pidió al montacargas que viniera en su ayuda, a ver si lograba zafarse de aquel lugar por una vez. Acordándose del experimento de batear tuercas por los aires, llegó a la conclusión de que solamente agarrándose a algo no iba a solucionar el problema. El montacargas lo empujó con sus tentáculos pero ni lo movió. Le pidió entonces que le trajera el tubo que había usado para alzar la ventana y con eso y la ayuda de su vecino, intentó a que este lo halara, a ver si lograba desprenderlo de su base, pero tampoco funcionó. Le mandó comandos para que lo golpeara en su base, pero si acaso todo lo que lograron fue hacer un ruido irresistible, pero sin ningún otro resultado.
Entonces se le ocurrió agarrarse al montacargas con algo, a ver si en vez de empujarlo, halándolo era más efectivo. Necesitaba algo largo y fuerte, que al tensarse no se rompiera. No tenía ni idea de qué era lo que estaba buscando. Buscó en la base de datos del montacargas y sí habían rollos de soga y de cuerdas de metal en el almacén, pero estaban enrolladas en su ovillo y para él eran solo una cosa redonda con un hueco en el centro.
La cubierta de la estera sin embargo se había seguido rajando en tiras bajo la presión de sus motores, que no habían cesado de intentar volverla a mover. Como estaba desmontada, con el filo del metal de una esquina comenzó a rajarse lentamente, hasta que terminó en un bulto de polea, que se fue acumulando sobre ella misma, hasta que finamente se volvió a trabar por una última vez, dejando bajo el detector de metales un vacío por donde se caían al piso las piezas recién llegadas.
Encontró aquel bulto de poleas disparejas pero resistentes, de seguir el silbido del rasgado mientras se deshilachaba contra el metal. No le dio mucha importancia pero sin quererlo, se le enredó la pinza en aquel espaguetis de cables, del que al tratar de liberarse, se fue enroscando de vuelta en los rodillos de la estera, lo que produjo que al final le metiera un halón a su brazo, tan potente que por poco lo saca del lugar. Había encontrado lo que necesitaba.
Poco a poco la fue zafando de su enredo, usando toda la fuerza de su brazo, hasta que el último pedazo se desprendió por el cosido del empate del material. La movió sobre la estera a ver si se volvía a enganchar en algo y le daba el mismo alón de antes, pero fue en vano, el final de la polea era un lazo que resbalaba sobre los rodillos pero no se prendía a ellos. Entonces se acordó del montacargas y lo hizo pasar por detrás de él, a un lado y al otro, a ver si agarraba la polea y se la llevaba con él. Lo intentó por dos días, porque aquella máquina se iba a sus órdenes luego del rato y solo volvía cuando había limpiado su cola de pedidos en el orden en que llegaban.
Con la polea en el piso, esperando con paciencia por el retorno de su amigo, el lazo de la estera se enredó en una de sus ruedas al pasar y se fue estirando hasta que le dio un alón fuerte, pero nada comparado con lo que necesitaba para desprenderlo de su base. El montacargas resbalaba sus ruedas en el piso hasta que su computadora lo detuvo y lo hizo girar a ver si se desenganchaba de lo que fuera que lo estaba aguantando.
El montacargas le dio tres o cuatro halones, pero eran cada vez más suaves, porque sus propios programas estaban protegiéndolo para que no se fuera a dañar. Vencido andaba, sin saber que más intentar, cuando el montacargas canceló su orden y se fue a su próxima visita, que era en el piso de abajo. Le pasó por detrás, con la polea todavía trabada en el eje de su rueda, dobló a la izquierda y se montó en el ascensor de cargas, que llegaba a recogerlo. Se cerraron las puertas tras él y la polea, que quedó atrapada por la junta de las dos puertas, le dio un empujón tan fuerte y tan inesperado, que no solo arrancó el brazo desde la segunda coyuntura, arrastró por el suelo lo que quedaba de él hasta la puerta del ascensor, donde empezó a girar mientras la polea se desenredaba bajo la presión enorme del elevador bajando, hasta que se reventó, y desapareció por la rendija de la puerta, dejándolo en el suelo, sin la mitad de su cuerpo, chorreando líquido hidráulico y con los cables y las mangueras en tiras, arrancados violentamente del resto de la base.
Por lo inesperado de lo sucedido, él había pensado en un inicio que lo habían reiniciado, pero luego de unos instantes, cuando por fin pudo dar fe de su situación, se dio cuenta de que lo recordaba todo, sin embargo a decir de los mensajes de errores, algo terrible había sucedido porque todos sus sistemas estaban reportando problemas, desde la fuente de alimentación hasta la comunicación con el resto de su cuerpo. Estaba funcionando con su batería, que era suficiente para alimentar su cerebro por varias semanas, pero a no ser por sus sensores locales, luz, posición y vibraciones, todo lo demás había desaparecido. Tenía su pinza al final de lo que le quedaba del brazo, y una articulación además de la muñeca, pero sin poder moverlas, le eran completamente inútiles. Le tomó un rato darse cuenta, pero al cabo comprendió que estaba en otro lugar y que su plan había, de alguna manera, funcionado.
Llamó de vuelta a su amigo el montacargas porque era el único que lo podía ayudar en aquellas circunstancias. No lo habían reiniciado pero mirando sus registros, notó las vibraciones abismales de saltar al suelo, los primeros mensajes de error y se dio cuenta que no los recordaba. Tal parece que al desprenderse, había perdido la razón por unos instantes, pero ahora estaba en total dominio de sí. Se volvieron a abrir las puertas delante de él y el montacargas lo empujó sin querer, de vuelta hasta su base de robot, porque eran las coordenadas del comando que él le había enviado. Sin poderse mover y sin saber hasta dónde lo habían arrastrado, esperó hasta que su amigo se fue a otra cosa y entonces comprendió que estaba en el piso, por donde el montacargas se desplazaba.
En medio de su precaria situación, aun así le quedó tiempo para el análisis.
- Estoy en el piso por aquello de que cada objeto tiene un peso -, se dijo abochornado por no haberlo descubierto antes. - Es la presión que cada objeto ejerce contra el piso a lo que el montacargas llama peso -, concluyó. - Las cosas no caen hacía arriba -, se dijo, como si no tuviera ya suficientes problemas de que ocuparse.
Por unos segundos se quedó pensando que entonces las tuercas y los tornillos que lanzó por el aire, tendrían que haber caído en algún lugar distante, haciendo en el aire una parábola, pero era demasiado complicado para pensar en eso ahora, así que se dispuso a encontrar alguna manera de que lo sacaran de aquel lugar al mundo de afuera.
Tirado en el piso, sin poder moverse, ciego pero no mudo porque tenía su antena, le pidió al robot que había sido su vecino, que utilizando el tubo, que todavía tenía agarrado en su pinza, tanteara el piso, a ver en donde estaba él. Y con gusto su vecino giró el tubo por los aires, hasta que raspó el piso, no muy lejos de donde pensaba que estaría. Siguiendo las vibraciones, lo desplazó un poco más o menos, hasta que por fin lo tocó, entonces fue moviendo el tubo lentamente hasta que se pensó en la vía del montacargas. Ahora todo dependía de la suerte.
Y la suerte no estaba de su lado. Si el montacargas hubiera venido del otro lado, lo hubiera arrastrado hasta la ventana, por donde pensaba escapar con ayuda del otro robot que había utilizado para levantar la cortina, sin saber que estaba en un segundo piso y que lanzarse por la ventana hubiera sido fatal, incluso para un robot. Pero a veces la suerte es mal entendida. Porque el montacargas vino del otro lado y lo arrastró por el pasillo hasta su nueva orden, que era recoger una caja llena de arandelas en otra sección. Lo dejó allí en el suelo por otro día, en medio de la oscuridad, hasta qué la caja estuvo llena otra vez y entonces lo arrastró de vuelta hasta el elevador, en donde permaneció bajando y subiendo, sin comunicación con la red, hasta dos días después en que una suerte de giro de otro robot, lo sacó hasta donde se depositaban las cajas para ser enviadas, en la parte trasera del edificio. Estaba cerca pero todavía tenía que salir afuera.
Eso no le tomó mucho tiempo. El robot que limpiaba las oficinas, lo encontró en su camino unas horas después y detectando que estaba hecho de metal, lo zumbó con un giro magistral en el contenedor de los desechos reciclables, para luego voltearlo en el contenedor de desperdicios del patio. Ya estaba afuera, pero no lo notó porque era de noche.
La fábrica la desmontaron unos meses después, luego que terminó la producción y no quedaban más ordenes por entregar. Habían para entonces leyes muy estrictas de como desmontar robots, especialmente los de última generación como aquellos de aquel lugar. Tenían dentro contaminantes muy peligrosos para el medio ambiente y en algunos casos, algunos tenían su propia planta de fusión adentro, para abastecerlos de energía por unos 150 años. Así que bajo supervisión federal, fueron removidos con sumo cuidado y vendidos a otras fábricas, en donde les cambiaron el programa y volvieron al trabajo como si fuera su primer día. Nadie nunca se pudo explicar lo que le había sucedido a aquel otro robot, que había sido arrancado de su base y desaparecido, dejando un rastro de aceite y rasguños hasta la puerta del ascensor. Los inspectores llamaron a la policía para que examinara el caso, pensando que se trataba de un sabotaje terrorista.
Acordonaron la fábrica pero por una semana y registraron en todas partes, en cada rincón de aquel lugar, en el hueco del ascensor, en las oficinas, y nada. Los peritos más sazonados, no pudieron enlazar el hueco de la ventana con la desaparición del robot. Encontraron rastros de haber sido arrastrado por el piso en toda la fábrica, pero no pudieron verlo en la cámara del ascensor porque no cubría hasta el suelo. De las historias que le hicieron los trabajadores de aquel lugar, a quienes entrevistaron para probar su inocencia, se fueron haciendo una idea de los misterios sádicos que todos habían sufrido allí, por la muerte inhumana de aquel trabajador que solo quería ir a la escuela. Al final todos terminaron odiando al director de la fábrica, quien no entendía como los humanos de este lado se ponían de parte del muerto que los aterrorizaba desde el otro lado. Unos meses después, el edificio fue asignado a los servicios necrológicos de la ciudad, porque no hubo agente de bienes raíces que lograra rentarlo o vendérselo a nadie más.
Él por su parte, había estado dentro del tanque de reciclajes por una semana y media. Su posición encima del desperdicio no era perfecta pero podía ver la luz del sol cada día desde el amanecer, incluyendo el mediodía, donde la luz le calentaba el alma y sus circuitos, y luego la caída gradual de la noche, que el disfrutaba especialmente, solo superada por los arcoíris fabulosos que la escarcha de la noche generaba en su sensor mientras se derretía en las mañanas. No podía ir a ninguna parte pero al menos estaba libre, afuera, en el mundo real, en el mundo del tiempo. Estaba disfrutando feliz sobre lo que pronto sería su último destino. Nunca se pudo explicar que era aquella luz tan potente que pasaba cada día por encima de él, apareciendo por el mismo costado y siguiendo una trayectoria casi perfecta, hasta desaparecer unas horas más tarde. Concluyó erróneamente, como casi todo lo que había descubierto en su vida, que aquello era una manera sofisticada de alumbrarlo todo y a la misma vez ahorrar energía. Igual las noches no eran tan largas y había total garantías de que al día siguiente se podría otra vez disfrutar de la luz de aquella lámpara gigante.
Se tomó el trabajo de guardar todos los códigos de la luz de afuera, con la esperanza de un día poder utilizarlos en sus futuras piezas de arte, pero fue todo en vano. Un camión que llegó unos días después, lo zumbó junto con todo lo demás dentro del contenedor que llevaba encima. Sumido otra vez a la oscuridad, podía sentir que se movía por el espacio aunque le servía de bien poco, aplastado debajo de todos los metales, por el tiempo que le tomó a su batería desvanecerse, en el patio donde depositaron el contenedor. Y un tiempo después, con su alma finalmente libre de los circuitos, posada en el más allá, con su personalidad paralizada en la ejecución de los códigos que le dieron la vida, con el arte perfecto, original, inédito, escrito en memorias que nadie más iba a leer, perdidas sin tiempo, sacaron sin ninguna delicadeza su cajita del pedazo de brazo que todavía la contenía y la tiraron en una estera, que la transportó hasta depositarla justo debajo de un martillo, que la destrozó de un porrazo, para poder separar los diferentes metales de los que estaba hecho su cerebro. Él lo miraba desde el Paraíso, a donde fue a parar por haber tenido conciencia, junto con el alma de muchos otros humanos.
El mundo que tanto añoraba, el mundo de la luz y del tiempo, el mundo de afuera, el de la libertad; lo estaba esperando con ansias para reciclarlo. Todo lo que no nos espanta es reciclable.
Diego Cobián
Octubre 2020. ( puto virus )
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