la primera mentira
( remendado el 14 de Marzo 2022 )
Nota : Escribí estas ideas hace mas de cinco años para CE, pero nunca las envié al periódico porque luego de unos días de angustia, comprendí que podría yo lucir desagradecido. Es difícil criticar a los zapatos cuando te han calzado toda la vida.
Una noche de concierto en el Karl Marx, con media Habana esperando por un chance para entrar en la acera del teatro, me logré colar adentro saltándome la cerca oscura del fondo que daba al mar. Las entradas estaban todas vendidas desde hacían varios días y las que se revendían en la puerta aquella noche tenían precios injustos e impagables para mi bolsillo. Así que aquella noche le di la vuelta al universo y con un cable de micrófono en las manos y cara de grumete, logré colarme por la puerta de los camerinos y caminarle las tripas a aquel ingenio de ilusiones del que hasta entonces yo había sido solamente un espectador. Todos corrían de un lado a otro por la presión del último minuto y yo me movía entre ellos, persiguiendo los retazos de su voz, hasta que lo encontré entre las cortinas, diminuto en la inmensidad del tablado, afinando su garganta para recitar su discurso entonado. Lo miré de lejos, fue la única vez que estuvimos tan cerca. Con las cortinas cerradas y sin la presión del público que aún no había entrado, lucía distinto. Diría que cantaba con el mismo entusiasmo con que lo había visto manejando su Lada una hora atrás al llegar a la puerta del teatro. Me pareció que lo hacía como un último recurso, con las ganas de un Lunes; pero igual podría yo estar confundido porque era Domingo.
Instantes antes de comenzar el concierto, él se paró y me pasó por al lado, tan desenfadado que con ello le mató cualquier satisfacción al encuentro. Comprendiendo que el concierto estaba por comenzar, me disponía a salir en busca de un asiento, cuando me percaté de que alguien traía en la mano su guitarra y la depositó justo a mi lado. Estaba ahí, a dos pasos, brillante, indefensa, muda como una garganta sin aire, muerta como una herramienta de trabajo, familia seguramente de aquellas que yo había visto en tantos de sus conciertos, blandiendo el pecho abierto delante de tanta gente. Era aquella que había viajado medio mundo en sus manos, la del son desangrado, la de la gota de roció; la otra mitad de su misma magia. Sin que nadie lo notara y arriesgándome a ser descubierto y expulsado, me acerqué lentamente a ella, fingiendo cualquier otro pretexto y sin poder resistir la tentación, puse la yema de mi dedo sobre su superficie inmaculada, huella que luego perseguí por años en cada otro concierto, queriendo ignorar que probablemente aquella misma noche alguien la habría borrado con un trapo, sin la más mínima piedad de que me iba la vida en ello.
Fue por él, que atormentado por el retardo, descubrí un día que estaba rodeado de una manada de Unicornios a los que nunca había apreciado lo suficiente como para que no me abandonaran y fue él quien aquella misma noche en que profané su guitarra, me dijo en mi cara fresca y mal pagada que todo mi problema era que yo nunca había tenido su Unicornio conmigo. Nos lo dijo a todos y éramos cientos en aquel teatro, pero yo me tomé sus palabras a lo serio porque me sospechaba que toda aquella mala leche de mandarnos a callar, era por la rabia de haber descubierto que uno de nosotros, humildes devotos de su arte, le había tocado su guitarra.
Se acabó el concierto y me fui a esperar a que se dispersara la gente por entre las calles del Miramar, para mitigar mi competencia por coger la 98 de vuelta a casa. Me senté en el muro de la playita de 12, que está a unas pocas cuadras y al final me pasé la madrugada vestido de culpable, con la mirada sobre un mar oscuro interminable, que se desvanecía en espumas contra el diente de perro inquebrantable. En un país donde los ídolos son iguales a uno y a la misma vez inalcanzables, aquel a quien tanto estimaba se había disuelto aquella noche en los mismo jugos agrios de todos los demás mortales, como si viviera como yo, como si fuera igual de bruto. Los famosos de la televisión no eran humanos para mi, al menos no hasta aquella noche. No tenían que esperar en la parada por el bus ni vivían en mi barrio mugriento. No comían de la libreta ni iban a una escuela sin agua para tomar; ni tan siquiera se bañaban en aquellas costas sin arena que eran para mí el Varadero de otros. Aquellos personajes famosos de mi Cuba vivían en mi mismo país pero en otro planeta.
Aunque muchas veces no entendía del todo lo que él decía con sus letras, lo que había detrás de su prosa era una alternativa mucho más fresca al discurso gubernamental, en el que había que morirse por la patria para poder vivirla. Él era para mi un disidente camuflajeado, moldeando con los dedos de su talento el mensaje rebelde de su oposición, disfrazando la verdad de necesidad, escondiéndola tras sus versos. Quizás era por esa virtud que yo le imponía como una responsabilidad ser mi cantante favorito. Fue pensando en sus canciones que un día caí en la cuenta que de yo vivía con un hambre de verdad enorme. Todo lo que yo decía eran mentiras; a mis amigos, a mi familia, en la escuela, en el barrio. Iba repitiendo las frases del gobierno como un canario, con la dignidad de un espía, con la ignorancia de un soldado, tragándome el puré revolucionario sin masticarlo, sin apenas darle un chance al juicio mis dientes, contaminándolos a todos a mi alrededor con ideas de las que yo mismo no estaba convencido. Su canción era una brisa de aire en aquel mundo político donde yo había nacido y aprendido de mis padres a vivir sofocado de ideales. Había nacido esclavo de las ideas de otro, que me imponía su partido como el único camino a elegir, de donde Silvio me rescataba con la verdad, su verdad, que yo en mis ansias de razonamiento la había hecho mía.
Con el sol del siguiente día, me despertó de los delirios una muchacha atrevida, tan imposible de orbitar como sostener la vista en el brillo de su apellido. Se llamaba Diana del Sol y jamás la voy a olvidar porque para ella y su pecado, mi ídolo no era un ser único ni de otro planeta, inalcanzable en el ancho y vacío espacio de su popularidad singular, ni elegible por todas las luces que lo hacían parecer desproporcionado en el culto de su canción, sino tan simple como un otro al que le resbalaban ideas bonitas por un precipicio de poesía, que él luego adornaba con acordes demasiado parecidos a los de los Beatles para no habérselos robado. Borracho por la resaca del insomnio, confundido por la irrealidad de un mundo que parecía hasta entonces tan posible, terminé perdonándole el insulto como si fuera un asunto que tuviéramos pendiente. Lo hice porque imaginaba la presión con la que él tendría que lidiar a diario; entre un público que lo aplaudía y un ministerio que lo censuraba; en aquella sociedad sin espacio para ideas contrarias, donde estabas con nosotros o estabas contra nosotros o simplemente no estabas.
Muchas veces le admiré que hubiera llegado a ser tan famoso en medio de la metralla gubernamental de llenarlo todo de convencidos, aplastando a los indecisos, callando a los infieles, hasta que alguien me enseñó un tiempo después una foto de él y Pablito bajo los brazos de Fidel, todos risueños y aceptados.
Al sol de la mañana, el mar invisible que me había acompañado toda la noche con su vaivén, se había ido convirtiendo en una marejada de agua mucho más clara que mis pensamientos. Me despedí de Diana entre bostezos y me fui a mi casa a dormir, no sin antes pedirle que me anotara en la palma de la mano izquierda su número telefónico, por si luego necesitara otra transfusión de realidad para despertar de mis pesares. Ella y yo fuimos amigos por muchos años luego de aquella primera vez, y escuchándola hablar de cosas que yo ni tan siquiera sospechaba que existían, endulzamos juntos muchos té de farmacia en su estudio, hasta que un día Diana se largo de mi vida por mi incapacidad ingenua de entender su arte geométrico; y de la Isla, por la falta de tolerancia del país para dejarle colgar sus piezas asimétricas en sus paredes.
Silvio y yo seguimos viviendo en la misma ciudad. Él ocupado en el negocio de su voz y yo abrumado por la sordera de la mía. Los artistas son complicados, fue la excusa que tomé de alguien para intentar seguir haciendo nuestra historia juntos, pero al final mi necesidad por su voz para expresar lo que yo pensaba iba lentamente haciendo aguas. Madurando hacia adentro, aprendí a tener mi propio criterio de las cosas que sucedían a mi alrededor, a evaluar los resultados, no por las promesas sino por sus consecuencias. Cuando voté por él en 1993 para que fuera miembro del nuevo parlamento cubano, lo hice con la esperanza de que muy pronto todo iba a cambiar. Con aquel parlamento premiado de intelectuales y gente sin compromisos, tenía yo la seguridad de que se respetarían los principios económicos y que se mantendrían a salvo de ser contaminados con política y caprichos.
Luego de haber tocado fondo con el período especial, aprenderíamos de una vez a ser independientes, a producir nuestra propia comida, a comprar el petróleo con nuestro propio dinero y lo más importante, evitaríamos meter nuestras narices en los problemas ajenos, ignorando la multitud de problemas que teníamos por resolver en nuestro propio país. Pero había desestimado el alcance de la epidemia viral, diseminada sin responsabilidad por un señor que ignoró hasta su muerte que su empecinamiento nos estaba matando a todos.
La balsa de las canciones de Silvio, en donde me encaramaba para sobrevivir mis propios naufragios, apenas si me servía entonces para agarrarme de ella con una mano y sacar mi cabeza fuera del agua. Una década después de haber convertido a mi trovador en parlamentario, yo también me largué de la isla, escondido en el tanque de la escoria, con un par de abrigos en un bolso, 20 dólares prestados en el bolsillo y un disco compacto de Silvio con muchas de sus canciones. Aún viviendo en un exilio que en gran parte él me debía, escuchaba su poesía musical aunque ya no me servían de nada. Era solo amor del mas simple, frases bonitas gritadas por una voz que se iba apagando en la conveniencia calculada de la costumbre. Todo aquello que una vez había sido la esperanza por venir, la valentía de decir, el cambio que reclamar, el convido a creerme cuando digo futuro, se derretía en el ruido de un artista sin batalla, sin más percances políticos que cantar mientras le durara la voz. Comprendí con el frio de mi destierro que nuestros santos tenían los mismos nombres pero los usábamos para diferentes religiones.
Si pudiera abrirle la cabeza y mirarle las entrañas como hacía con mis juguetes, creo que encontraría a un hombre con un salvavidas bajo los brazos en medio de un lago de aguas mansas, mientras su guitarra lo mira desde al orilla, refugiado en la adicción de no haber sido nunca ni entendido ni apreciado, sujeto sus labios a un lenguaje incapaz de traducir los colores de sus sueños en palabras, raspando la guitarra manoseada por tantos extraños a su espalda, con la esperanza de ser confundido con sus angustias. Así y todo no se lo perdono. Me tomó tiempo descifrarlo pero al final he comprendido que él camina esa fina línea de conveniencia entre la revolución, de la que él mismo se alimenta y sin la que su arte sería un llanto; y la conveniencia del mundo de mercado en el que navega ahora su Playa Girón.
Pecador de regalarle añoranzas a aquellos que sin espacio para opinar, esperaban ahogados el bocado de oxigeno que su canción les recitaba en los pulmones, Silvio es la pobreza de tener que cantarle al suspiro.
Le perdono el brete y también el machete, aún cuando todavía no se bien dónde sentarlo en la lista de mis invitados. Estar comprometido con los locos que quieren vivir de una manera diferente es una de sus estrategias para ignorar que los cubanos solo pueden votar una y otra vez por la misma bobería, y también por los mismos conciertos y los mismos artistas. Eso lo convierte a mis ojos en un político más. No me asombra que las noticias que ambos vimos este 11 de Julio tengan diferentes matices en los ojos de ambos.
Tengo la esperanza de que alguna vez desvié su camino hasta el mismo muro donde me senté yo aquella noche, luego de un concierto sin aplausos, y se dé cuenta que en la otra orilla de sus calamidades le sigue esperando A caballo un humano corazón. La verdad puede ser muy útil para adornar los versos, pero es también muy grande para ignorar su vocación de bandera. Una vez que estas contaminado de verdad, no te salvan ni Silvio ni que te lleve la muerte.
Diego Cobián
Inspirado en el artículo de AA ¨Silvio se queda solo¨
se hace lo que se puede en cada momento, que casi nunca es un cristal ni una estrella que se alce de mis manos
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