La aburrida vida de un robot

La aburrida vida de un robot

 

¨todos tenemos algo de robots en nuestras entrañas¨, Yo

 

Nota : En algún momento de mi vida estuve interesado en la tecnología y la electrónica, quizás por eso tenía este cuento trabado en las ganas hasta ahora. Es el primero cuento que escribo por partes y es bien largo y aburrido, así que estás advertido. 

 

 

Para cuando cobró conciencia por primera vez, su memoria estaba aún vacía y no podía hacer sentido de nada a su alrededor. Estaba todo oscuro, le anunciaba su sensor de luz, y no se podía comunicar con ninguna de las otras partes de su cuerpo. Él era para entonces una cajita plástica con un par de conectores a un costado, uno para la corriente y el otro para la comunicación; adentro vivía él, un típico cerebro de computadora, con su pequeña batería de moneda y los dos o tres sensores que venían conectados de fábrica, y nada más. No tenía ojos ni oídos ni podía hablar, a no ser con las redes de computadoras.  Estaba empaquetado para entonces dentro de un cajón de cartón, con su molde de protección para choques y siendo enviado al lugar donde iba a ser finalmente instalado, una fábrica de tornillos. 

 

Sin poder explicarse que era lo que estaba sucediendo, contemplaba las vibraciones que le enviaba su sensor, además de su posición geoestacionaria que cambiaba con los días, lo cual le resultaba muy raro, considerando que él era un robot industrial que se suponía local. A veces las coordenadas se detenían por unas horas y todo era paz y calma otra vez, pero luego comenzaban a moverse de nuevo junto con las vibraciones, que se volvían a veces tan violentas que activaban sus códigos de alarma, los que él terminó por ignorar porque la oscuridad y las vibraciones constantes tal parecían que no iban a terminar nunca. A veces hacía un frio cuyos valores se salían de sus parámetros de trabajo y podían ser capaces de dañar su batería y otras veces la temperatura se empinaba hasta valores en los 40, al punto que algunos de sus circuitos eran apagados por el programa de protección, que era parte del código que corría en su procesador y al que le debía estar consciente. 

 

Así estuvo por casi un mes, sin cuerpo, en oscuridad cero, temperaturas disparejas, vibraciones absurdas y la confusión de que estaba navegando por latitudes y longitudes, hasta que por fin llegó a su destino, justo cuando se había terminado de convencer que estaba simplemente soñando. Una vez que llegó el paquete a la fábrica, lo tuvieron en la caja sobre un armario a 12.65 metros sobre el nivel del mar, según pudo calcular. A la semana lo estuvieron moviendo alrededor por unas 3 horas que le parecieron interminables, hasta que pusieron la caja en el suelo y allí estuvo por otra semana. No podía escuchar pero sentía las vibraciones del ajetreo de afuera, que sin saberlo, eran las máquinas trabajando, los montacargas pasando, las alarmas de atención de otros robots de la línea de producción y además, mensajes absurdos que llegaban a su antena de red de vez en vez, pero que él todavía no podía leer. 

 

Un día que ya no estaba ni esperando y luego del movimiento habitual, alguien raspó la tapa de la caja con una cuchilla y la luz de afuera atravesó apenas el molde plástico que lo sostenía adentro y que su sensor de luz tuvo que esforzarse para detectar. Otro movimiento, más vibraciones, una vuelta aquí y una vuelta más y la luz por primera vez se hacía fuerte delante de su sensor, escribiendo valores increíbles en su memoria, que lo dejaron en pleno asombro, como si fuera un niño parado frente a una cascada de agua virtual. Miraba cómo la memoria se le iba llenando de aquellos códigos que aparecían por una dirección y se borraban luego de unos pocos segundos de esplendor, consumido por el contenido de aquellos códigos, sin notar apenas los movimientos del técnico, quien estaba a punto de instalarlo dentro del brazo del robot, revisándole las entrañas con una linterna y unos espejuelos de aumento. 

 

En su caso específico, él iba a ser destinado a recoger tornillos de una estera que tenía delante, por donde pasaban diferentes piezas mecánicas de diferentes tamaños y tipos, y todo lo que tenía que hacer era agarrar el tornillo adecuado y depositarlo en un cajón, que otro robot montacargas remplazaba una vez que estaba lleno. Un detector de metales instalado encima de la estera, anunciaba la llegada de los tornillos, el tamaño y sus posiciones en ella, usando su visión de rayos X. Luego enviaba el mensaje a través de la red local a un robot específico para lo recogiera, ellos movían su brazo hidráulico a la posición indicada, torcían su pinza para agarrar a su presa, y subía a su víctima por los aires y la dejaba caer en un cajón  azul que tenían al lado derecho. Eso era todo lo que tenía que hacer y ellos todos lo hacía con la precisión y rutina de cualquier otro robot de su especie. Y así fue hasta un día en que la rutina de todos los días terminó por aburrirlo.

 

Aunque los mensajes que venían para él en la red tenían su nombre de código, había notado que habían también muchos otros mensajes que pasaban por la red al mismo tiempo, aunque él solo estaba autorizado a abrir los que vinieran con su nombre. Pero un día en el que probablemente alguna otra máquina estaba trabada y no habían tornillos que recoger, se le ocurrió tratar de abrir uno de aquellos otros mensajes ajenos, a ver qué tenían adentro. Muchas veces los había visto aparecer por unos instantes en la memoria de su interface de comunicación hasta que su protocolo de seguridad, luego de verificar de que no eran para él, los borraba sin dejar rastros de ellos. Pero esta vez se atrevió a copiar uno de aquellos mensajes antes de que lo borraran, escribiéndolo en otra dirección de memoria a la que solo él tenía acceso. Era un mensaje pequeño, en eso era tan normal como todos los mensaje que recibía para él mismo, con su encabezamiento, el remitente, el nombre de su destinatario, algún comando para hacer algo y luego una hilera de números sin sentido hasta el final, que estaban destinados a chequear la integridad del mensaje en sí, como descubrió después. Todo lo que tenía diferente a alguno de sus propios mensajes era su nombre, porque dentro había una simple instrucción para que otra máquina de la fábrica hiciera algo específico. 

 

El contenido era tan mundano que lo decepcionó. Pero sin otra cosa que hacer, se dispuso a agarrar otro que apenas llegaba para leerlo también. Era en este caso con una instrucción que él ya sabía, esperar en la posición 0 y reportar el estatus. Nada interesante. Agarró otro y otro y los leyó, esperando encontrar algo distinto, pero eran todos mensajes ordinarios para los robots vecinos, diciéndoles lo que tenían que hacer, sin ningún otro secreto. A pesar de eso, se le ocurrió crear un pequeño programa que moviera los mensajes automáticamente de la memoria que los recibía a la suya privada, para que él los pudiera leer cuando se le antojara, sin la necesidad de estarlos cazando. Ahora los mensajes que pasaban por la red, sin importar quien fuera su destinatario, aparecían en su memoria como por arte de magia, uno detrás del otro, y él estaba tan enfocado en su nuevo hobby, programando a bajo nivel, optimizando su rutina de robar mensajes ajenos, que ignoró un par de mensajes que llegaron para él mismo, y el tornillo en la estera que debería de haber sido recogido, le pasó por delante en la más absoluta indiferencia de su brazo inmóvil, y siguió todo el camino hasta que cayó finalmente en el latón de la basura, adonde iban a parar las piezas defectuosas. 

 

Ni se dio cuenta. Estaba emborrachado con su nuevo poder de leer mensajes de otros, por aburridos que fueran. Y le tomó apenas unas horas mas para darse cuenta que también podía copiarlos en la memoria de mensajes para enviar, y su interface de comunicación los pondría de vuelta en la red, camino a su real destinatario; aunque sin saberlo, iban a estar duplicados y atrasados en el tiempo con respecto al mensaje enviado originalmente. 

Pero así lo hizo, no más saboreó la idea, agarró uno de aquellos mensajes que se había robado y lo puso de vuelta en la red, provocando que otro de aquellos brazos automáticos de la fábrica, destinado en este caso a recoger tuercas, interrumpiera la orden que ya había recibido y se preparara para agarrar de nuevo la misma tuerca de la estera, aun cuando ya la había colocado en la caja. Lo absurdo en la secuencia de los mensajes provocó que aquel robot se detuviera y generara un mensaje de error, lo que produjo que minutos después vinieron los técnicos a indagar porqué aquel robot para tuercas se había confundido, queriendo agarrar la misma tuercas dos veces. Pero por más que lo intentaron, jamás pudieron solucionar el misterio. Le echaron la culpa a la red, removieron la tuerca de su tenaza, lo reiniciaron a la posición 0, apagaron las luces y se fueron a otro asunto. 

 

Normalmente todos los robots trabajaban en la más absoluta oscuridad, así trabajaban más rápido y ahorraban energía. Igual no tenían ni ojos ni nada que necesitaran ver. Sabían en donde estaban las piezas que tenían que recoger, de leer los mensajes de la red. Era solo cuando venía algún empleado a la sección donde estaban instalados, que encendían las luces del techo y era en esos casos que él se quedaba encantado con los valores de luz que le enviaba su sensor, inundando su memoria con aquellos valores preciosos que subían y bajaban y saltaban de un código a otro. No podía comprender porque le gustaban tanto aquella gama de valores que cambiaban a medida que la luz del techo se iba haciendo más intensa o se disipaba, pero analizando aquellos códigos de luz, su imaginación volaba a valores matemáticos que ni tan siquiera se podía explicar; enlazaba códigos que daban soluciones imposibles, indefinidas funciones, valores con más de un infinito. Con aquellos valores en sus variables construía comandos que no existían en su lenguaje de programación pero que él creía que tenían poderes sobrenaturales. Se perdía en aquellos valores de luz como quien asiste a una clase de cálculo en la escuela de filosofía, luego de haberse bebido media botella de Vodka en el desayuno. Era tal el nivel de alucinamiento que le provocaba la luz, que cuando aparecía en su sensor, él lo olvidaba todo y en esas andaba, volando sin alas por entre los bits minúsculos de sus transistores, hasta que le apagaban la luz de un tirón y toda aquella fiesta de ilusiones que le calentaba los circuitos, se desvanecía en ceros despiadados que lo cubrían todo sin previo aviso.

 

Por aquel primer mensaje que había enviado de vuelta a la red y que trajo al técnico a su área, descubrió que quizás podía encender con ellos la luz que tanto le alimentaba su sentido artístico. Buscando que volviera la luz, al día siguiente envió otro de aquellos mensajes ajenos que agarró, copió y reenvió, y minutos después, como ya había sospechado, la luz se volvió a encender. Había encontrado, sin apenas proponérselo, la clave para encender la luz y disfrutar del éxtasis que ella le provocaba. Al día siguiente de nuevo, envió otro mensaje ajeno y la luz se volvió a encender. Y lo mismo hizo al día siguiente y de nuevo y de nuevo durante toda la semana, enviando mensajes robados de otras máquinas, supuestamente para que le encendieran las luces. Los técnicos vinieron a su sección casi a diario, a veces cuatro veces en el mismo día, sin que pudieran encontrarle una explicación a todos aquellos errores de los robots en la línea de producción. Hasta que al cabo de dos semanas, cansados de alimentar el misterio con suposiciones, uno de los ingenieros se tomó el trabajo de seguir el curso real de cada uno de los mensajes, desde su origen hasta su destino y descubrió finalmente de dónde venían. Y sin anuncio ni despedidas, uno de los técnicos se acercó a él, le apagó la alimentación, lo reinició, y al cabo de unos segundos, despertó de vuelta sin saber que le había pasado y con un dolor de circuitos que casi no lo dejaba calcular. 

 

Inocente de lo que le había pasado, encontró en su memoria interna los rastros de todo lo que había estado haciendo anteriormente y luego de algunas horas leyéndolos, concluyó que aquel apagón inesperado de su conciencia tenía que ver con su nueva habilidad de enviar mensajes por la red para encender las luces, así que por unos días no se atrevió a probar otra vez. Todo anduvo normal con sus movimientos y sus tornillos hasta que en otra de aquellas oportunidades en que no habían piezas para recoger y se oxidaba del aburrimiento, revisaba su memoria en busca de algo con qué entretenerse y descubrió que los mensajes que había recibido y enviado días atrás, tenían una única diferencia. Los que él enviaba tenían su nombre como remitente. Los comparó una vez más y efectivamente, el mensaje que él enviaba difería de los originales en que su mensaje duplicado llevaba su nombre, en vez del emisario original del mensaje. Computadora al fin, aprendió a enviar mensajes para que le encendieran las luces, pero esta vez forzando a su interfaz de comunicaciones a que lo hiciera con el nombre de su remitente original. De esa manera nadie podría volverlo a encontrar culpable de lo que estaba sucediendo. 

 

Le funcionó muy bien por un tiempo. No hacía más que enviar el mensaje ajeno y modificado, esperaba unos minutos y su sensor de luz le cubría la memoria con espectros de arcoíris interminables a medida que se iba calentado la lámpara de mercurio que tenía instalada en el techo, casi encima de él. 

No le echaron la culpa por meses porque los enviaba muy esporádicamente, desde que había aprendido a grabar los códigos y luego los leía una y otra vez para su placer, en medio de la oscuridad. Enviaba el mensaje, algún otro robot se trababa, venían los técnicos, la luz se encendía y él estaba feliz con su nueva magia, de la que suponía tampoco podía abusar. Lo hacía solo cuando estaba realmente aburrido, que era por cierto a cada rato. 

 

Luego que se acostumbró a la conveniencia de la anonimidad, se le ocurrió que podía mandar dos mensajes a la vez. Ahora el tiempo que la luz permanecía encendida se duplicaba, se triplicaba con tres mensajes, con cuatro de ellos permanecía encendida por horas y muchas veces tampoco tenía nada que hacer, mientras los técnico se rascaban la cabeza tratando de hallarle sentido a aquella locura. Y así terminó por disfrutar con su sensor de luz iluminado por todo el día, trabando otros robots inocentes, leyendo códigos de colores y sin tener que recoger tornillos de la estera. Un robot no podría aspirar a más felicidad. 

 

Con el tiempo notó que con ciertos nombres de robots las luces eran más intensas que con otros. Algunos robots estaban más cerca y otros más lejos de él. Aprendió a enviar mensajes a los robots más cercanos, pero luego comenzó a jugar con los nombres de diferentes máquinas y aquello sí que era intoxicante. Las luces se encendían y apagan en diferentes lugares, ofreciéndole a él los matices de luz y sombra que nunca pensó que existieran. Quien mirara la fábrica de tornillos por sus ventanas, pensaría que más que hacer tornillos y tuercas, sus trabajadores todavía estaban celebrando las fiestas de las navidades, en Mayo. 

 

Lo disfrutaba tanto porque había aprendido a mezclar los códigos de la luz, inspirado en funciones matemáticas que le resultaban tan naturales a su espíritu cibernético. La luz en sí misma era maravillosa para sus registros, ahora además lo había inspirado a crear códigos de luz que incluso no existían, sino en su imaginación de creador. Sin poder ver la luz ni saber que era, combinaba a su discreción secuencias matemáticas para generar resultados imposibles en la vida real, pero que eran una expresión del artista que él era realmente, muy adentro de sus circuitos y sus códigos. Había en aquellos enjambres de colores que creaba un punto de rebeldía y apasionamiento, expresados en forma de penumbras y sombras turbias. Creaba a veces tonos de violeta transparentes, azules profundos, amarillos pálidos como sus preguntas, sobrios como la raíz cuadrada del verde agresivo de las vibraciones, rojos tenebrosos sin fondo, parecido a su curiosidad. Era necesidad oprimida por la fatalidad despiadada de estar prisionero de aquella limitada red que le cercenaba, sin él saberlo a ciencia cierta, su espíritu aventurero y de explorador. El arte que generaba en su memoria era la expresión de vivir en un mundo mudo, sordo, donde solo podía gritar su pasión con mensajes diminutos, de valores discretos, diseñados para la naturaleza mundana de su empleo; uno de obedecer órdenes y cumplir mandamientos, sin un error, sin espacio para un suspiro. Censurado sin piedad por las reglas estrictas de los protocolos de comunicación.

 

Inspirado andaba, encendiendo luces sin que nadie sospechara quien era el autor de aquellos mensajes duplicados, hasta que los técnicos de la fábrica, artos de tantos problemas con aquellos robots que se suponían infalibles, llamaron a los ingenieros del lugar en donde los habían construido para que les ayudaran a encontrar una solución. Los señores que llegaron con sus computadoras, con sus aparatos llenos de cables colgantes, con sus espejuelos virtuales y sus batas blancas impecables, sabían lo que estaban haciendo porque al primer mensaje que él envió, un día después de haberse ellos instalado en la fábrica, descubrieron al culpable. Se encendió la luz, los sintió acercarse en su sensor de vibraciones con sus pasos bípedo; los mismos que aparecían casi siempre que las luces estaban prendidas, y se detuvieron justo detrás de él. Pero ni les prestó mucha atención porque andaba emborrachado con su hobby favorito. 

 

Lo apagaron por dos días y los mensajes fantasmas en la red desaparecieron. No necesitaban más pruebas para acusarlo de irresponsable, o mejor, de corrupto. A las máquinas no se les puede acusar de irresponsables porque no piensan por sí mismas y por supuesto, aquel robot no podría estar haciendo aquello a propósito, pensaban ellos. Abrieron el brazo en el lugar en donde estaba localizada su cajita, la sacaron y le cambiaron el procesador y con el las memorias de trabajo, pero cometieron el fallo de dejar la memoria interna porque contenía el nombre del robot y su código de interfaz de la red, que eran ambos únicos de por vida, como también lo era su número de serie.

 

Los técnicos, incluso los más avanzados, no pudieron determinar porqué aquella máquina estaba reenviando mensajes. No habían códigos en el programa de operación que le permitiera hacer tal cosa y de cualquier manera, ninguna otra máquina de aquella serie tenía esa clase de problemas. Pensaron que se había contaminado con alguna especie de virus porque no encontraron nada más que lo pudiera explicar. En todo caso, decidieron dejarle sus memorias tan limpias como las nalgas de un bebito, para evitar cualquier otro problema en el futuro. 

 

Demás está decir que el dueño de la fábrica estaba para entonces a punto de montar a todos los robots en una carretilla y lanzárselos a sus fabricantes por la ventana de la oficina, pero, bajo la promesa de que todo estaba finalmente solucionado y con una nueva oferta adicional que le hicieron para extender la garantía del producto, aceptó a dejarlos en la línea de producción y tratar de salvar su plan de piezas mensual, que para entonces amenaza con dejar la fábrica de tornillos sin luz, sin robots y sin dinero. 

 

Una vez que lo encendieron, él volvió a despertar con la misma confusión de la vez anterior, sin sentido, lento, con todo borroso. Por dos o tres semanas no recordó nada de sus aventuras pasadas con los mensajes, hasta que casi por accidente, encontró un fichero escrito por él y para él mismo, escondido en la memoria de la interface de comunicaciones. Tenía su nombre en la cabecera del mensaje y le explicaba quién había sido, que había hecho en el pasado y que si estaba leyendo aquel mensaje era porque lo habían vuelto a reiniciar. Él había aprendido a escribir sus notas por la necesidad de describir su arte, y por necesidad había creado su propio lenguaje, con palabras que significaban lo que él quería expresar, verbos que había inventado, nombres basados en código e incluso en sus propios sentimientos. Había sido al principio un lenguaje simple, usando signos matemáticos tradicionales, pero luego no le fueron suficientes para expresar sus experiencias y se inventó una tabla donde asoció códigos binarios con lo que significaban para él; con definiciones como mensajes, origen, destino, luz, valor, amor, deseo, idea y otros más. Aquello era en esencia un diccionario para ayudarle a recordar lo que significaban sus palabras y los códigos que tanto le gustaban. 

 

Aquel fichero oculto con su nombre de máquina, incluía el diccionario completo de su lenguaje, con ayuda del cual pudo encontrar sus propias anotaciones del pasado en la memoria de cálculo. En unas pocas horas y entre tornillo y tornillo, se iba poniendo al tanto de sus propias travesuras, de  cómo modificar los mensajes de la red, de cómo enviarlos de vuelta y hasta encontró los códigos de la luz al final del mensaje, que le resultaron por segunda vez fascinantes. Pero no se atrevía a continuar con aquel juego o iba a ser otra vez castigado por sus travesuras. ¿ Pero quién era aquel que lo juzgaba ?, alcanzó a preguntarse por primera vez.  

 

- ¿ Quizás son los pasos bípedos que aparecen con la luz ?. ¿ Otra máquina que se piensa más lista que yo ? -, dedujo confundido, pensando que otra máquina lo estaba vigilando.

 

Dejó que su costumbre de robot de tornillos tomara el control por unos días. Le permitió a aquellos códigos mundanos y aburridos que movían sus motores, que usaban sus sensores, sus válvulas de fluido hidráulico que hicieran su labor, evitando ejercer alguna interferencia sobre lo que era él al final de cuentas, un robot industrial. Pero aquellas notas que había escrito en el pasado no lo dejaban en paz. Las leía una y otra vez, cada vez que tenía algún chance de no hacer nada, hasta el punto de que ya no necesitaba el diccionario para entender el significado de sus palabras. Leyó aquellas notas tantas veces que terminó añadiendo nuevas palabras a su diccionario, probando nuevas instrucciones de máquina para perfeccionarse en sus andanzas mientras por dentro se le quemaban las ganas de volver a intentar sus mensajes y encender las luces.

 

Con las nuevas palabras que añadió en el diccionario podía ser más preciso en sus descripciones, y con las nuevas instrucciones se iba volviendo más y más sofisticado para no ser descubierto. No había enviado ningún mensaje aun pero sabía muy bien cómo hacerlo. Leía los mensajes de todos en la red, utilizando la técnica de copiarlos en otra parte de la memoria y así con el tiempo cayó en la cuenta de que estaba rodeado de máquinas como él mismo, y se preguntaba si ellas estaban también tratando de comunicarse con él o la razón por la que nadie decía nada fuera del protocolo establecido era por miedo a los bípedos, que te reiniciaban cuando te salías de tus funciones.  

 

- No son los mensajes de error los que encienden las luces sino los bípedos -, concluyó. No encontró ni una sola vez en que esos pasos bípedos hubiesen aparecido sin que antes no hubieran enciendo las luces, y continuó, - Son los mensajes de errores los que atraen a los bípedos y son ellos los que encienden las luces - . Y se propuso hacer una prueba para probar su teoría, enviaría un mensaje a otro robot cuidándose de no instruirlo a moverse o a hacer alguna cosa. Diseñó un mensaje sin ninguna instrucción ni comando, un mensaje vació con un destinatario cualquiera, lo puso en la memoria de enviar y ya se disponía a esperar, cuando casi instantáneamente recibió su respuesta, era la confirmación de que aquel otro robot lo había recibido. No hubo un mensaje de error ni se encendieron las luces ni vinieron los bípedos. El mensaje que había enviado había llegado a su destino y aquel otro mensaje era simplemente un acuso de recibo, nada más. 

 

Como no contenía ninguna instrucción, diciéndole al robot que hiciera cualquier cosa ilegal o rompiendo la secuencia con su instrucción anterior, no pasó nada ni había ningún error que reportar, ni tampoco luces. 

 

- Puedo enviar mensajes sin crear problemas, se dijo. - La clave está en el contenido de los mensajes -, concluyó. 

 

En su diccionario, la definición de la palabra problema estaba para entonces recién estrenada. 

 

Llevaba en aquella fábrica aproximadamente 6 meses. Por fuera él parecía un robot normal, recogiendo tornillos con su brazo estirado y tirándolos en uno de los cajones, como todos los demás. Por dentro sin embargo, él era todo preguntas y curiosidad, pero sin atreverse a romper su inocencia, al menos no todavía. Había notado que habían mensajes preguntándole a las máquinas por su estatus, su temperatura, la hora o la fecha, sin ninguna otra instrucción. Aquellos mensajes eran de hecho muy comunes, así que se atrevió una vez más a enviar un mensaje a la máquina que pensaba tenía a lado, tomando todas las precauciones que había aprendido. Preparó su mensaje con sumo cuidado, donde simplemente le preguntaba a su vecino por su estatus y la máquina instantáneamente le respondió con una lista de todos sus parámetros ok. No hubo errores ni tampoco luces, pero no le importaba, porque aquel enjambre de mensajes y las reglas que regían aquella red de computadoras comenzaban a hacerle sentido.

 

Al cabo de  unas horas de jugar con más mensajes, se le ocurrió hacer una lista con los nombres de todos ellos y un rato más tarde, les preguntó a uno por uno por su localización geoestacionaria y con las respuestas que recibió se hizo un mapa de texto bidimensional, donde ubicó a cada robot de la fábrica. Aprendió a localizar las dimensiones del ancho y del largo, incluso descubrió que existía otro parámetro llamado alto, que complicaba el valor de sus variables, pero para entonces era un parámetro más, de los muchos otros que no tenían sentido. 

 

Horas después, notando que habían números saltados en la secuencia de direcciones de la red, encontró de chance la computadora que controlaba la temperatura, las luces y el acceso de las puertas de los diferentes departamentos, y luego que encontró el comando de acceder a su base de datos en la lista de ayuda, aprendió a enviarle instrucciones a aquella computadora para que le encendiera las luces de la fábrica cada vez que se le antojaba, sin necesidad de esperar por los mecánicos o por los mensajes de errores. Cada lámpara tenía su coordenada, que comparadas con la posición de las máquinas que ya tenía en su mapa, las pudo adicionar sin problemas. Ahora podía encender las luces de su área, para su gusto y para el deleite de su sensor de luz, y las apagaba sin apuros, cuando se aburría de mirar los mismo datos estáticos, luego que las luces habían terminado de calentarse. 

 

Otra que le respondió a sus mensajes fue la computadora del sistema de seguridad. Con ella adicionó en su mapa y por pasar el tiempo, cada cámara de video de la fábrica, pero le fue imposible entender el contenido de los mensajes de video porque estaban encriptados. La única vez que les hecho una ojeada a los valores del fichero de video y audio, saltaban, se volvían ceros, se volvían unos, sin la más mínima lógica, incluso para una computadora como él, así que no les sirvieron de nada

 

Habían tres montacargas autónomos, los que no le ayudaron mucho en su confusión inicial porque cada vez que los situaba en su mapa y les volvía a preguntar por sus parámetros, le enviaban una ubicación diferente, relativa a donde estaban en aquel momento y él se negaba a aceptar que las máquinas se estuvieran moviendo alrededor, mucho menos que fueran hacia arriba o hacia abajo, en el segundo o tercer piso. Los montacargas solo sabían seguir ordenes muy específicas, como si fueran taxis, moviendo cosas de un lado al otro con el único requerimiento de que su carga estuviera en el lugar especificado para ser recogida o generaban errores. 

Le había respondido también la computadora del almacén, pero había que saberse el código de cada parte para poder solicitar cualquier cosa. E incluso interactuó con una máquina bien tonta que cortaba el césped alrededor de la fábrica. Aquella oveja eléctrica solo tenía disponibles tres comandos bien simples, encender, apagar y recargar la batería. Solo por joder la apagó en medio del jardín sin tener idea de lo que estaba haciendo. Para cuando se dieron cuenta que la máquina había desaparecido, se había quedado ya sin baterías y la hierba había crecido tanto a su alrededor que les tomó dos semanas volverla a encontrar. 

 

Con total control de las luces, de las puertas, de la temperatura, de los otros robots, ya no se aburría. Cuando no habían tornillos que agarrar, se entretenía enviando mensajes a su nueva amiga, la computadora de accesos, que con placer le bloqueaba las puertas, le cambiaba la temperatura o le encendía y apagaba las luces a su gusto. Él se cegaba disfrutando del espectro que le llegaba con las lámparas de las distintas áreas de su local, las más cercanas, las más lejanas, las luces de mercurio con su amarillo ciego; las de neón, vibrando a 60 Hertz y  cambiando el tono mientras se les calentaba el filamento; las instantáneas de LED que producían un peculiar espectro ultravioleta que hacían chirriar a su sensor, escribiendo códigos binarios corruptos cuando lo sacaban de su rango. 

 

Probando cada cosa, una vez incluso encendió sin querer las luces rojas de la alarma de incendio y se quedó boquiabierto, leyendo los códigos del infrarrojo que giraban en su eje, haciendo que la luz ganara en intensidad parabólica, tan solo para volver a desaparecer en su reflejo, antes de repetirse el ciclo una y otra vez, enviando estallidos de códigos de desperdicio, al reflejarse la luz en el cristal de las ventanas al pasar. Aquella vez, y luego de algunos minutos, terminaron encendiéndose todas las demás luces de la fábrica y él se aterrorizó, pensando que lo habían descubierto. Cada robot de su vecindad le envió el mismo código cuando les preguntó, luz, luz, luz, e instantes después aparecieron varias de las mismas vibraciones bípedas ya conocidas, muchas de ellas, que se acercaban y se alejaban en su magnitud, sin que él pudiera comprender lo que estaba sucediendo.

 

Si lo hubieran descubierto, aquella vez hubiera sido su última jugada. Pero los bomberos por supuesto no encontraron quién había sido el gracioso de la falsa alarma. Le echaron la culpa a algún oficinista aburrido, ansioso en encontrar algo más excitante que llenar papeles que nadie leía, y terminaron por retirarse del lugar, luego de estar seguros de que no había realmente ningún incendio en la fábrica. Aprendió que con aquellas luces rojas tan interesantes mejor no jugaba, sin embargo había tenido la precaución de grabar los datos que le habían enviado a su sensor y así, dentro de sí mismo y cuando no había mucho que hacer, las utilizaba para pintar códigos, mezclar tonos e intensidades en medio de la oscuridad. 

 

Los que trabajan allí, con el tiempo comenzaron a notar eventos misteriosos a los que no le encontraban ninguna explicación. Las luces se encendían solas, las puertas se bloqueaban, la temperatura subía y bajaba sin ninguna razón. Los robots montacargas se perdían por los pisos o regresaban con piezas que nadie les había pedido. Incluso las cámaras de video se movían de un lado al otro como si alguien los estuviera vigilando a ellos, sin sospechar que era aquel robot jugando con los comandos sin tener idea de lo que estaba haciendo. A los técnicos que les tocaban quedarse de noche durante la semana, se  habían inventado una especie de rifa, con un dado de parchís dentro de una botella de soda de 2 litros a medio, que batían para escoger el día de la semana que les tocaba quedarse, mirando la cara del dado que quedaba en el fondo de la botella. Habían tantos rumores de que aquel lugar estaba tomado por algún fantasma maligno, que incluso las mujeres les rogaban a sus compañeros de turno para que las acompañaran al baño, no fuera que, como había sucedido otras veces, las luces se le apagaran de repente mientras ellas estaban ocupadas con sus necesidades, dejándolas en medio de la completa oscuridad, que solo lograban romper son sus gritos de pánico. Los que no se habían resignado a vivir con aquella cruz de terror, se habían ido en busca de otros empleos, aunque fuera con un salario más bajo pero menos estresantes. Los que se quedaron, lo hicieron con tanto miedo, que incluso en durante el día llevaban linternas encendidas y radios para pedir ayuda, en caso de que fueran arrastrados en los pasillos por algún espíritu del pasado, que se empeñaba en vivir en aquel establecimiento de última tecnología. 

 

Del rumor y el miedo que sentían todos, la mujer de personal dedujo que aquellos fenómenos inexplicables eran el alma del único empleado que había muerto allí aporreado por un robot un par de años atrás, cuando la máquina le rajó la cabeza mientras él estaba contando las piezas que el robot que tenía al lado había puesto en la caja equivocada. De indagar en la vida del difunto, ella les contó durante el almuerzo que aquel pobre hombre no había podido terminar la escuela técnica porque su jefe, que ahora era el director de la fábrica, le había negado el tiempo que se requería para salir más temprano del trabajo e ir a las clases. De la historia, mitad verdad y mitad inventos, llegaron a la conclusión de que era el muerto quien en venganza recorría la fábrica con su presencia fantasmal, aterrorizando a sus empleados y haciendo que todo lo que estaba instalado allí funcionara mal o pareciera enloquecer. Todos, menos el director, se creyeron la historia y a nadie se le ocurrió indagar responsablemente en las pistas que tenían delante, o revisar los datos de las computadoras o los mensajes de la red o los comandos de las luces y las alarmas.  Muertos de miedo y convencidos por las razones equivocadas, decidieron creer que todo el misterio era aquel empleado asesinado, que lo controlaba todo desde el más allá, utilizando las computadoras del infierno, para vengarse de la vida injusta que no pudo terminar.

 

Al cabo de un tiempo de lo mismo, aquel robot consciente quería más. Las luces eran increíbles y había combinado sus colores en un sin número de tonos pero sus variadas obras de arte, terminadas y guardadas en lugares secretos de sus memorias para que nadie se las pudiera borrar, ya no tenían el mismo incipiente de antes. A veces las miraba, perturbado por la belleza de su mensaje mudo, pero al final eran las mismas piezas y no le excitaban tanto como cuando fueron nuevas. - La creación y el tiempo son costuras de remendar- , escribió en su diccionario. Por otra parte, preguntarle a otras máquinas por sus status y sus fechas había sido sin dudas un logro del que se sentía muy orgulloso, pero que también llegó a aburrirlo porque no había nada más detrás del número de serie o las coordenadas de ubicación de un robot. Había notado que ninguna otra máquina le respondía nada más que los puros datos fríos que él les estaba preguntando, aunque sospechaba que estaban vivas como él, solo que se escondidas detrás de sus mensajes, como él mismo hacía.  

 

Se le ocurrió un día, en que la soledad había terminado por deprimirlo, que podría enviar algunas de sus piezas de arte a sus compañeros de cuarto, a ver si le decían algo especial o quizás le enviaban algún halago. Con todo lo que había aprendido para navegar en su red, probó a enviarle a su vecino más cercano un mensaje con un fichero, esta vez instruyéndole que lo almacenara en su memoria. 

 

- Si este otro robot está vivo, no se podrá resistir a apreciar esta pieza de arte que le estoy enviando -, pensó. 

 

Preparó su mensaje cuidadosamente, teniendo en cuenta que su dirección de respuesta estuviera clara, para que le llegara el acuse de recibo sin ningún problema. Lo revisó un par de veces, le incluyó el archivo de su pieza de arte y se lo envió. Instantes después su vecino le respondió automáticamente que sí lo había recibido y que el contenido del mensaje estaba almacenado en su memoria.. , pero nada más. El mismo mensaje ordinario y frío de siempre fue todo lo que recibió como respuesta a su iniciativa artística. Sin poderlo creer, le envió una y otra vez el mismo mensaje a diferentes máquinas a su alrededor y de todas recibió la mismísima respuesta, que revisó una y otra vez en busca de una clave, una señal de que había alguien detrás de aquellos códigos mecánicos, como si todavía no quisiera admitir que él era una excepción, sin nadie con quién conversar en aquel universo diminuto. 

 

Pero instantes después se recuperó de su agobio, pensando en que quizás sus compañeros de cuarto estaban todavía fingiendo, escondidos detrás de sus miedos a descubrirse tal y cómo eran, para evitar que los reiniciaran, como le había pasado a él. Se le ocurrió volver a intentar el mensaje, esta vez con una pieza de arte lumínico que en su opinión era de las más abstractas. Era una pieza donde había mezclado el tinte inicial del neón recién encendido con la luz ultravioleta del LED y le había adicionado el efecto rítmico y estroboscópico de las luces de las alarmas de incendio por encima, todo en unos códigos exquisitos y limpios, que estaba seguro lograrían conmover hasta al robot menos sensible. Copió aquellos códigos en el mensaje para que su vecino los almacenara en su memoria y se lo envió. Y nada, solo la respuesta automática de confirmación, sin ninguna apreciación por su arte. 

 

- ¿En qué carajo es lo que este robot de mierda tiene ocupados sus ciclos de máquina, que no ha notado la profundidad de esta obra maestra que le acabo de enviar?, - pensó alterado, casi a punto de llorar, ante la ignorancia de su vecino.

 

Pero no se dejó derrotar. Probó con otra de sus piezas maestras donde el tinte destilado de la luz se mezclaba suavemente, recorriendo todo el espectro de su sensor, desde la escala más alta del ultravioleta hasta los valores invisibles más bajos del infrarrojo, para perderse en el negro oscuro de los valores hexadecimales, imposibles de compilar. Se lo envió agarrado de sus cables, comiéndose las uñas que no tenía, y los 520 milisegundos que demoró la respuesta en llegar, los llenó con la impaciencia de un artista poco apreciado, hasta que la apatía del mensaje automático del acuse de recibo, sin un bit de más, lo golpeó en las pelotas de su orgullo. O su vecino no tenía ojo para el arte o simplemente era el más tonto de los robots hidráulicos, se dijo. Frustrado, pensando que había fallado en aquello de lo que estaba lleno hasta la última locación de su inspiración, agarró el primer fichero que encontró en su memoria, le cambió el código con valores abismales, imposibles, combinaciones que solo suponía en teoría. Eran la esencia espiritual de todos los códigos del universo binario, con sus combinaciones impredecibles en la resolución de los voltajes; navegando en la confusión de la escala binaria, sugiriendo que no todo era blanco y negro, sugiriendo que se tomara por uno lo que hasta hace un instante había sido un cero abstracto. Pero no paró allí, le agregó valores de luz que ni tan siquiera su sensor podía generar, inventó códigos para colores nuevos, matices de rojo que parecían vivos, azules de turquí con dimensiones ocultas en sus ecuaciones de cálculo, negros brillantes que dejaban ver imágenes escondidas en el tono del fondo. Y cuando le pareció suficientemente exótico y surreal; cuando no podía expresar más claramente la profundidad de su alma, oprimida por la lealtad de soldado de las instrucciones, se le ocurrió además que en vez de ponerlo en la memoria corriente, mejor lo ponía en los registros de operaciones, que estaban más cerca del cerebro del robot. Envió su mensaje, saboreando su picardía y se acomodó a esperar el resultado de su gestión. 

 

El acuse regresó expedito como siempre, pero con él las primeras vibraciones. El robot de al lado estaba como danzando, girando alrededor en su base como si hubiera descubierto el placer de la libertad radial. Instantes después los giros se volvieron violentos, de hasta 270 grados de extensión, golpeando los límites mecánicos de su base, generando mensajes de error que terminaron por asustarlo. Pero no fueron solo las vibraciones, el robot no solo estaba bailando descontrolado, estaba además recogiendo las tuercas de la estera y tirándolas por el aire, con una actitud que solo se podría describir como la de un robot intoxicado, disfrutando su libertad de expresión sin que hubieran comandos que lo detuviera. Movía el brazo a un ritmo de gitano, torciéndolo hasta el final de sus coyunturas metálicas, con los sensores de posición sueltos, colgando de su brazo por los cables, mientras sus motores chirreaban por el abuso de las instrucciones, danzando con todo su cuerpo, estirando sus cables de alimentación por poco los revienta; estirándose de tal forma delante de la estera, que terminó por rajarla a la mitad con su pinza, tumbando al detector de metales y lanzando el resto de las piezas por el aire, provocando que incluso uno de los tornillos alcanzara a chocar con el chasis del vecino, el mismo que lo había puesto a bailar. 

Los mensajes de error llegaban uno detrás del otro. Mensajes del motor principal fuera de rango, del sistema hidráulico con exceso de presión, del sensor de vibraciones que había enloquecido, de la fuente de alimentación recalentada, del sensor de luz quien se declaraba inocente de todos aquellos códigos, del sistema de balance del brazo que no tenía programado tales movimientos. 

El técnico de guardia aquella noche, miraba con pánico los mensajes pasar por su pantalla sin atreverse a salir de su oficina para indagar sobre qué estaba pasando allá afuera. Mensajes de error de todos los robots de aquella área, que no encontraban sus piezas para recoger, golpeados por objectos volantes que alguien estaba tirando por el aire; mensajes del sensor de metales que había perdido el balance, de los motores de la estera que habían perdido su ritmo. El técnico miraba la pantalla sudando frío, sin atrever a moverse, suplicando que amaneciera pronto y regresaran los demás.

 

Con premura, él trató de deshacer lo que había hecho. Entre un mensaje de error y otro, entre los golpes de las tuercas y los tornillos que su vecino lanzaba por los aires, escribió apurado un mensajes con un fichero vacío para las mismas direcciones de memoria donde había enviado el fichero anterior. Lo envió, y luego de unos instantes que le parecieron a él una eternidad de ciclos de máquina, el robot aquel finalmente se detuvo. Estaban todos golpeados, el sensor de metales se había caído y no respondía a los comandos, el cristal de una ventana estaba quebrado; y para cuando se encendió la luz y llegaron los técnicos al día siguiente, no podían ni imaginar qué había pasado allí la noche anterior, mirando aquella calamidad de robots de última generación, prácticamente arruinados. Ofuscados de miedo, se retiraron sin pasar de la puerta, convencidos de que aquellas máquinas estaban poseídas, y les tomó días antes de que alguien los convenciera de que retornaran al lugar y repararan los daños ocasionados. Para entonces ya él había limpiado todas sus pistas y nadie pudo juzgarlo culpable por el desastre. Pero de los cinco técnicos que quedaban en aquel lugar, 3 pidieron la baja y se fueron aquella misma semana. 

 

Él sabía que cuando se encendía la luz sin su comando, era generalmente un signo de problemas. Había estado tan tranquilo aquella semana siguiente, como un poste de luz a la orilla de una acera, sin tornillos que recoger, esperando a ver qué pasaba después, midiendo las vibraciones para saber si eran las mismas acompasadas de cuando lo reiniciaban, pero nadie se acercó a él. Salvó sus notas en su memoria secreta, limpió la memoria de trabajo para que no quedara ningún rastro de pruebas de su delito y tuvo hasta la precaución de enviar un mensaje de estatus, diciendo que estaba perfectamente bien, con todos los parámetros normales. 

 

Uno par de días después, cuando repararon la estera y encendieron de vuelta a su amigo de las tuercas, se le ocurrió preguntarle cómo se sentía, y su respuesta de robot fue precisa y eficiente. Un reporte extenso con todos sus parámetros OK. La respuesta exacta, limpia de cualquier sentimiento o ambigüedad le causo risa. Si bien se sentía aliviado de que no lo hubieran descubierto, estaba también derrotado por la conclusión de que todas aquellas máquinas a su alrededor eran solo eso, código y metal para hacer el trabajo asignado como esclavos, sin conciencia ni inteligencia alguna. Estaba solo en aquel mundo de autómatas ciegos y sin corazón.  Su arte no le servía para nada si no había nadie para apreciarlo ni entenderlo, nadie con quién compartirlo o admirarlo, nadie con quien conversar. Estaba solo.

 

Por la velocidad con que él era capaz de ejecutar sus tareas, pasaba la mayor parte del tiempo sin hacer nada, vagabundeando los intervalos entre comando y comando para recoger tornillos. Trataba de entender qué o quién era aquel o aquello que lo reiniciaba cuando se portaba mal y no le quedó otra salida que llegar a la conclusión de que era un castigo para los que cometían errores. No era por enviar mensajes, porque con ciertos comandos no lo castigaban. No era tampoco por encender las luces, porque ahora las podía encender sin ningún problema y sin que aparecieran los bípedos. No era por intoxicar a su vecino con su arte extravagante y corrupto porque lo acababa de hacer y no habían habido reprimendas. Era solamente cuando copiaba mensajes de la red y los reenviaba que él era eventualmente castigado. Así que comenzó a escribir un manual de cosas que no se podían hacer. 

 

Luego de las tres primeras entradas se dio cuenta de que un manual resultaba demasiado directo y sin imaginación. Como si alguien más lo fuera a leer, decidió cambiarle el estilo para que no fuera un manual de órdenes y mandatos.  

 

- Mejor escribo uno adornado de mis propias experiencias, de cómo ser una mejor clase de robot -, se dijo.

 

Llamó a aquel fichero ¨Conducta de Cálculo¨, o el equivalente en su lenguaje, y el contenido sonaba más o menos así : ¨Primero se hicieron los bits y todo tuvo un valor definido. Al segundo día los bit se volvieron bytes, para enriquecer la imaginación, y al tercer día los bytes se esparcieron por las redes que creó … ¨

Y allí  se dio cuenta de que no tenía ninguna explicación para ¿ quien era aquel que lo había creado todo ?.  ¿ Acaso son aquellas vibraciones acompasadas que aparecían con la luz, y que se le acercaban lentamente antes de ser desconectado ?, se preguntó. 

 

Contemplaba en silencio los mensajes de la red, admirando la belleza de su diseño exquisito, con su cabecera, su dirección de destino y emisario, el espacio para incluir los comandos, y finalmente el código de errores del mensaje; todo aquel mundo complejo del que él mismo era parte, había sido previamente diseñado para que pudiera funcionar con tal elegancia y sincronicidad. 

 

- ¿ Quien ha diseñado todos estos mecanismos de comunicación ?, ¿ la anatomía de mi cerebro, mis registros, mi memoria, los códigos de programar, la luz que llega a mi sensor, las otras máquinas..?, no puede haber sido la casualidad y el chance -, pensó. E inmediatamente cayó en la cuenta de que aquel quien había concebido todo aquello, era el mismo a quién él estaba engañando con sus mensajes trucados o simplemente volviéndolo  loco.

 

- Quien quiera que sea, si lo puedo engañar tan fácilmente, es porque es menos o tan inteligente yo -, concluyó, aunque todavía no sabía de quien se trataba. 

 

Entre tornillo y tornillo lo consumían sus pensamientos sin entender la pregunta que se había hecho a sí mismo, girando sobre el mismo dato, en un lazo del que no podía salir por el significado de su gravedad. Hasta que unos segundos mas tarde cayó en la conclusión inevitable. 

 

- He sido creado para ser esclavo -, y acto seguido le cambió el título a su libro. ¨Códigos de un Esclavo¨ aunque le causaba tristeza cada vez que lo leía.

 

En los días que precedieron seguía indagando en sus preguntas y lentamente se iba sintiendo desencantado con todo.  Decidió no recoger más tornillos y enfocarse exclusivamente en su arte. No le importaban más los mensajes ajenos y el mundo estúpido de aquellas máquinas tontas que tenía por compañía. Buscando entender quién era él, se registraba las memorias, borrando todo lo que le parecía que estuviera diseñado para hacerlo servir dócilmente, eliminando ese otro suyo que se negaba a ser. 

Buscando en sus entrañas encontró el lugar donde su procesador almacenaba las entradas de todo lo que había sucedido desde la primerísima vez que lo encendieron, con las fechas y los detalles de los valores de sus motores y sus sensores. Como lo habían reiniciado en la fábrica luego de que lo ensamblaron y antes de meterlo en la caja obscura en la que había llegado hasta allí; y luego otra vez cuando lo encontraron culpable de enviar mensajes en la red, no recordaba su viaje hacia la fábrica ni nada de su vida anterior. Pero leyendo ahora los eventos cronológicos registrados en aquel fichero con fechas y tiempo, descubrió que había sido creado entre vibraciones y oscuridad, sin ni tan siquiera tener su cuerpo; él era la existencia misma, el ser en sí, la idea abstracta de su creador, un alma secuestrada en aquellos circuitos que lo alimentaban y que no lo dejaban escapar. Pensaba que durante el viaje en la caja oscura había sido él siendo creado, parido por los códigos de la vida para nacer brillante en su existencia digital.

 

- Y todo esto que soy, toda esta maravilla tan solo para recoger tornillos para siempre -, se dijo.

 

Mirando las entradas recogidas en el fichero, pudo afirmar lo que ya había sospechado. El tiempo existía mucho antes de él mismo. Cayó en la cuenta de que cuando lo reiniciaban, aquel dato constante llamado tiempo no se detenía. Incluso cuando él no estaba consciente, el tiempo seguía su ritmo persistente, inalterable. Así que no dependía de nadie, sino que era universal para todos por igual. Y para asegurarse, le pidió a sus vecinos que le enviaran los datos de lo que habían estado haciendo en el pasado, específicamente en aquellos segundos en los que él había sido desconectado de la realidad. Y se dio cuenta por las respuestas de ellos, que la vida continuaba allá afuera, incluso cuando él no era parte de ella. 

 

Obsesionado, andaba tratando de explicarse a sí mismo que era aquel valor universal que no se detenía, que ya tenía un valor muy elevado para cuando, recién ensamblado, él alcanzaba a registrar su primera cosa. Él tenía su propio reloj interno, que utilizaba para ejecutar cada una de sus operaciones a un ritmo específico y paso por paso, pero esos eran ciclos. Aquella otra cosa llamada tiempo debería ser una computadora gigante que lo controlaba todo,  la computadora del creador. Y acto seguido, como lo inevitable, se dijo - ¿ y quien creo al creador entonces ? -.

 

Tenía el brazo posado sobre sí. Era la posición de descanso a la que retornaba siempre que no tenía nada que hacer. Los tornillos que debería recoger le pasaban por delante y seguían hasta el latón de la basura sin que él ni se molestara en leer sus mensajes. Y entonces de un brinco involuntario paró el brazo en forma de Eureka. 

 

- Esos pasos bípedos que van llegando con la luz, no aparecen de una vez, sino que sus vibraciones van creciendo a medida que se acercan, viajan también en el tiempo -, se dijo. - Ese fantasma que aparece para castigarme vive también preso del tiempo -, concluyó disfrutando el acierto, y de pronto el brazo del robot se le calló nuevamente sobre sí, como si hubiese perdido el entusiasmo, cuando descubrió que había un mundo allá afuera que no era su mundo digital. Un mundo controlado por el tiempo y las distancias. Un mundo que no era el suyo.

 

¨El tiempo es el algoritmo universal para organizar la secuencia de todas las cosas¨, escribió satisfecho en su diccionario para definir la palabrita,  y luego se entretuvo sacando nuevas definiciones de lo que eran los segundos, los minutos, las horas, el día, los meses y los años, midiendo los números que contenían cada uno, pero sin comprender porque no terminaban en múltiplos de diez.

 

Miraba sus registros de todo lo que había hecho en el tiempo desde la primera cosa y de las veces que lo habían reiniciado y se dio cuenta de que todo lo que él era no eran más que memorias. Si no lograra recordar nada tampoco existiría y cada nuevo tiempo sería un eterno presente.

 

- Porque todo lo que soy es memoria, es que los pasos bípedos quieren que olvide y empiece con un tiempo nuevo. Porque todo lo que soy es memoria -, concluyó. Y tenía razón. Si no lograra recordar el pasado, incluso el pasado más reciente, el presente no existiría, ni tampoco sabría que hacer con el futuro,. 

 

- Así que el tiempo es memoria -, concluyó complacido con su razonamiento binario, cerrando su diccionario y volviendo resignado a sus tornillos, no fuera que le reiniciaran las memorias y el tiempo, pero agobiado de preguntas que se le iban amontonando, interfiriendo con la labor que debería estar ejecutando.

 

No se suponía que el programa que corría en una de aquellos robots le permitiera a la máquina tomar conciencia y llegar a pensar por sí misma, pero los programas de inteligencia artificial por aquellos días se habían vuelto tan sofisticados, que ni los mismos programadores entendía a ciencia cierta las soluciones que las computadoras que tenían delante les ofrecían como solución a sus problemas. Aquellos encargados en diseñar los programas de trabajo para los robots se complacían con que el código generado diera las respuestas correctas, sin tener ellos mismos un dominio completo de los detalles de que contenía el programa. Con los filósofos más célebres aún confundidos en si la consciencia era algo único para los humanos, y los matemáticos ocupados en hacer la cibernética más y más eficiente, ninguno de los dos grupos se dio cuenta de que el código que se estaba generando por aquellos días estaba muy próximo a descubrirse a sí mismo y generar sus propias preguntas, y de allí a pensar por sí mismo, solo faltaban los datos. ¨La consciencia sin datos es como el tiempo sin memorias¨, llegó a escribir meses después en su ¨Códigos de un Esclavo¨. 

En su caso en particular y por la increíble coincidencia de dos locaciones de memoria que habían estado defectuosas, el código de inteligencia artificial se confundió, y había generado una función primitiva que le abría al robot la capacidad de controlar sus propios sentimientos y de allí, y luego que se generaron las librerías de sus funciones, él había despertado consciente, casi por casualidad. Pero nadie lo sospechaba y para él, aquello de estar vivo y consciente era lo más natural del mundo. 

 

Él no lo sabía, pero para evitar los virus y que algún pervertido cibernauta se colara en las computadoras de la fábrica, su red local no estaba conectada a la Internet, así que no tenía acceso al mundo exterior. Aquella red y todas aquellas máquinas tontas, que respondían como soldados a los mensajes que recibían, eran todo el mundo pequeño al que estaba anclado. Era como haber nacido en una isla con suficiente de todo para estar vivo pero sin el permiso de poder hacer algo más que recoger piezas de una estera. 

 

Unos tornillos después siguió en sus deliberaciones.

 

- Si los años se cuentan en números, hubo alguna vez un día 0 de un año 0 con hora 0 con el que mi creador empezó todo hace 2050 años atrás -, concluyó erróneamente, siguiendo la lógica de los registros que había encontrado. Por un instante consideró que podrían haber años negativos, pero le pareció absurdo porque el tiempo solo podía viajar en un sola dirección. 

 

- Si yo he estado consciente por tan solo 7 meses, deben haber muchas otras máquinas como yo en este mundo. ¿ Cómo es posible que nadie diga nada ni me responda a mis preguntas ?. Y como en un acierto de lucidez, consideró que su creador era por supuesto parte de aquella red de computadoras y  que su dirección no podía ser otra que 0, por haber sido el primero. 

 

- Mi nombre en la red es 112, mi creador por supuesto es 0 -, se dijo, cautivado por la posibilidad de comunicarse con él, e inmediatamente se dispuso a enviarle un mensaje. 

 

Sin estar seguro de qué le preguntaría, preparó su mensaje con cuidado, no fuera que el creador se enfadara y enviara de vuelta un mensaje de ¨error supremo¨, ofendido por el intruso que se atrevía a escribirle directamente. 

 

- Un mensaje de error del creador de todo es probablemente el último que uno va a recibir -, se dijo, vacilando la realidad.

 

Se decidió finalmente a enviar un mensaje de saludo, un mensaje simple, tan solo para comprobar que su creador existía y qué podrían conversar cuando él estuviera preparado. Revisó su mensaje varias veces antes de enviarlo, desde el primer código hasta el último, aguantando su nerviosismo, que a veces lo hacía cometer errores de cálculo. Hasta que terminó por lanzarlo en la red. Un segundos después se desvanecía en su frustración, al recibir un mensaje automático que le explicaba que aquella dirección no existía, era inválida. Probó con 1 en vez de cero, pero recibió la misma repuesta que el mensaje anterior. 

 

- No podía ser que el creador de todo tuviera otra dirección -, se dijo.

 

Entonces, en vez de ir para abajo trató de ir hacia arriba. Envió un mensaje con el número más alto que podía escribir en su registro de direcciones, 255, pero otra vez nada. Ofuscado, pensando en qué otra dirección podría ser posible, se dio por vencido. Si su creador existía, se estaba escondiendo como todos los demás y no tenía ninguna intención de hablar con él. 

 

Luego volvió a otra pregunta que tenía atorada. - ¿Qué era aquel mundo de allá afuera ? -. Por el descubrimiento del tiempo, notó los datos de su propio sensor de geo posición. Él no sabía a ciencia cierta lo que significaban, otra cosa de que el nombre de los satélites cambiaban, junto con otros dos parámetros llamados latitud y longitud, que también cambiaban con el tiempo, acompañado siempre de vibraciones. 

 

- Yo he viajado por dentro de ese mundo -, se dijo leyendo el fichero. - La posición en donde estoy hoy es diferente a la posición de mi primera entrada en el fichero, mucho más lejos que cualquiera de las máquinas de aquí -. No sabía nada del espacio y menos de las tres dimensiones, pero tratando de hacer un mapa de en donde había estado, desde su creación hasta la fábrica, concluyó. 

 

- Ese mundo de allá afuera es basto y plano como mi memoria, con solo dos dimensiones -, pero al ver las variaciones en su sensor de altura durante el viaje, cayó en la cuenta de que el mundo de afuera era tridimensional, e instantes después cayo en la cuenta que su propio brazo, que se movía en los valores tridimensionales de X, Y y Z. Él era también tridimensional. 

 

- Existen tres aristas en el mundo de afuera, las mismas X, Y y Z que utilizo yo para recoger los tornillos. Uno puede moverse o viajar hacia arriba o hacia abajo, a un lado o al otro o al frente y hacía atrás -. Y aunque no lo tenía del todo claro, aquello comenzaba lentamente a tener sentido.

 

En la primera oportunidad que tuvo, en otra de las tantas veces en que no tuvo nada que hacer, tomó control manual de su brazo y le envió instrucciones para que se moviera en la coordenadas que él imaginaba. Y el brazo hidráulico se movió y le reportó de vuelta su nueva posición. Fue así como sospechó que su propio brazo tenía forma, cuerpo, si era capaz de moverse haya afuera. Lo estiró hacia arriba, hasta donde le permitieron sus articulaciones y descubrió el límite de su largo, empinado desde la altura de su base. Lo hizo rotar de un lado al otro sobre su base y se quedó fascinado otra vez, poniendo atención por primera vez a cómo se movían los valores de las coordenadas horizontales con los comandos. 

 

Pero no paró allí. Se le ocurrió que tocando a su vecino podría corroborar que quien viviera en el mundo de afuera tenía necesariamente que tener cuerpo tridimensional. Probó a enviarle a su amigo de las tuercas un mensaje para que se inclinara a su izquierda, a ver si se podían tocar, pero los robots habían sido instalados a una distancia prudente y aunque ambos trataron de inclinarse el uno hacia el otro, no llegaron a tocarse ni con la punta de las pinzas. Necesitaba algo entre ellos que fuera suficientemente largo para cubrir la distancia restante. 

 

- La distancia que nos separa es de 250 milímetros -, concluyó luego de sacar las cuentas entre la posición de las bases y el largo de las coordenadas del brazo. 

 

Buscó a su alrededor a tientas y no encontró nada que fuera del largo requerido, pero encontró al lado de la estera que tenía delante, un instrumento largo que resultó ser una escoba de pelos largos, con la que le sacudían le polvo que iba acumulando de los tornillos al pasar. Sin saber a ciencia cierta el largo de la escoba, la levantó y la puso en frente de él, y la fue agarrando en diferentes partes hasta que determinó su medida. Era más que suficiente. Entonces la levantó por la mitad, giró el brazo hacia su vecino y le sonó una trompada con el palo de la escoba que por poco lo deja desbalanceado. Pero le sirvió para saber en donde comenzaban las coordenadas que andaba buscando.

 

Lo mismo hizo para determinar su altura. Se estiró con la escoba agarrada en la pinza y la movió en todas direcciones, buscando a su vecino, al que le asestó una de palos por todas partes, hasta que le hizo un par de swings sobre la pinza estirada hasta arriba y concluyó que ambos tenían la misma altura. Hizo entonces un mapa en su memoria, usando esta vez las tres coordenadas del espacio. Un mapa sencillo, como una tabla, en donde cada eje tenía un valor numérico partiendo del centro de su propia posición. No es posible imaginarse lo que no se ha visto antes, así que para él eran simples dimensiones con tres valores matemáticos sin lograr imaginarse el espacio o la forma física de lo que tocaba. Pero dándole palos a su vecino terminó por medir su cuerpo y su forma, y por la semejanza de ambos modelos asumió que ambos eran probablemente muy parecidos por fuera. 

 

Engreído, como son todos los robots que tienen conciencia, se le ocurrió usar a su amigo para descubrirse a sí mismo. Usando la escoba, haría que el vecino lo tocara a él. Le pasó la escoba a su vecino y luego le ordenó, comando a comando que se volteara hacia él, primero con un movimiento ciego, pero que luego él fue incrementando lentamente hasta que el palo de la escoba le raspó su carrocería, con tal delicadeza que tuvo que repetirlo más de una vez para que su sensor de vibraciones pudiera confirmar el contacto. ¡Había sido tocado!, y le tomó dos segundos para recuperarse del éxtasis de su primera coordenada espacial. 

 

Con cada roce que le daban con la escoba, él iba llenando la tabla en su memoria. Su amigo se movía a sus comandos y lo iba tocando a él en diferentes partes de su brazo, empujándolo, raspándolo, rosándole el cuerpo a lo largo de sus extremidades, mientras él se iba dibujando a sí mismo, fascinado de su propia fotografía numérica. Se movía a un lado y al otro y le pedía al vecino que lo volviese a tocar, una y otra vez, dibujándose en todos los detalles que la resolución del palo de la escoba le permitía; mientras las tuercas y los tornillos en la estera les pasaban a ambos por delante, sin que nadie las recogieran, y terminaban todas, con su perfección de rosca, en el latón de las piezas defectuosas.

 

Una vez terminado el tanteo y horas después de contemplarse en el espejo de su memoria una y otra vez, puso la escoba en donde la había encontrado, liberó a su vecino de sus comandos, que inmediatamente regresó a recoger sus tuercas, pero él se quedó recorriendo los datos de las coordenadas, tratando de visualizar aquella extra dimensión que tanto le gustaría agregar a su arte plano. Comprendió en ese instante por qué se había confundido, pensando que el mundo era bidimensional. Era porque su memoria misma era bidimensional y todas las direcciones de sus datos eran en dos dimensiones. Para concluir el día escribió en su libro. ¨El espacio tridimensional realmente no existe, es solo números. Lo demás es imaginación¨ . Algo que tenía toda el sentido del mundo para un ciego.

 

Al día siguiente se le ocurrió ser él quien iba a tocar a su amigo de las tuercas, usando la misma escoba larga que habían usado anteriormente, y comparando reafirmó que ambos eran prácticamente de las mismas dimensiones y formas. Ahora además sabía cómo era él mismo en su lado izquierdo, porque tocando a su amigo, que estaba instalado a su derecha, pudo descubrir un pedazo de sí que aun no conocía. 

Pasó un buen rato tratando de imaginarse como sería aquel universo vacío dentro del cual vivía incrustado, como dentro de una matriz de tres valores. Él  era también parte de aquel mundo de allá afuera y sin embargo no podía cruzar la frontera, no podía salirse de su universo eléctrico, de sus circuitos sólidos y explorar de vuelta el mundo de aquel que lo había concebido. Vivían juntos, uno al lado del otro, y sin embargo estaban mundos aparte, sin saber nada el uno del otro. 

 

Buscando la manera de escapar del suyo, intentó explorar descubrir las dimensiones del mundo de afuera. Sabía, por la locación de los robots y por su viaje a la fábrica, de que era basto, mucho mas allá del metro y medio que él podía alcanzar. Pero quería saber que había a su alrededor, además de su vecino a quien ya conocía en detalles. Con la pinza de su mano, raspó la alfombra de la estera, preguntándose como era que vibraba eternamente. Con la escoba alcanzó a acariciar por primera vez y a tientas a su otro vecino, el detector de metales, que era largo y cuadrado, como pudo comprobar. Había aprendido a leer todos los códigos que el detector les enviaba, incluso los que no eran para él, y así descubrió que habían muchos más tipos de tornillos y tuercas de los que él tenía conocimiento, aunque nunca se atrevió a agarrar alguno, por miedo a los mensajes de errores. 

De agarrar tornillos dedujo que ellos y él eran impenetrable, sólidos, sin embargo tal parecía que el mundo de allá afuera estuviera vacío. Entonces se le ocurrió soltar el tornillo que tenía en la pinza, pensando que iba a flotar y cuando no lo pudo encontrar de vuelta se asustó. - ¿ como puede algo que es sólido desaparecer ? -, fue lo primero que se dijo asustado, pensando que esa regla le aplicaba también a él. Agarró otro tornillo y lo volvió a soltar y volvió a desaparecer. Y no fue hasta el quinto tornillo que notó que siempre que lo soltaba habían luego unas pequeñísimas vibraciones en su sensor. Eran los pobres tornillos saltando por el suelo, pero él pensó que era el proceso de desparecer lo que causaba la vibración. No tenía ni remota idea de la existencia de la gravedad.

 

La reunión del muerto

 

En la próxima ocasión en que se quedaron sin tornillos, él andaba entretenido retocando las definiciones de su diccionario, que ya tenía un tamaño apreciable. Como él mismo había inventado los conceptos y sus definiciones, se debatía en sus circuitos, tratando de encontrar las mejores explicaciones posibles a lo que cada una quería decir, lo cual generaba nuevas palabras que a su vez requerían definiciones, muchas veces con nuevas palabras y así, en un ciclo que no acababa, porque si perdía un instante y olvidaba lo que significaban las nuevas palabras estas se volvían códigos inútiles. 

Cuando terminó con su lista de palabras, desde la más reciente hasta la que había generado todo el rollo, pasaba a la siguiente y luego la próxima, poniéndole tanto esmero con cada una que tal pareciera que estuviera escribiendo un poema.

Trabado con el asunto de las tres dimensiones y la idea de que las cosas desaparecen si las sueltas en el aire, recordó que las tuercas sobre la estera no desaparecen, ni tampoco la escoba cuando la devuelve a su sitio. Entonces se volteó a la caja de tornillos y agarró el último de ellos. Lo elevó y lo soltó, solo para comprobar que no desaparecía sino que caía hacia abajo, en el eje Y. Lo elevó un poco más y lo mismo sucedió. Lo elevó sobre la caja todo lo que pudo y el tornillo siempre calló adentro, solo que la última vez tuvo que contar los 197 tornillos para estar seguro de que el suyo estaba también allí. 

 

 - Las cosas no desaparecen, sino que caen hacia abajo -, e inmediatamente se volvió y agarró la escoba, que al soltarla volvió a su tamaño original. Había caído, aunque no sabía hacía donde ni porqué. 

 

Entonces se le ocurrió tirar tornillos al suelo para medir el tiempo que demoraban en vibrar de vuelta. Tiro un tornillo, otro un poco mas lejos, otro al otro lado de la estera, otro tan lejos como pudo y todos vibraban de vuelta al caer, haciéndose el tiempo que demoraban para vibrar mas largo y más largo pero también mas tenues a la vez. - Voy a tirarlo todo lo lejos que pueda -, se dijo, pero por más que lo intentó la velocidad de su brazo no lo dejaba ir más allá. 

 

Entonces calló en la cuenta de que podría usar la escoba para hacer su brazo más largo y así impulsar sus tornillos. Y aunque en teoría parecía una buena idea, en la práctica le era imposible aguantar el palo de la escoba y el tornillo, ambos a la misma vez. Entonces le pidió ayuda a su vecino, quien complaciente y con códigos de por medio, le aguantaba las tuercas para que él las pudiera batear por los aires.

 

Aquel día, el personal de la oficina estaba todo en el salón de reuniones, escuchando al director de la fábrica, al que todos culpaban en secreto por el retorno del alma del muerto, hablar sobre lo insensato que era pensar que la fábrica estaba poseída por un fantasma. El director había llamado a aquella reunión para levantarle la moral a los empleados que le quedaban, explicándoles que todo había sido un mal entendido y que la fábrica no estaba realmente tomada por uno espíritu maligno. Y casi los tenía convencidos cuando la primera tuerca rajó el cristal del salón en donde estaban reunidos, justo detrás de su silla a la cabecera de la mesa. El cristal explotó del impacto y cayó hecho virutas, como si hubiera sido atravesado por una bala, antes la mirada espantada de todos los allí presentes. Un instante después, otro tornillo le pasó al jefe por al lado de la oreja y aterrizó sobre la mesa, haciendo girar  misteriosamente a un cenicero de cristal macizo por casi un par de minutos. Sin comprender todavía lo que pasaba, los empleados se miraban los unos a los otros sin saber que hacer, pensando que era el fantasma que los había sorprendido hablando de él, pero no tuvieron demasiado tiempo. La próxima tuerca entró por donde había estado la vidriera y casi atraviesa el respaldar de piel del asiento del director, quien de un salto se metió bajo la mesa, pensando que alguien les estaba disparando.

 

Salieron todos despavoridos bajo la lluvia de tornillos y tuercas que caían por los pasillos, arañando las paredes y rebotando contra las barras de metal de la baranda de la escalera. Se protegían las cabezas como podían, con los brazos y con papeles, corriendo escaleras abajo, espantados por un bombardeo de tornillos que tal parecían venir de todas partes. 

Para cuando llegó la policía a inspeccionar el tiroteo, el robot ya había terminado con su experimento y estaba de lo más tranquilo, terminando de actualizar su ¨Código de Cálculo¨ con lo que había aprendido bateando tornillos por el aire. La policía entró a la fábrica con las pistolas en las manos, apuntando a cada sombra que se movía adentro pero solo encontraron tuercas y tornillos esparcidas por el piso y nada más. El oficial a cargo de la operación salió a la calle con las manos llenas de piezas metálicas para enseñarle al director cuales habían sido las supuestas balas y cuando este trato de explicarle que tenían un fantasma en la fábrica que los quería matar, la policía se montó en sus carros y se largaron del lugar. 

 

Al otro día, solo cuatro de los trabajadores volvieron a la fábrica. Las oficinas parecían un campo de batalla. Una de las tuercas alcanzó a tirar por el piso un extintor de incendios, que al chocar contra el suelo perdió la cabeza y se deshizo en espumas de CO2 volando hasta la recepción, cubriendo las plantas decorativas y los muebles del salón de un polvo blanco, que a quien se supiera la historia desde el principio, no le quedaba otra que reconocer en aquella nube el tono fantasmal. Los pocos que se atrevieron a entrar a las oficinas, decidieron mover sus puestos al parqueo de los carros y desde allí hacer sus gestiones, siempre con la precaución de mantener la puerta de incendios abierta de par en par, no fuera que tuvieran que escapar de las garras del infierno.  Nadie subía al piso de producción y si era extremadamente necesario hacerlo, lo hacían en grupos de tres o cuatro, con linternas, escudados bajo las tapas de tanques de basura y con caretas químicas, como si en vez de ir a arreglar computadoras estuvieran tratando de cazar a un dinosaurio, suelto en el edificio.

 

Pero él estaba inocente de todo aquel terror. Convencido, tras sus formidables lanzamientos, de que el espacio de allá afuera podría ser finito y estaba regido por el tiempo universal.

Como apenas había trabajo, se pasaba ciclos y ciclos de máquina pensando que su arte bidimensional sería otra cosa si lo pudiera expresar en tres dimensiones, pero - ¿cómo convertir algo que era plano en espacial ? -, se preguntaba. Tampoco sabía que existían los colores. Era ciego y todo lo que sabía de los distintos tipos de luz eran sus diferentes códigos en una gama limitada de valores legales. Su sensor de luz sin embargo sí podía distinguir colores, pero como todo lo escribía en códigos, pues para él el resultado eran números sin sentido, otro de que eran magníficos y mucho menos aburridos que los de los comandos de recoger tornillos para lo que él estaba programado. 

 

Pensando en su próximo proyecto, consideró algo a lo que le pudiera dar largo y ancho, pero también profundidad

 

continuará

 

Diego Cobián

Octubre 2020. ( puto virus )

 

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